El profesor Eduardo Infante lanza retos filosóficos en redes sociales. «Filosofar es examinar la vida, es un interrogar la vida para poderla vivir humana y cabalmente».
ALEJANDRA MARTINS / BBC
Apenas dos palabras de una alumna llevaron al profesor Eduardo Infante a cambiar radicalmente cómo enseñaba filosofía.
«Su respuesta me destrozó, no supe qué decirle», le relató a BBC Mundo Infante, quien enseña actualmente filosofía en un instituto en Asturias, España.
El docente español revolucionó sus clases, en las que Twitter se vuelve una versión moderna de los mercados públicos de Atenas en los que debatía Sócrates.
Infante plantea en Twitter sus llamados #filoretos, retos filosóficos para la vida cotidiana abiertos no solo a sus alumnos sino a todo el mundo.
BBC Mundo habló con el profesor sobre su nuevo libro, «Filosofía en la calle», y de por qué es crucial recuperar en estos tiempos de pandemia el ejercicio de la filosofía.
Esta entrevista es parte de la edición digital del Hay Festival Cartagena 2021, que se realiza entre el 28 y el 31 de enero.pl.
En tu libro relatas que las palabras de una alumna te afectaron profundamente. ¿Qué sucedió?
Fue hace unos 20 años, en mi primer año dando clase de filosofía. Acababa de llegar de Perú, donde había estado un año como voluntario en una ONG, y había comenzado a dar clase en un instituto de Sevilla.
Les estaba explicando la metafísica de Aristóteles a un grupo de alumnos de segundo de bachillerato, el año anterior a entrar a la universidad.
Ellos se portaban muy bien, y yo era uno de esos profesores que confundían el respeto con el interés.
Iban anotando todo lo que yo iba explicando en su libreta. Pero había una chica sentada al fondo de la clase, con nada sobre la mesa y su libro guardado en la mochila, que se distraía mirando por la ventana.
Yo seguía dando clase intentando no darle importancia, pero me fui poniendo cada vez más nervioso.
Así que dejé la tiza en la mesa, me acerqué hacia ella, y le pregunté con esa ironía que nos gastamos a veces los profesores y que solo nos hace gracia a nosotros, que qué era eso tan importante que había al otro lado de la ventana y que si sería más interesante que el examen que teníamos la semana que viene.
Entonces fue cuando la chica me respondió con esas dos palabras que me cayeron encima como una bomba de napalm que lo arrasa todo a su paso.
Mi alumna me respondió: «La vida». Y a mí eso me destrozó, no supe que decirle.
¿Qué sentiste en ese momento?
Sentí que sin darme cuenta había convertido mi aula en una caverna.
Estaba tan obsesionado por impartir el programa oficial y prepararlos para la prueba de acceso a la universidad, que había olvidado en qué consistía la filosofía.
Yo me enamoré de la filosofía precisamente con la edad de esa chica, curiosamente cuando mi tutor en el instituto me castigó.
Había pintado «la justicia es una gran mentira» sobre la pared del baño con espray negro, y mi tutor me puso como castigo leer la «Apología de Sócrates» —una obra de Platón que da una versión del discurso que Sócrates pronunció como defensa, ante los tribunales atenienses, en el juicio en el que se le acusó de corromper a la juventud y no creer en los dioses de la polis—, y me alucinó.
La figura de Sócrates y la historia de su juicio y de su muerte me marcaron, y esas dos palabras que dijo mi alumna me hicieron volver hacia atrás y darme cuenta de que había hecho algo tremendo, que era desconectar la filosofía de la vida.
Porque Sócrates avisaba una y otra vez que filosofar es examinar la vida, cuestionarla, interrogarla, precisamente para poderla vivir humana y cabalmente.
Entonces, el hecho de que la vida quedase al otro lado de mi aula a mí me mató.
¿Qué hiciste entonces?
Terminé la clase como pude y estuve todo el día pensando en las dos palabras que me había dicho mi alumna.
Al día siguiente volví a aparecer en clase, y lo que hice fue borrar la pizarra, cerrar los libros e invitar a mis alumnos a salir a la calle.
