El filósofo francés publica ‘De vera vita. Pequeño tratado para una vida auténtica’, donde se pregunta por una sospecha común en la actualidad: la de vivir una existencia vacía, enterrada por la rutina y perturbada por la tecnología
ÁLEX VICENTE / IDEAS / EL PAÍS
El filósofo François Jullien (Embrun, Francia, 1951), especialista en el pensamiento griego y chino, es titular de la cátedra de alteridad en la Fundación Maison des Sciences de l’Homme de París, donde nos recibe en un inmenso vestíbulo acristalado que parece salido de una película de Jacques Tati. Acaba de publicar De vera vita. Pequeño tratado para una vida auténtica (Siruela), donde se interroga sobre un recelo común en estos tiempos: el de vivir una existencia vacía de contenido, enterrada por la rutina, alienada por las fuerzas del mercado y la tecnología, y convertida en simulacro o, peor aún, en una vulgar parodia.
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Pregunta. En el libro dice que esa sospecha es “quizá la más antigua del mundo”. ¿De dónde surge la obsesión por vivir una vida plena frente a una supuesta existencia de segunda?
Respuesta. No sé si hablaría de obsesión, que me parece una palabra un poco dura, pero sí es un tema que aparece muy pronto en la historia del pensamiento. Platón ya habla de ello, aunque para él la vida auténtica sea el más allá, lo que llega tras la muerte. Rimbaud, Proust y Adorno también mencionan el tema, pero no se detienen mucho en él. Yo he querido convertirlo en una herramienta de reflexión existencial y política.
P. Escribió el libro justo antes del confinamiento. ¿Ha intensificado la pandemia nuestra aspiración a esa vida plena?
R. La pandemia ha llevado a confundir la vida y la vitalidad, lo vivo y lo vital. Para mí, solo cuenta lo primero. Me he querido alejar tanto del platonismo como del vitalismo exuberante de Nietzsche. La vida no es solo el vitalismo, va mucho más allá.
P. ¿En qué nos han cambiado los últimos dos años y medio?
R. Asistimos a una imposición de la virtualidad, de la conexión permanente, cuando lo que habría que hacer es volver a despertar el poderío de la vida sin replegarla en lo digital. La pérdida y la ausencia son muy importantes: intensifican todavía más la vida auténtica, la hacen emerger. La comodidad de lo virtual me parece peligrosa.
P. Con las crisis sucesivas y la guerra en Europa, muchos tuvimos la sensación de encontrarnos dentro de una ficción. Escribe que ese sentimiento de simulacro no es nuevo.
R. Así es. El riesgo es que eso conlleve un desencanto, una decepción generalizada, cuando lo que toca ahora es hacer obras en nuestras vidas, reformarlas. En Europa, la filosofía ha evitado hablar de cómo vivir porque no tenía las herramientas para hacerlo. Tradicionalmente esa cuestión se había dejado en manos de la religión. Con el retroceso de lo religioso en nuestras sociedades, ¿quién está asumiendo ese papel? La autoayuda.
P. En el libro es muy crítico con el llamado desarrollo personal, que tilda de pseudofilosofía. ¿Sus autores son charlatanes?
R. Sí. Han creado un mercado de la felicidad, un pensamiento único que nos vende una falsa sabiduría sobre la vida. Me parece deplorable, lo que hacen no equivale en ningún caso al pensamiento. Son neoestoicos o neoepicúreos, en el mejor de los casos, pero sin el rigor que tuvieron los griegos. Para mí, el pensamiento debe resistir al mercado, al comercio. La autoayuda es poco más que un esparadrapo, una tirita.
P. Utiliza términos marxistas como alienación o reificación. ¿Por qué son pertinentes para describir el mundo de hoy?
R. Soy partidario de actualizarlos, describen bien la tendencia al repliegue que describo y la necesidad de resistirse a ella. La diferencia con el siglo XIX es que entonces la alienación tenía un rostro. Ahora ya no lo tiene: está en todas partes, ligada a la ubicuidad del mercado globalizado y la conexión incesante. No se trata de criticar la tecnología, sino de entender qué nuevas formas de alienación ha provocado y hasta qué punto es más difícil combatirlas que en los tiempos de Marx, porque la alienación ya no tiene el aspecto del propietario burgués.
P. ¿Existe una buena forma de vivir y otra mala?
R. Eso creían los griegos, pero por suerte ya hemos superado su ética de la felicidad. Es mejor alejarse de esa dramatización permanente. Yo no creo en la felicidad ni en la desgracia. No me pregunte si soy feliz, me parece una pregunta sin sentido. Tampoco creo en los objetivos que muchos se imponen para dar sentido a sus vidas. Creo, más bien, en tener recursos, en contar con una serie de herramientas para que la vida se vuelva más intensa.
P. En ese aspecto, defiende la utilidad de las emociones, que tampoco han interesado en exceso a la filosofía, al haberlas considerado “una súbita efusión que destrona a la autonomía del sujeto”.
R. La emoción supone una puesta en movimiento, la emergencia de una intensidad que me parece positiva. Hay que aceptar que vivir es una experiencia contradictoria, que tiene lugar en el claroscuro de las pasiones y la confusión de los sentimientos. Entre otras cosas, echo de menos las emociones en política…
P. ¿De verdad? ¿No hay ya demasiadas?
R. Hay mucha irracionalidad en el discurso político, pero no una emoción que te movilice y te estimule. Es un tema delicado, porque las emociones pueden conducir a una manipulación destructora, como sucede en las dictaduras. Pero yo creo que también existe una emoción política fecunda, como la que surgió en los primeros días de la Revolución Francesa, un sentimiento colectivo que hace que nuestras vidas se pongan otra vez en tensión. La desafección por la política que observamos hoy impide una puesta en movimiento, un nuevo despegue.
P. ¿No cree que la pandemia ha sido un ciclo político muy marcado por las emociones?
R. La pandemia pudo haber suscitado esa movilización, pero no lo logró. Por lo menos en Francia, donde los políticos se limitaron a dar subvenciones. Prefería a los italianos cantando ópera en los balcones que a los franceses aplaudiendo a los médicos. Me pareció una emoción simulada. Y eso puede ser bonito e incluso interesante, pero en ningún caso es política; no es una emoción movilizadora que reactive lo político. Perdimos esa oportunidad y me siento decepcionado.
P. Es un firme defensor de la identidad cultural europea. ¿Cree que sobrevivirá a las últimas crisis?
R. La cuestión de nuestra identidad cultural nunca se trata en Bruselas o en Estrasburgo, cuando resulta fundamental. Europa necesita una segunda vida. Debe defender su libertad y su diversidad. Sus idiomas, por ejemplo. Yo soy un gran militante de las lenguas europeas contra el globish [el inglés hablado por los no nativos para entenderse entre ellos]. Hay que apostar por el francés, por el castellano, por el catalán. Y no por chovinismo, sino porque son lenguas de cultura que nos dan recursos para el entendimiento. Estoy plenamente convencido de que el mundo sigue necesitando a Europa.
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Fuente: https://elpais.com/ideas/2022-08-05/francois-jullien-filosofo-hay-mucha-irracionalidad-en-politica-pero-no-una-emocion-que-estimule.html