A lo largo del siglo XVI se vendieron en Sevilla decenas de indígenas traídos desde América y algunos dueños los herraron para asegurar la inversión
ESTEBAN MIRA CABALLOS / IDEAS
Existieron dos grandes mercados donde se vendieron indígenas, Sevilla y Lisboa, lo cual tenía su lógica ya que, desde finales del siglo XV, eran los dos grandes centros esclavistas peninsulares. Sevilla tuvo la primacía absoluta porque ostentó durante más de dos siglos el monopolio del comercio colonial, convirtiéndose en “puerto y puerta de las Indias”. Por tanto, era natural, como puerto de arribada de los navíos del Nuevo Mundo, que llegasen allí la mayor parte de ellos. De hecho, en la década de los cuarenta debió de haber en esta capital en torno a dos centenares de indígenas, la mayoría cautivos. Además, a la capital hispalense llegaban mercaderes lusos, por vía marítima o terrestre, a través de Portugal, para vender esclavos de color, pero también una cantidad significativa de indígenas de Brasil y de las Indias Orientales. En el siglo XVI está documentada en Sevilla la venta de 67 esclavos de las colonias portuguesas, de los que al menos siete eran originarios del Brasil.
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Años después, y más exactamente a partir de la década de los treinta, la legislación contra su trata se tornó tan severa que el mercado de esclavos indígenas se desplazó a la capital del vecino reino portugués, en concreto a Lisboa. (…) El envío de brasileños a Portugal se mantuvo al menos hasta 1690, cuando se consultó a la Corona sobre el destino de cinco naturales originarios de Pernambuco que habían sido remitidos. Sin embargo, el primer esclavo brasileño vendido en Sevilla fue en 1509 y el último documentado en 1570, por lo que es probable que su tráfico se redujese considerablemente, aunque siguieron llegando, sobre todo procedentes de las Indias Orientales. (…)
Había, incluso, pequeños traficantes en muchas localidades españolas que se dedicaban a comprarlos en la capital portuguesa para luego venderlos en distintas ciudades españolas. Este era el caso de Alonso Sánchez Carretero, vecino de la ciudad de Baeza, que acudió a Lisboa para adquirir una quincena de indígenas, pues tenía por oficio “comprar y vender esclavos”. Así, incluso en el mercado de Valencia se vendió, ya en 1509, a un brasileño, mientras que a fines de 1516 llegaron para su venta otros 85, todos ellos procedentes de la colonia portuguesa.
Algunos llegaron ya herrados, como era el caso de Juan de Oliveros y Beatriz, propiedad de María Ochoa, que, además, lo alegó como prueba evidente de su situación servil. Y a los que arribaban sin marca, trataban de herrarlos en la propia Península por el mismo motivo: porque era la mejor forma de dar legalidad a su situación. De hecho, en casi todos los juicios se alegaba la marca con el hierro real como prueba irrefutable de su condición de cautivo. Así, en el proceso por la libertad de una nativa, propiedad de un tal Cosme de Mandujana, los testigos alegaron que tan solo el hecho de estar marcada con el hierro de su majestad “basta por título, porque así se había usado y acostumbrado después que esas partes se descubrieron”.
Son innumerables los casos que conocemos de aborígenes que llegaron a España sin marca de esclavitud y que fueron herrados con posterioridad. Esto le ocurrió a Catalina Hernández, hija de Beatriz, cuyo dueño, Juan Cansino, era regidor de la villa de Carmona y pertenecía a una de las familias llegadas al lugar tras su ocupación por los cristianos y, por tanto, de las más influyentes de la localidad. Catalina declaró haber sido herrada en la cara, “para poderla vender, porque nadie la quería comprar”. Y dada la influencia de Juan Cansino, simplemente se lo ordenó a “uno que vive junto a la carnicería” para que la marcase como esclava. Tras varios años de pleitos en los tribunales y dos sentencias en contra, en 1574, el Consejo de Indias liberó tanto a Catalina como a sus hermanos y a su hija de diez años. Eso sí, era demasiado tarde para su madre, Beatriz, que había fallecido sin disfrutar de las mieses de la libertad.
Asimismo, el capitán Martín de Prado herró a Pedro en la cara con una C porque supo que pretendía solicitar su ahorría. Incluso conocemos el incidente de otro indígena que intentaba escapar de la injusta servidumbre que le quería imponer su dueña, doña Inés Carrillo. Cuando esta supo que quería reclamar su libertad, lo marcó en la cara y, no contenta con eso, le colocó “una argolla de hierro al pescuezo esculpida en ella unas letras que dicen esclavo de Inés Carrillo, vecina de Sevilla, a la Cestería”. Esta característica argolla, que era relativamente frecuente entre los esclavos de color, también la portaba otro aborigen, llamado Francisco, pues se la mandó colocar Juan de Ontiveros cuando lo adquirió. Aun así, esta opción no era la más dramática: sabemos que un aborigen que Gerónimo Delcia vendió en Sevilla a Diego Hernández Farfán tenía una marca en la cara en la que se podía leer: esclavo de Juan Romero, 7 de diciembre de 1554. Parece plausible la hipótesis que se ha planteado recientemente en torno a una mayor incidencia del herraje entre los esclavos varones originarios de las Indias y de los berberiscos por una mayor probabilidad de fuga, dado que el color de la piel no delataba su origen servil. Conocemos algunos casos de fuga de indígenas en la península Ibérica. Por poner un solo ejemplo, el 22 de diciembre de 1530, Francisco de Cazalla, canónigo de la iglesia de la ciudad de Santo Domingo, estante en Sevilla dio poder a Francisco Hernández para que buscara y encontrase a su indígena fugado, en Lebrija o en otras partes.
Para una más eficaz localización, le dio la descripción detallada del mismo: “Se llamaba Francisco, tenía quince años, vestía sayo negro y estaba herrado en la cara con un hierro del rey en el carrillo y debajo del beço unas letras que dicen del canónigo Cazalla”. Estas marcas en el rostro, selladas a fuego, se aplicaban con bastante frecuencia a los esclavos en la España de la época. Dado que desde muy pronto se limitó la esclavitud indígena, los dueños, que en muchos casos habían comprado legalmente a sus esclavos, buscaban asegurar su inversión herrándolos. Ante esta situación, la Corona prohibió tal práctica por una disposición del 13 de enero de 1532, bajo condena de que “el que lo haga, lo pierda”. Dos años después, ante la reiterada violación de esta disposición, el emperador manifestó su malestar en un escrito dirigido a los oficiales de la Casa de la Contratación de Sevilla, en el que decía textualmente: “Por parte de Juan de Cárdenas me ha sido hecha relación en este Consejo que, en Sevilla, hay muchos indios naturales de la Nueva España y de otras partes de las Indias, los cuales, siendo libres, los tienen por cautivos y siervos. Que no se vendan ni hierren porque sabemos que los que los traen los hierran en el rostro o les echan argollas de hierro a la garganta, con letras de sus propios nombres, en que dicen ser sus esclavos”.
Nuevamente volvemos a comprobar el profundo distanciamiento entre la teoría y la praxis, no solo en América, donde se decía que la ley se acataba, pero no se cumplía, sino también en la propia España. Bien es cierto que a la larga esta medida fue un paso más en el proceso por acabar con la trata de indígenas.
Esteban Mira Caballos (Carmona, Sevilla, 1966) es historiador, experto en el descubrimiento de América. Este extracto es un adelanto de su nuevo libro, El descubrimiento de Europa. Indígenas y mestizos en el viejo mundo, de editorial Crítica, que se publica el próximo 14 de junio.
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