Hiroyoshi y Tomiko Ishida, 80 y 81 años, forman una pareja legendaria en la gastronomía mundial. Regentan Mibu, en Tokio, un referente de destreza técnica y respeto a la naturaleza para chefs de todo el planeta. Un lugar a medio camino entre el restaurante, el club y el santuario zen.
BORJA HERMOSO / San Sebastián / EPS
Gónada y semen de pez globo, nabo en caldo dashi, ayu con sus huevas (un pez frito que se come con las manos empezando por la cabeza), sayori (pescado de primavera) envuelto en hoja de loto seca, arroz con pepino de mar, agua helada que, rota su capa de hielo, se licua convirtiéndose en una especie de perlas plateadas… y hasta la luna en un plato son algunas de las creaciones que el matrimonio Ishida —Hiroyoshi y Tomiko— sirve en manteles individuales de cedro purificado y recipientes de más de 300 años de antigüedad en su restaurante Mibu del barrio de Ginza, en Tokio.
¿Restaurante? Más bien un santuario zen gastronómico-espiritual. También un club privado donde se concede la misma relevancia o más a las texturas, las formas, los colores y sobre todo los simbolismos que a los propios sabores, en lo que supone la base primigenia de la llamada cocina kaiseki, según la tradición japonesa un almuerzo ligero que el anfitrión ofrecía a sus invitados antes de asistir a la ceremonia del té. Un minúsculo comedor de apenas 20 metros cuadrados, en un anodino y anónimo bloque de apartamentos, al que solo pueden acceder ocho comensales-socios en el servicio de mediodía y ocho en el de la tarde, y al que los mejores chefs del mundo miran como un referente absoluto y como el modelo perfecto de la tradición convertida en vanguardia: “En Mibu se cocina con el alma y se come con el pensamiento” (Ferran Adrià). “Con cosas muy pequeñas hacen cosas grandes, derriban paredes, y eso te pone en cuestión” (Andoni Luis Aduriz). “Es una pura paradoja: siendo un lugar de tradición y cocina espiritual, representa la modernidad absoluta” (Joan Roca). “Son unos sabios” (Juan Mari Arzak).
Tomiko e Hiroyoshi Ishida tienen, respectivamente, 80 y 81 años. Llevan más de 40 cocinando y atendiendo a sus clientes, a los que quizá habría que llamar, más bien, seguidores. En los últimos 20 han cambiado de menú cada mes. En dos décadas no han repetido una sola receta en el menú, ni han repetido ningún ingrediente en dos platos del mismo menú. Ella es la única persona autorizada a servir los platos creados por su marido y sus tres ayudantes en la minúscula cocina de Mibu. A veces sueltan luciérnagas que alumbran el comedor o mariposas que revolotean por entre los visitantes. Cada día, al terminar la jornada, los Ishida acuden a un templo budista para rezar y meditar. Piensan seguir en la brecha, si los dioses y las sacerdotisas que veneran lo permiten, hasta los 100 años. Su día a día ha sido retratado por el cineasta barcelonés Roger Zanuy en el documental Mibu. La luna en un plato, estrenado en el último Festival de San Sebastián. La pareja permaneció casi una semana en la ciudad, acompañada de 20 “fieles” (socios, ayudantes y cocineros discípulos); recibió el homenaje del Basque Culinary Center en el transcurso de una cena servida por el chef barcelonés Albert Raurich, y recorrió restaurantes y sociedades gastronómicas como si de dos foodies treintañeros se tratase. Conversamos con ellos en un descanso de su agotadora tournée donostiarra. Visten con elegancia, sonríen todo el tiempo y hacen incesantes reverencias. Son como personajes de otro tiempo trasladados a este.
¿Dirían que su labor como cocineros es una extensión de la dimensión espiritual de sus vidas?
