El filósofo publica ‘En busca del tiempo en que vivimos’, su obra «más ambiciosa y meditada»
VIDAL ARRANZ / VOZPÓPULI
Gregorio Luri es uno de los pensadores más interesantes del panorama español. En batalla permanente contra la impostura y los envanecimientos intelectuales, encarna un conservadurismo sensato, que reconoce como pilares principales el ejercicio de la prudencia política, la defensa de la vida cotidiana y sus disfrutes, frente al acecho y la invasión de las ideologías, y la reivindicación del valor de la tradición y del legado cultural español.
El filósofo Luri se dio a conocer al gran público primero como pedagogo, con libros como La escuela contra el mundo, La escuela no es un parque de atracciones, en los que defendía la importancia del saber y los conocimientos fuertes frente a las tentaciones lúdicas. Con La imaginación conservadora reivindicó el legado, escasamente conocido, del conservadurismo español, y ahora, con En busca del tiempo en que vivimos afronta una obra de pretensiones filosóficas y antropológicas que considera “la más ambiciosa y la más meditada” de su trayectoria. Un ensayo en el que las tesis están conscientemente desarticuladas a partir de un conjunto de sugerencias y de reflexiones que intentan “provocar un chisporroteo intelectual en el lector”.
Aunque consciente del panorama sombrío que nos rodea, Luri siempre busca la luz y aporta motivos para la esperanza en medio de una desazón contemporánea que él intenta diagnosticar.
Pregunta. ¿Se ha vuelto loca la filosofía, el mundo de las ideas?
Respuesta. La verdad es que nunca ha estado demasiado cuerdo. No hay idea hiperbólica, exagerada o extraña que no la haya defendido algún filósofo. Y eso algo dice de la dificultad de comprender. Para mí, aquella afirmación de Marx que decía que los filósofos se habían dedicado a comprender la Historia, y que ahora se trata de cambiarla, es una de las mayores barbaridades imaginables. Porque si los filósofos no han hecho otra cosa que interpretarla es porque es muy difícil. Y en este momento lo que hay es un guirigay filosófico en el que las figuras que constituían los referentes de la tradición filosófica pueden ser criticadas por cualquiera con el argumento de que son hombres blancos muertos. Vivimos una situación de orfandad en el pensamiento, y con demasiadas voces anunciando la inminente llegada del apocalipsis. Esto nos coloca en una situación que urge pensar.
P. Es llamativo cómo los milenarismos acuden a su cita con la Historia con bastante puntualidad. ¿A qué se debe este eterno retorno de la idea del fin de los tiempos?
R. La imagen que la humanidad ha proyectado sobre sí misma ha tenido dos variantes. Una, la del progreso: que siempre vamos a ir a mejor. Y otra, la imagen cíclica y circular: que el mundo se está siempre construyendo y destruyendo en un eterno retorno de lo mismo. Hoy parece evidente que los antiguos progresistas se han vuelto timoratos y que tienen miedo al futuro. Pero eso es negarse a sí mismo. Por otra parte, el humanismo no acaba de salir a la calle a defendernos con argumentos que nos den nuevos motivos de esperanza. Porque los milenarismos llegan puntuales a la cita, pero llegan con rostros distintos.
P. ¿El de hoy se traduce en ese cansancio de vivir del que habla en su ensayo?
R. Creo que sí. Me preocupa mucho que ese cansancio esté tan presente en nuestras escuelas y en nuestros alumnos. Hace poco vi una película maravillosa de un maestro de Bután en la que se mostraba una visión optimista de la enseñanza: el maestro como aquel que es capaz de tocar el futuro. Ahora parece que es el maestro es el que nos dice: “No sigas adelante, que el futuro da miedo”. Y eso lo vemos en las escuelas. La eco ansiedad está muy extendida entre los adolescentes, junto a una serie de imágenes apocalípticas y una visión terrible del hombre, que no va acompañada por una confianza en nuestras capacidades para afrontar los retos.
