Según buena parte del feminismo imperante, el hombre actual es culpable de la toxicidad del varón del pasado: ¿debemos replantear la masculinidad o eso es aplicar un estereotipo como el que el feminismo combate?
REBECA ARGUDO / LA RAZÓN
Cantaba Siniestro Total, allá por el 95, aquello de «España bebe, España se droga. ¿A dónde va, señor, la juventud española?» y hoy podríamos revisitar aquella letra preguntándonos a dónde va el hombre, hacia dónde se dirige. O, más concretamente, hacia dónde se le está empujando a transitar, qué se espera de él. El feminismo de ya ni se sabe qué ola, el desnortado y esquizoide, ese capaz de sostener que no sabe lo que es ser mujer y al mismo tiempo que cualquiera puede serlo si así lo siente, el del activismo constante y micromachismos por todas partes, adanista y revanchista, les exige hoy reinventarse para purgar los males de hombres pretéritos a los que ni siquiera conocieron. Para enmendar siglos de heteropatriarcado (ese hombre de paja que lo mismo sirve para un roto que para un descosido) y empedrar con su penitencia el camino de la nueva era. Que será feminista o no será.
El hombre, desde esa perspectiva moradísima, lo ha sido hasta ahora mal. Sobre todo si, además, es blanco y heterosexual (opresor indiscutible). Otras formas de ser hombre son posibles y necesarias para crear y vivir una sociedad mejor. No lo digo yo, lo dicen los que quieren acabar con la masculinidad tradicional, signifique eso lo que signifique. Porque para los que no creemos en ese discurso que sitúa a todos los hombres en un perfil abusador, opresor y violador (la hipérbole tampoco es mía) nos resulta difícil identificar cuál es entonces esa masculinidad tradicional de la que huir y a la que condenar. Como en alguna ocasión ha señalado Cuca Casado, coautora del libro «Desmontando el feminismo hegemónico», «la masculinidad no es tóxica, no hay que deconstruirla, pues ni todos los rasgos masculinos lo son inherentemente ni todos los etiquetados como tóxicos son siempre problemáticos». Pero supongamos que existe, efectivamente, esa masculinidad dañina, general y normativa, y que urge su revisión para lograr con ello, como anunciaba Ada Colau en la presentación de su Centro de Nuevas Masculinidades, «una ciudad más justa y equitativa para todos». ¿Cuál sería la masculinidad deseable? ¿En qué consistiría?
El hombre blandengue
Si hacemos caso a la reciente campaña del Ministerio de Igualdad llamada «El hombre blandengue», el hombre nuevo llora, hace la cama, sirve agua, compra, atiende niños, invierte el orden de los apellidos en el buzón, cuida a sus mayores… Cada día, nos dicen, son más los hombres blandengues que construyen una masculinidad más sana, más fuerte. Pero si esa es la masculinidad a la que se aspira, no dista mucho de la que nosotros, los hombres y mujeres contemporáneos occidentales, conocemos y hemos conocido. Quizá la clave esté en las declaraciones de El Fary, ya fallecido, que acompañan al vídeo y que son palabras fuera de contexto de un señor en el año 1937 y que en el momento de hacerlas tenía casi cincuenta. Es decir, que la idea de masculinidad incorrecta para este feminismo hegemónico parece ser la que ya a finales del siglo pasado se percibía como obsoleta y rancia y que la propia sociedad se ha encargado de ir relegando a un espacio residual. Y la ideal sería, por lo tanto, un modo femenino que trataría de imponer en la sociedad una idea de virtud basada, paradójicamente, en los roles de género que dice combatir. O, dicho de otro modo, demonizar lo masculino idealizando un virtuosismo de lo femenino como modo de dirigir el mundo. El gran fallo sería que la lógica aplicada es la misma que se percibe como negativa (una lógica de poder que requiere de ganadores y de perdedores) y una respuesta reaccionaria provocada por un supuesto dolor histórico. ¿Qué podría salir mal?