Tomiko Ishida. Sí, y también una manifestación de respeto a la naturaleza. Los cocineros tienen que respetar la naturaleza y tener en cuenta la sucesión de las estaciones y los cambios y la influencia en los productos, eso es esencial. El ser humano no puede crear nada sin el elemento natural. Por sí solo no puede crear nada. Y esto ya estaba predicho hace 300 años: si nos seguimos comportando así, con semejantes niveles de consumo, acabará faltándonos la comida. Además, los agricultores, pescadores y criadores de animales para carne se hacen mayores y no hay nadie que quiera asumir su relevo.
¿Y qué hay que hacer?
T. I. Simplemente, tenemos que dejar de desear tantas cosas. Y hay que hacerlo ya.
¿Puede desarrollar eso, por favor?
T. I. Sí; si no, será demasiado tarde. Ese es el mensaje que queremos transmitir desde Mibu al mundo. Tener deseos está bien; tener demasiados, no. Pensar está bien; pensar demasiado, no. Pensar demasiado es querer demasiadas cosas. Y eso nos destruye. Hay que vivir de manera sencilla.
¿Ese mensaje es que, básicamente, nos estamos equivocando al faltarle el respeto a la naturaleza?
T. I. Sí. Tenemos que recibir la energía de la luna y de la naturaleza dentro de nosotros, y dar las gracias por eso. Si no, no podremos continuar con nuestra tarea.
Hay cocineros y empresarios de la gastronomía que se sirven a veces de forma un tanto hipócrita de ese mensaje “sostenible” y de esa defensa de la naturaleza que hacen ustedes. Pero en el caso de Mibu, además, eso está en el plato, ¿no?, no es solo teoría…
T. I. Exacto. Pero, repito, hace 300 años las sacerdotisas ya hablaban de esto, de respetar la tierra madre, las piedras, los árboles y las plantas, y el agua…, y si no lo hacemos ya, llegará la falta de comida y de agua y la destrucción de la naturaleza.
En un país con el peso cultural de Japón —teatro, cine, arte, literatura…—, ¿consideran la alta cocina un arte o solo una forma más o menos sofisticada de preparar comida?
Hiroyoshi Ishida. No, no considero en absoluto mis platos como obras de arte ni como espectáculos. Yo solo trabajo pensando en el respeto a la naturaleza, y si un plato me sale así, es que mis pensamientos se han materializado de esa forma. Y si ese plato logra transmitir al cliente sensaciones, pensamientos o ideas, entonces me hace muy feliz. Hay muchos platos y muchos cocineros que buscan la rareza o la provocación sin poner en valor de verdad los ingredientes. Para mí eso no es la cocina.
¿Qué diría que es la cocina?
H. I. Tratar el producto lo menos posible. Lo importante en la cocina japonesa es la esencia. Hacer valer el ingrediente en lugar de matarlo.
¿Cómo se hace eso y que luego salgan las maravillas que aterrizan en los platos de su restaurante?
H. I. Practicando la meditación zen y recibiendo las claves y los consejos del cielo. Desde hace muchos años yo trabajo de esta manera.
Pero uno diría que hay como una tensión entre la aparente sencillez de sus creaciones y la enorme complejidad conceptual que se intuye detrás de ellas. ¿Es así?
H. I. Sí, así es.
¿Es la sencillez lo más complicado de obtener?
H. I. Lograr lo sencillo es lo más complicado para el ser humano, también cuando se cocina. Añadir es fácil, quitar es mucho más difícil. En la cocina es clave encontrar el equilibrio entre sumar y restar… y es lo más difícil.
Pero contra esa intención espiritual y de aspiración a la sencillez, casi al ascetismo, está la imparable avalancha de estímulos de la vida. ¿Cómo le hace frente?
H. I. Tiene usted razón. Eso nos pasa todos los días. Los pensamientos cotidianos y el ruido hacen difícil la meditación. ¡Y cuanto más te sientas a meditar, más ruidos escuchas!
¿La forma en que ustedes cocinan es de alguna manera una reacción frente a ese ruido cotidiano?