Fuimos a un pequeño parque que había al lado del instituto, haciendo filosofía a lo aristotélico, dando paseos.
Nos sentamos debajo de un árbol, y ese día la clase me la dieron ellos a mí, porque por primera vez era yo el que cerraba la boca, el que escuchaba.
Simplemente les pregunté cuáles eran los problemas que a ellos les inquietaban, y fui tomando nota en mi libreta de lo que me fueron diciendo.
¿Qué temas preocupaban a tus alumnos?
Los temas son los capítulos que salen en el libro: cómo afrontar una ruptura sentimental, cómo superar la muerte de un ser querido, la muerte, el sentido de la vida, la agresividad y la violencia, el aborto, el tema de Dios, de la justicia..
Lo que hice fue «darle la vuelta a la tortilla», dejar que la vida inundase mi aula, y traer a los grandes filósofos de la historia.
Yo les decía a los chicos: «Esas preguntas que vosotros hacéis y que todos nos hacemos son preguntas que han abordado hombres y mujeres a lo largo de la historia. Quizás sus respuestas puedan dar algo de luz, o quizás no, pero en el fondo os toca a vosotros elegir».
La filosofía es más un amor a la pregunta que un amor a la respuesta. La filosofía no es dogma, en la filosofía no hay púlpitos.
Antes de pasar a algunos de los problemas que debates con tus alumnos, háblanos de la figura de Sócrates.
Yo creo que Sócrates fundamentalmente era un ciudadano, quizás como dice Platón el más justo y bueno de todos los ciudadanos de Atenas.
Estamos faltos de modelos de ciudadanía, por eso quiero recuperar la figura de Sócrates en nuestro mundo.
Necesitamos entender que ser ciudadano no es votar cada cuatro años, o delegar nuestras responsabilidades políticas en unos profesionales.
¿Qué es ser ciudadano?
Ser ciudadano es preocuparse del bien común y participar en su construcción.
Hay que encontrar cuál es y separarlo de los intereses de la mayoría, que es algo diferente.
Hay dos formas de entender la filosofía, creo yo.
Tenemos el modelo de Descartes —contra quien no tengo nada—, que no me gusta mucho. Se encierra en una habitación separado del mundo: «Yo no necesito a nadie, solo voy a encontrar la verdad».
Y luego está la postura socrática, que me parece más acertada: «Necesito a los demás para encontrar qué es lo justo, qué es lo bueno, qué es el bien común».
Y ser ciudadano exige efectivamente desarrollar una serie de capacidades que no son naturales. Nadie nace con la capacidad de debatir, de dialogar, de consensuar, de discernir y de juzgar. Es algo que se aprende y que se necesita practicar.
En la antigua Atenas los gimnasios eran los lugares de crecimiento y de formación, donde los ciudadanos se reunían para cultivar su cuerpo, porque era muy importante estar sano, pero también para ejercitar el espíritu mediante la práctica de la filosofía.
La filosofía era eso: debatir, dialogar, enfrentar los argumentos y tu posición a los demás.
Era pedir a los demás razones de por qué pensaban como pensaban, dejar que los demás nos preguntasen por qué pensábamos como pensábamos.
Es algo muy importante a recuperar, porque es un ejercicio de empatía.
Más ahora con sociedades tan divididas…
Por eso hablo de la importancia de recuperar la practica filosófica en la cotidianeidad.
Cuando entras en el diálogo filosófico, lo haces queriendo entender cuáles son las razones que esgrime la persona que opina de manera diferente, entendiendo que la persona que opina de manera diferente a mí es mi colaborador.
La sociedad hoy en día está polarizada y enfrentada, y entendemos que una persona que opina de manera diferente a mí es mi enemigo al que hay que combatir.
Y encima nuestra sociedad está profundamente infantilizada, y utilizamos una lógica que me parece perversa y que se nota mucho sobre todo en las redes sociales.
En ellas nos movemos con un principio lógico absurdo: que algo es bueno o justo simplemente porque me gusta, y algo es malo o perverso porque me ofende.
Esto es dejar que las emociones, las más básicas además, ocupen el lugar que tienen que ocupar las ideas, renunciar al juicio ético, racional.