P. Pero los peligros existen…
R. Yo no intento negar ningún peligro. Lo que me parece es que sean los que sean los retos que nos plantee el futuro, las personas y las sociedades que los encaren con serenidad estarán mejor preparados para resolverlos que aquellos que lo hagan con aspavientos. Y yo veo mucho aspaviento en ese miedo al futuro. Es como si el miedo se hubiese convertido en un valor político: “Yo tengo más miedo que tú, luego soy mejor que tú”.
P. Siempre hemos estado en crisis. ¿Hay algún rasgo que nos permita definir como singular la que nos golpea ahora?
R. Antes, el peligro estaba fuera, en el otro, el bárbaro. Ahora, en cambio, está dentro de nosotros. Lo que caracteriza nuestra desorientación es que hemos perdido la confianza en nosotros mismos. El hombre se ve como el culpable, como un manirroto, como un mal gestor de su propio ecosistema. Y parece como si esa mala gestión le condenase a un apocalipsis inevitable. Toda desgracia tiene hoy buena prensa. Y siempre hay detrás ese sentimiento de culpa: algo hemos hecho mal y las desgracias que vendrán son un castigo a nuestros excesos.
P. Esto ¿no es en parte resultado de un exceso de autoexigencia moral. ¿No ha cargado el hombre sobre sus espaldas con más de lo que puede soportar?
R. Estoy totalmente de acuerdo. Y eso se ve muy claro en política. Muchas veces le pedimos mucho más de lo que puede dar de sí. Y entonces la conclusión es la decepción. No sabemos vivir en el drama. Hoy es más glamouroso criticar al hombre que defenderlo. Esto es preocupante en sí mismo. Pero, por otra parte, no deja de tener un componente optimista, porque sólo al hombre se le puede exigir que se descentre. No lo puedes hacer con ningún otro ser vivo. De modo que, cuando le pides al hombre que se deshumanice, en el fondo estás reconociendo que el hombre es el único ser capaz de definirse y poner en cuestión sus límites. Y prefiero engancharme a esto antes que caer en jeremiadas. Los críticos del humanismo, sin darse cuenta, afirman la extraordinaria excepcionalidad del ser humano.
P. Antes hablaba del cansancio de ser, pero ¿tiene esto algo que ver con la disminución de los índices de natalidad?
R. La prueba más clara del cansancio de ser es que nos hemos cansado de dar vida. Nos compadecemos del animal que sufre, porque vemos a todos bajo la comunidad del sentimiento, y nadie tiene derecho a infligir sufrimiento a nadie, pero curiosamente hacemos una excepción con el feto. ¿Cómo puede ser que nos preocupe el sufrimiento de una rata y no nos preguntemos si el feto humano es capaz de sufrir? Para mí es uno de los ejemplos más dolorosos de ese descontento del hombre consigo mismo. No somos capaces de afirmar la vida humana. Y eso sí que es nuevo en la historia de la humanidad, y además tiene un componente desolador.
P. Parece como si estuviéramos viviendo en las cenizas del síndrome del doctor Frankenstein…
R. En Frankenstein hay un diálogo que, para mí, marca un antes y un después, y es cuando la criatura, que no tiene nombre, se dirige a su creador y le dice: “Dame la felicidad y seré virtuoso”. Hasta ese momento se suponía que la virtud era un bien en sí misma. A partir de ese momento, en cambio, se entiende que, si tienes heridas, si no eres feliz, si no has sido querido, no puedes ser virtuoso. Eso supone que la defensa de la vida sólo tiene sentido si hablamos de la vida de un ser feliz, cosa que en el caso del hombre no es fácil ni se puede dar por supuesto.