T. I. Creemos que sí. Cada mes hacemos un menú nuevo, y eso quiere decir una creación nueva. Desde hace 40 años, nunca hemos repetido uno de esos menús mensuales. No es fácil.
Viajan ustedes con todo un séquito de clientes, socios, discípulos, aprendices… ¿es Mibu, con perdón, una especie de secta buena?
[Risas] T. I. Además de nuestros clientes y de nuestros trabajadores, hay gente que nos tiene mucha simpatía y con la que compartimos muchas sensibilidades. A un grupo de esas personas les dijimos: “Vamos a San Sebastián, al Festival de Cine”. Nos dijeron: “¡De acuerdo, allá vamos!”. Les dijimos: “Los billetes de avión y los hoteles están muy caros”. Nos contestaron: “De acuerdo, ningún problema”. Estaban dispuestos a venir fuera como fuese. Admito que el nuestro es un mundo muy peculiar.
¿Cómo funciona exactamente el sistema de acceso a Mibu?
T. I. En octubre de cada año facilitamos a nuestros clientes su agenda para el año siguiente. Antes teníamos unos 300 socios y ahora unos 220. Solemos tener dos días libres a la semana, normalmente descansamos los miércoles y los fines de semana.
Días después de la entrevista, el señor y la señora Ishida enviaron un vídeo para explicar y especificar visualmente su peculiar sistema de atribución de mesas. En el vídeo, la señora Ishida comenta, en el comedor del restaurante y mientras exhibe un tarjetón blanco con caracteres japoneses escritos en naranja y en negro: “Este es el sobre de Mibu. En el dorso está escrito ‘2023′ y figura la agenda del socio para el próximo año. Acabamos de repartir los últimos sobres de 2023 a nuestros clientes en la cena de hoy. Los clientes vienen a Mibu según esta agenda. Varios de ellos llevan cerca de 40 años viniendo a nuestro restaurante, es decir, una vez al mes sin falta, incluso en la época de covid. Mibu recibe ocho comensales máximo por sesión. Hasta hace poco hacíamos tres sesiones al día: a las 11.00, a las 14.30 y a las 18.30. Cuando éramos más jóvenes podíamos hacerlo así, ahora ya no nos vemos capaces y hacemos solo las sesiones de las 14.30 y las 18.30. Este es el sobre para el próximo año. ¡Así que el año que viene ya está organizado!”.
¿Prefieren hablar de socios o de clientes?
T. I. Les llamamos “socios”.
¿Solo los socios pueden comer en Mibu o admiten a otro tipo de clientela?
T. I. Solo los socios pueden comer en Mibu. No aceptamos desconocidos. Un socio puede traer a alguien si hay sitio, pero se responsabiliza de su invitado. Y si no queremos que vuelva, no vuelve.
¿Cuánto pagan por ello?
T. I. Pagan 30.000 yuanes [unos 205 euros] con todo incluido: impuestos, servicio y bebida, únicamente sake. Servimos el mismo menú a mediodía y por la noche, cambiamos el menú cada mes y nunca repetimos un ingrediente dentro del mismo menú. Los clientes traen un sobre con el importe en efectivo cada vez que vienen a comer o a cenar.
Alguien que ha estado en Mibu le puede decir a un amigo: “Allí se come agua helada, y hasta se come la luna”. Pero ¿cómo se lo puede explicar?
[Risas] H. I. El tema de nuestro menú de degustación de octubre fue la luna, sí. Esa es la época en la que mejor se puede contemplar la luna llena en Japón y se hacen fiestas y encuentros alrededor de eso. Y para esas festividades tenemos unos platos tradicionales. La luna es una fuente de inspiración para nosotros. Un día la estaba contemplando en cuarto creciente y se me ocurrió: “Voy a ofrecer la luna a mis clientes”.
¿Cuál creen que ha sido el plato más extremo o radical que han servido nunca en Mibu?