Explícanos más a qué te refieres al decir que la sociedad actual está infantilizada.
El adulto se comporta cada vez más de manera totalmente impulsiva.
Vivimos en una sociedad en la que nos hemos acostumbrado e incluso nos parece bueno satisfacer el deseo cuanto antes mejor.
Lo que nos vende realmente Amazon es tener lo que deseamos ya. Es una actitud totalmente infantil.
Decía Aristóteles que lo que nos hace humanos, lo que nos dignifica, es la capacidad de reflexión.
Es decir, la capacidad que tenemos a diferencia del animal de parar el impulso, de pararnos a pensar y hacernos una pregunta: ¿esto que quiero hacer es lo mejor que puedo hacer?
Volviendo a tus clases, ¿podrías darnos un ejemplo de cómo debates con tus alumnos?
En el primer capítulo del libro lo que planteo es el valor moral de la mentira.
En un principio, si a cualquiera le preguntaras si está bien mentir, rápidamente diría que no.
Pero te pongo un caso que nos podría pasar a cualquiera de nosotros: imagínate que en verano vas de vacaciones a tu pueblo, una noche el alcohol te corre por las venas y te terminas liando con una persona a la que no vuelves a ver el resto de tu vida.
Al día siguiente por la mañana recibes un mensaje de tu pareja y surge una pregunta: ¿qué es lo correcto, lo justo, confesar o callar?
Ahí planteo dos alternativas. Y en ese momento Kant toma la palabra.
Kant sueña con una utopía moral, con el mejor de los mundos posibles, y dice que en ese mundo no cabe la mentira bajo ningún concepto.
Parece que nos tiene convencidos cuando aparece Jeremy Bentham y nos dice que nuestro deber es justo el contrario, que la máxima moral que debería seguir nuestra conducta es algo tan simple como no hacer daño.
Y si evalúas las consecuencias de tu acción, te das cuenta que confesando lo único que vas a hacer es causar daño a todo el mundo.
¿Qué es lo correcto, confesar y decir que te liaste con otra persona una noche, o callar para no hacer daño a tu pareja?
Y la idea es siempre un amor a la pregunta, no hay resolución.
No hay resolución, ahí esta la clave.
Cuando ya han visto la respuesta de Kant, les planteo el famoso contraejemplo del asesino en la puerta.
Imagínate que estás en tu casa, tocan la puerta y es un amigo tuyo que dice que por favor que lo ocultes porque hay un asesino que lo está persiguiendo.
Vuelven a llamar a la puerta, y en este caso es el asesino que nos pregunta: «¿Está ahí la persona a la que quiero matar?».
Si seguimos a rajatabla el criterio de Kant, lo que tenemos que hacer es no mentir.
Pero el sentido común parece que nos dice que el imperativo categórico de Kant es una auténtica atrocidad.
En el caso de Jeremy Bentham también pongo otro contraejemplo.
Cuando intento convencer al lector que ya está claro, que tenemos que intentar hacer el menor daño posible, le planteo el famoso dilema del tranvía desbocado, de la filósofa norteamericana Philipa Foot, aunque también existe otra versión de la también filósofa Judith Jarvis Thompson.
¿En qué consiste el dilema?
Un tranvía desbocado va a chocar contra cinco trabajadores que están en una vía.
Lo único que puedes hacer es tirar de una palanca para que vaya a la vía de al lado, en la que hay un solo trabajador.
La mayoría de la gente piensa que debemos evitar el mayor mal posible, que es preferible que muera uno a que mueran cinco, y la mayoría elige tirar de la palanca.
Pero Judith Jarvis Thompson va mas allá y nos dice: «Imagínate ahora que el tranvía está desbocado, va a impactar contra cinco trabajadores y tú te encuentras en lo alto de un paso a desnivel y al lado tuyo hay un señor corpulento. La única manera de detener el tren es empujar al señor para que detenga el tren».
Si seguimos el criterio anterior, salvar el mayor número de vidas posibles, lo que tendríamos que hacer sería empujar al señor corpulento.
Y ahí los alumnos te dicen: «Pero no es lo mismo empujar que tirar de una palanca».