Socializar la culpa
En una reciente columna de opinión, detectaba el periodista Jorge Bustos el problema de aplicar esta fórmula: «(…) hoy apreciamos un daño ostensible en la siguiente generación masculina. Lo delatan fenómenos tan varios como el auge de las bandas, el récord europeo de ninis o la abrumadora prevalencia del varón suicida». Y añadía: «He aquí el reverso tenebroso de la ola morada al que nadie se asoma. Culpar a los chavales contemporáneos de los siglos patriarcales, como hace el feminismo ‘’tricoteuse’’ y sus calculadores aliados, ensanchará la brecha macho que machacará a ambos sexos. La crisis de la masculinidad solo pueden celebrarla esas mentes fanáticas de la Cofradía de la Suma Cero que aún creen que el empoderamiento se nutre del desempoderamiento ajeno. Incapaces de anticipar la revancha que engendra la revancha».
Noticias relacionadas
- El hombre blandengue o por qué nos abochorna Irene Montero
- Un año sin el duque de Edimburgo, el hombre que estuvo al lado de Isabel II más de siete décadas
De manera similar se preguntaba en estas páginas Casado sobre la identidad masculina. «¿Corre peligro?», decía, «¿alguien reflexiona sobre la fragilidad del hombre?». «Hacia donde nos debemos dirigir», apunta Cristian Mejías, investigador interdisciplinar de género y colaborador de la Fundación para el Avance de las libertades, «es hacia una neutralización de las diferencias de género para que cada individuo pueda decidir libremente qué quiere hacer con su vida independientemente de cuál sea su sexo biológico. Ahora bien, y en base a esta pluralidad de expresiones de género, no podemos medir con la misma vara a todos los hombres. Esta socialización de la culpa sólo puede llevar a reproducir ese esquema sexista que se intenta superar». «Si lo que se busca realmente es resolver las problemáticas en torno al género», apunta Casado, «no deberían perderse de vista ni ignorar las cuestiones que afectan a los hombres mucho más que ningún otro grupo poblacional».
Y es que lo que señala Casado es lo que apuntaba Bustos: violencias, suicidios, abandono escolar… Hay problemas que afectan especialmente a la población masculina y que tienen una incidencia especial en los más jóvenes. No contemplarlos porque el varón es culpable, lo que convierte automáticamente a la mujer en víctima, es injusto tanto para unos como para las otras. Quizá haríamos bien en reenfocar los llamados estudios de género y que realmente lo fueran, y no solo de uno de ellos como lo está siendo hasta la fecha. ¿Es la fórmula reeducar al hombre para que adopte roles que atribuimos tradicionalmente a la mujer? ¿No implicaría eso que la mujer adopte otros que denostamos en el hombre? ¿Tendría algún sentido invertir las tornas para volver al punto de partida solo que con los elementos intercambiados? Y de ser así… ¿Es positivo que incurra este feminismo en contradicciones como la de reclamar que el hombre se involucre en la crianza pero al mismo tiempo se opone a la custodia compartida por defecto? No parece la mejor de las ideas oponerse a los estereotipos de género al mismo tiempo que se reproducen.
En definitiva… ¿Necesita el hombre replantearse su masculinidad o es, por el contrario, el feminismo hegemónico el que debería replantearse tanto sus reivindicaciones como los efectos que está causando su insistencia? Porque poner el foco únicamente en el papel del hombre persistiendo en el relato de que es verdugo, es insistir en que el único rol posible para la mujer es el de víctima. Y esto, ni se ajusta a la realidad, ni en ninguno de los casos resulta liberador para la mujer. El victimismo no es empoderante sino tutelador. Y si se reclama tutela para la mujer solo queda un sexo que pueda ocupar el papel de tutor. No suena demasiado feminista.
Fuente: https://www.larazon.es/cultura/20221016/wl6a63ectjelfod35n2gmsgshi.html