T. I. Cuando me estaba recuperando de un cáncer, fuimos a tomar un descanso al campo en invierno y allí vimos carámbanos de hielo. Entonces Hiroyoshi los probó y dijo: “Vaya, el sabor del carámbano varía mucho de un árbol al otro”. Así nació El plato del carámbano, y lo servimos en elBulli [durante el histórico encuentro de 2003 en Cala Montjoi en el que Adrià e Ishida cocinaron juntos]. Luego, a principios del invierno, se suele formar un hielo fino en charcos o jardines, llamado usu-goori en japonés. Este hielo es tan fino que, si le das un golpecito, se rompe de manera limpia. De allí hicimos El plato del hielo. Son unos platos que nacen de la inspiración que tuvo Ishida cuando fuimos a las montañas. Creo que son reproducidos por varios chefs del mundo. Ferran y sus colegas se sorprendieron de que pudieran servirse platos solo con agua.
¿Consideran que puede haber “caminos comunes” entre la cocina kaiseki y alguna cocina occidental?
H. I. Si lo hay, creo que podría ser la sensación de estacionalidad. Además, cada país tiene su propia “cocina de la madre”. Si se pierden esos fundamentos, la cocina se convierte en algo extraño, casi cómico. En la cocina, algo muy importante son los principios. Hay que valorar la cocina de la madre, productos de temporada y productos locales. Si no, irás en una dirección extraña, y eso será el final.
¿Temen que se pierda un día el legado Ishida?
H. I. No tenemos ese miedo. En primer lugar, la cocina y el paladar pertenecen únicamente a cada uno y no se pueden legar a otras personas o generaciones. Al final, un cocinero, después de formarse y aprender lo suficiente, debe recurrir a su propia sensibilidad. La cocina cambia con la sensibilidad de cada persona. Saldrá gente más joven y que será mucho mejor que nosotros. Mibu acabará cuando dejemos de trabajar nosotros. Hace poco hicimos la Declaración de los 100 años; esto significa que seguiremos activos hasta los 100 años y que para ello trabajaremos de una manera adaptada a nuestra edad. Para ello, nos acordamos de lo último que nos dijo nuestra sacerdotisa Anju-sama: “Mantened vuestro paraguas al 70%, no extendáis demasiado lo que hacéis en la vida contra la lluvia y el viento. No seáis codiciosos”. Significa que una persona con 1.000 capacidades debe usar 700 y una persona con 10 debe usar 7.
¿Habrá relevo cuando ustedes lo dejen?
H. I. No tenemos sucesores, pero algunos de los que se formaron aquí han abierto sus propios restaurantes. Uno es Daimu y el otro es Jisei, ambos situados muy cerca de Mibu. Se basan en lo que aprendieron de Ishida. Ahora bien, este tipo de sistema de socios es algo muy difícil de realizar. Muchos de los clientes de Mibu van también ahora a estos restaurantes de exmibus. En todo caso, creo que no deben contar con estos clientes para siempre, sino que tienen que ir consiguiendo su propia clientela.
¿Qué admiran ustedes o qué contemplan con curiosidad de la cocina occidental?
H. I. Cuando vi la cocina occidental por primera vez sentí que la experiencia de comer puede ser un mundo realmente de fantasía. Cuando fui a elBulli por primera vez pensé: “Qué mundo tan maravilloso”. Servían aire igual que cuando en Mibu servimos agua. Estos elementos no llenan el estómago y la gente podría pensar: “Pero ¿qué es este plato?”. Servir aire es algo sorprendente. No hay mucha gente que pueda llevar esas cosas a la perfección. Puedes hacer comida deliciosa, pero hay poca gente que pueda hacer cosas tan fantásticas. Es una diferencia sutil, pero es una gran diferencia. Así pues, Ferran Adrià es un tesoro nacional, pienso. Ishida trabajará hasta los 100 años, así que espero que Ferran también piense en cómo puede arreglar su gran árbol para que cada año los visitantes de Japón vengan a verlo. Espero que disfrute haciéndolo y que lo hagamos juntos.