«Vale», les digo. «Si tienes ese escrúpulo moral, no te preocupes».
«El señor corpulento va a estar al lado de una trampilla junto a una palanca, y lo que tienes que hacer es tirar de ella, para que se abra la trampilla y el señor caiga. ¿Qué es lo correcto?».
A través de estas historias trato de demostrar que entender qué es lo bueno, lo justo, hacer el bien, es complicado.
Es difícil y exige una continua reflexión, un continuo diálogo en el que necesitamos de la ayuda de los demás.
¿Es una habilidad que se cultiva?
Sin duda, por eso me gustaría que recuperásemos esa habilidad, ese ejercicio.
Yo digo que la filosofía es el ejercicio del ciudadano,e igual que hay que hacer ejercicio para mantener la salud del cuerpo, tenemos que hacer continuas prácticas para mantener la salud del alma.
Los problemas que te he planteado nos pueden parecer muy raros.
Pueden decirme, «yo nunca voy a estar en un tranvía», pero circuló hace meses un video que es lo mismo que lo que te acabo de plantear.
En un momento en el que las Unidades de Cuidados Intensivos (UCI) estaban a rebosar, el jefe del equipo médico de un hospital de Madrid les decía literalmente a sus doctores: «No tenemos respiradores para todos los pacientes. Hay que decidir quién vive y quién muere».
El criterio que proponía, y yo estoy totalmente en contra, era la esperanza de vida: salvaremos a aquellos que tengan mayor esperanza de vida.
Es, por cierto, lo que se ha hecho en España literalmente: dejar morir a los mayores. Si entra un señor con 85 y un señor con 35 y sano, le pondré el respirador al de 35.
Pero la vida humana tiene valor. La vida humana, lo decía Kant, es precisamente aquello que es digno.
Es decir, lo digno es aquello a lo que no se puede poner ningún tipo de precio.
Y yo podría decir: «¿Quién ha aportado más a la sociedad? ¿Quién ha estado más años de su vida aportando impuestos para pagar este hospital, el de 35 o el de 85? ¿Quién se merece ese respirador?».
Por eso se me ocurrió dejar los capítulos abiertos, para seguir debatiendo, sin dar UNA respuesta. Se dan respuestas.
Al final pongo un código QR para que el lector pase el celular por la página y vaya directamente a un hilo de Twitter en el que puede dialogar con otros y también conmigo.
Decías que otro tema que inquieta a tus alumnos es el de la pérdida de un ser querido. ¿Cómo puede ayudar en este caso la filosofía?
En el libro cuento una historia bonita que me pasó.
Estaba dando clase ya en Asturias, en un colegio, y tenía un alumno al que quería mucho.
Su madre estaba en el hospital enferma de cáncer, y el padre me llamó para decir que ya se estaba muriendo y que avisase al chico para que saliera de clase, y que intentase tranquilizárselo hasta que llegase a recogerlo con el coche.
Fue un shock para mí.
Lo que hice fue subir a mi despacho y sacar un viejo libro de un filósofo estoico que nos enseña precisamente a soportar el dolor, porque también supo lo que es sufrir.
Cogí el «Manual de Epicteto», llevé a mi alumno a mi despacho y le dije que su madre se estaba muriendo, que tenía que ir a despedirse de ella.
Le entregué el libro, le dije que a mí me ayudó mucho cuando tuve que enfrentar la muerte de mi padre y que, bueno, lo quería mucho.
Años después este chico volvió, ya hecho un hombre, a devolverme el libro y me pidió disculpas porque estaba lleno de anotaciones y subrayados.
«Me encanta, pues cada vez que lo lea a partir de ahora es como leerlo contigo», le contesté.
Le pregunté si le había ayudado, y me dijo: «No solo me ayudó, sino que me ha convertido en el médico que soy hoy». Es oncólogo.
En el caso de la muerte de un ser querido, ¿cuáles son los argumentos que debates con tus alumnos?
Hay varios ejercicios que practicaban los estoicos.
Lo primero es prepararse. Nuestros seres queridos son seres vivos, vulnerables y por tanto contingentes. Así que la muerte está presente, aquello que se nos ha dado se nos ha dado durante un tiempo.