Por otra parte, entendemos la felicidad como ausencia de dificultades. Pero, como nos explicaban los estoicos, si no nos enfrentamos a dificultades nunca sabremos cuál es nuestro valor, porque éste se mide justamente en su superación. Por tanto, una felicidad sin dificultades, que se afirma además como condición para ser buenos, y para mantener la fe en la vida humana, es hacerse trampas a uno mismo, porque nos lleva a un callejón sin salida. La defensa de una cierta vida a la intemperie se ha convertido hoy en una necesidad urgente de la filosofía.
P. Hay otra dimensión del síndrome del doctor Frankenstein que tiene que ver con la idea del hombre que desafía a Dios. Esa lucha contra Dios podríamos pensar que nos ponía en forma, pero ahora, expulsado Dios del espacio público, ¿qué queda?
R. Queda el descubrimiento de que no tienes a quien enfrentarte. Mientras existía Dios, podías ser, al menos, un rebelde metafísico, pero si no existe Dios simplemente eres un rebelde sin causa, que es la manera más triste y lamentable de ser rebelde. Y eso nos lleva a la revuelta contra ti mismo. Nos devuelve a la idea del hombre cansado de sí mismo.
P. ¿También nos lleva a una rebelión contra el propio cuerpo y sus limitaciones?
R, Sí. No hay más que ver con qué facilidad se acoge la supuesta superioridad de la inteligencia artificial sobre el ser humano. “Nos va a superar en todo”, decimos. Parece como si, cansados, quisiéramos delegar en las máquinas ese proyecto de mejora de la condición humana que nos ha caracterizado desde el principio de los tiempos. ‘Máquinas, mejoradnos, que nosotros no sabemos cómo hacerlo’. Y olvidamos que la experiencia no se puede transferir. Mi vivencia de leer un soneto sacro de Lope es mía y no la puedo traspasar a nadie. El reto es hacerme humano a través de mis propias experiencias y aceptando mis límites.
P. En relación con esto. ¿Podríamos decir que sufrimos un adelgazamiento de nuestra dimensión simbólica y poética?
R. También lo podemos llamar un adelgazamiento de nuestra ambición, porque el bienestar se percibe como la única forma de ser.
P. Uno de los grandes hallazgos de su libro es la descripción del mundo de las cosas humanas y su reivindicación.
R. Me llama la atención esa gente que se considera moralmente superior y que viene a decirle al hombre sencillo que está tomándose una caña con sus amigos, que si disfruta es culpable porque tenemos problemas muy graves. A mí me parece, en cambio, que ese hombre sencillo que se levanta a las cinco de la mañana para ir a trabajar y poner un plato de comida en la mesa de sus hijos es un ejemplo para todos y hace algo admirable.
La vida no cabe en las ideologías. Es mucho más rica y compleja que los esquemas que nos hacemos de ella. Defender esa complejidad de la vida, y defender como grandes lemas la risa, el matrimonio y la cerveza es esencial. No tiene nada de trivial. Volver a reivindicar el mundo de la vida, frente a aquellos que lo quieren someter a los esquemas de sus ideologías, debería ser el principal objetivo de un pensamiento conservador.
P. Susan Pinker, en su libro ‘El efecto aldea’, reivindica el poder sanador de los lazos humanos, de las relaciones personales.
R. Es una de esas evidencias que hoy hay que reivindicar. Creo que mi generación, la que está entre los 60 y 70 años, cometió un pecado imperdonable: creímos que no era necesario defender lo evidente. Y por no hacerlo, lo evidente está siendo impugnado. Pues bien, somos culpables. Somos culpables de no haber sabido defender los valores de la Transición, de no haber sabido defender la Constitución como se merecía, o de no haber sabido defender otros valores esenciales. La necesidad de problematizar lo obvio acaba llevándonos a esa sensación de que vivimos sin haber vivido, porque estamos ideologizando todo. Ese exceso de teoría para justificarlo todo está creando neuróticos.
P. Abundan los intentos de crear nuevas religiones laicas (el feminismo, el ecologismo, el animalismo…) pero no parece que estén resultando sustitutos convincentes.
R. Todos los movimientos que menciona no son sino una reivindicación de la Inmaculada Concepción, de las causas sin mácula. Esa necesidad de acogernos a una causa pura está ahí. En el fondo lo que estamos descubriendo es que todos necesitamos acogernos a alguna instancia ante la cual sea digno usar el reclinatorio. Pero sin ponernos de acuerdo, porque lo propio de nuestra época es el pluralismo axiológico.
Dios es aquello de lo que no te puedes reír, porque te lo tomas en serio. Pero ahora la ley se ha convertido en algo muy provisional y eso resulta insuficiente para construir una moral. Dios nos ofrecía al menos dos ventajas: la referencia que nos servía de guía para construirnos a nosotros mismos, y que nos ofrecía una imagen máxima. La ley no es suficiente para sustituir esto. Los intentos de crear religiones laicas no dan para tanto.
P. Usted define al hombre como un ‘ser entrambos’, alguien que se mueve en la tensión entre el ángel y el animal. Pero advierte de que no hay una fórmula para hallar el equilibrio justo.
R. Por eso la prudencia era el elemento esencial de la filosofía política hasta hace dos días, cuando creímos que podía ser sustituida por la ciencia. Una de las tesis más rotundas que recorren el libro es que el nihilismo moderno es el fracaso de ese intento de sustituir la prudencia por la ciencia.
En el concepto de ‘entrambos’ hay varias cosas entremezcladas. Por un lado, reivindico a dos grandes figuras de nuestra tradición filosófica y cultural, Eugenio Trías y Juan David García Bacca. Me parece importante hacerlo, no por chovinismo, sino porque no puedes filosofar contra tu propia lengua, ni contra tu propia tradición filosófica. Y ese concepto del entrambos, la idea de que nos movemos en la tensión entre el ángel y el animal, tiene hoy una formulación paradójica, porque ahora no creemos en el ángel, como ese elemento simbólico que nos ayuda a tirar para arriba de nosotros mismos, y nos hemos quedado con la única referencia del animal. El resultado es que hemos considerado que todos, hombres y animales, somos hermanos en un mismo proyecto de vida que no sabría muy bien cuál es.
P. ¿La tradición no era en realidad el depósito de la prudencia?
R. Desde luego. Pero ahora creemos que no tiene nada que enseñarnos. En literatura a nadie se le ocurriría pensar que por escribir después de Proust es mejor que él. Sin embargo, vivimos en una novolatría que pregona un culto a lo nuevo a partir de la idea de que todo lo que tiene un tiempo de existencia ha caducado y no tiene nada que decirnos. No lo veo así y mi crítica está relacionada con una idea central en mi manera de ver las cosas y es que la Historia se entiende mejor cuando la miras desde el pasado al presente que cuando constituyes el presente en el único balcón legítimo para asomarte y ver que ha ocurrido.
P. Habla del hombre transfinito. Pero hoy vivimos en el mundo de lo trans, ¿no teme que el término genere cierta confusión?
R. El transfinito es un concepto de García Bacca que define al hombre como aquel ser que se pregunta qué hay más allá. La cultura occidental es eso. ¿Qué eran los cuentos populares cuando no estaban invadidos por lo políticamente correcto? Eran una invitación a salir de casa y perderse por el bosque, porque el bosque era el límite. Allí vivías tus aventuras y cuando regresabas a casa lo hacías cambiado. Por eso es muy importante tener esa casa a la que volver cuando sales de exploración, y esa casa es la tradición. Por eso, para mí, la auténtica heroína de la Odisea es Penélope que mantiene encendido el fuego del hogar, y garantiza la aventura de la permanencia. Convertir el límite en un tránsito es una condición esencial del hombre. No tiene nada que ver con lo trans y no hay por qué renunciar a nuestros propios conceptos por miedo a que se nos confunda.