Los estoicos reflexionaban mucho acerca de la realidad, y ahí está el problema. Nosotros vivimos, como decía antes, en un mundo que está infantilizado, en que nos gustaría tener unos deseos ficticios, y enfrentar nuestro deseo a la realidad nos puede ayudar a no sufrir.
La segunda idea de Epicteto es que podemos gobernar nuestros pensamientos y ver las cosas de diferentes puntos de vista.
Puedo pensar que la vida me ha arrebatado a mi padre, pero también que la vida me ha dado 20 años, que son muchos años, junto a él. Se trata de cambiar la perspectiva.
También Epicteto habla de ser realista, de entender la verdad de las cosas.
Cuando mi padre murió, a mi hermano menor, como era pequeño, para no enfrentarlo a la muerte lo apartaron. «Que no lo vea».
Y eso es lo que estamos haciendo hoy, apartar la muerte de nuestras vidas. La gente muere sola, muere apartada, no sabemos qué es eso de morir.
Esto es algo que también forma parte de la infantilización de nuestra sociedad.
¿Cómo surgió la idea de lanzar a tus alumnos «filorretos» o retos de filosofía en twitter?
Andaba un día paseando por la calle con mi compañero de física, porque en nuestro instituto no tenemos patio, y los alumnos estaban en pequeños grupos con sus celulares.
Mi compañero me dijo: «Esta generación es una generación de niños autistas, que están ahí en el momento del recreo y no dialogan, no interactúan».
«Yo creo que te equivocas», le contesté. «Creo que sí que se están comunicando, pero lo hacen a través de una pantalla».
¿Por qué no le doy la vuelta a la tortilla y les meto la clase de filosofía en su mundo, en sus pantallas?, me pregunté entonces.
Me pareció muy interesante Twitter porque la filosofía usa mucho el aforismo y esa red social te obliga a condensar un pensamiento en pocos caracteres.
Empecé así, y se fue metiendo gente que no conocía y me preguntaba si podía participar. Claro, todos podemos aprender de todos, les contestaba.
La cosa fue creciendo y creciendo, y ahora mismo es todo un éxito.
Para terminar, una invitación a los lectores para incorporar la filosofía en sus vidas, para ejercitar esas herramientas.
En el Día Mundial de la Filosofía escribí un artículo en el que decía que lo que estamos viviendo con la pandemia es un momento de crisis.
La palabra crisis viene del griego y significa ruptura: se rompe un viejo mundo, y parece que comienza uno nuevo.
Lo se está produciendo es que nuestras certezas están metamorfoseándose en preguntas. Nos preguntamos cosas como «¿cuándo volveré a ver a mis seres queridos?».
A veces nos llamaban a los filósofos y se nos preguntaba por certezas, pero decía: «Yo estoy igual que tú de acojonado, no soy un ser especial».
Pero la filosofía sí que nos puede enseñar a vivir con la incertidumbre como compañera de viaje. El filósofo entiende que la duda forma parte de la existencia humana. Era una ilusión la certeza.
Yo a veces les digo a mis alumnos: «Chicos, esto no lo sé». Y eso, lo decía Sócrates, es una respuesta intelectualmente muy honesta. Tenemos que aceptar nuestra vulnerabilidad.
Cuando decías que la filosofía nos puede ayudar a vivir con la duda, ¿cómo puede hacerlo?
Podemos empezar entendiendo que los problemas complejos exigen soluciones complejas, evitar caer precisamente en las soluciones simples.
Es preferible decir un no lo sé a decir por ejemplos «cinco cómodos pasos para…». No hay cinco cómodos pasos, no existe, si no todos seríamos felices.
Tenemos problemas políticos muy complejos que exigen soluciones complejas, y la filosofía precisamente a través de la pregunta cuestiona el populismo y las soluciones fáciles.
Este artículo es parte de la versión digital del Hay Festival Cartagena, un encuentro de escritores y pensadores que se realiza en esa ciudad colombianadel 22 al 31 de enero de 2021.
Fuente: https://www.bbc.com/mundo/noticias-55664858