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Esa fuerza inexplicable y transformadora. La música, según Barenboim | Ideas

Los instrumentos producen mucho más que sonidos bellos, afirma el reconocido director de orquesta. Ofrecen herramientas formidables con las que podemos aprender sobre el ser humano

‘El sentido del oído’, de Philippe Mercier, pintado entre 1744 y 1747, del Yale Center for British Art, perteneciente a la Paul Mellon CollectionART IMAGES ( GETTY IMAGES)

DANIEL BAREINBOM / IDEAS

Creo firmemente que es imposible hablar sobre música. Se han propuesto muchas definiciones de la música que, en realidad, se limitan a describir una reacción subjetiva ante ella. A mi juicio, la única definición precisa y objetiva de verdad es la de Ferruccio Busoni, el gran pianista y compositor italiano, quien dijo que la música es aire sonoro. Se trata de una definición que lo dice todo y que, al mismo tiempo, no dice nada. Por otra parte, Schopenhauer veía en la música una idea del mundo. En la música, como en la vida, en realidad sólo es posible hablar sobre nuestras propias reacciones y percepciones. Si intento hablar sobre música, es porque lo imposible me ha atraído siempre más que lo difícil. Si esta empresa tiene algún sentido, intentar lo imposible es, por definición, una aventura, y me brinda una sensación de actividad que encuentro atractiva en grado sumo. Además, tiene la ventaja de que el fracaso no sólo se tolera, sino que es lo esperado. Por lo tanto, intentaré lo imposible y procuraré establecer algunas conexiones entre el contenido inexpresable de la música y el contenido inexpresable de la vida.

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¿Acaso no es la música, al fin y al cabo, una mera colección de sonidos bellos? En un tratado muy adelantado a su tiempo en múltiples sentidos, Pensamientos sobre la educación, publicado en 1692, John Locke escribió: “Se cree que la música tiene ciertas afinidades con la danza, y mucha gente concede un gran valor a tocar bien algunos instrumentos. Sin embargo, alcanzar al menos un dominio moderado de su ejecución exige a los jóvenes derrochar tanto tiempo, y a menudo los obliga a frecuentar tan extrañas compañías, que muchos piensan que lo mejor sería librarlos de esa tarea. Y tan pocas veces he oído que entre los hombres de talento y de negocios a alguno se lo alabara o se lo estimase por su excelencia musical, que entre todas las cosas que cabe citar en una lista de logros me parece que ésta debería ocupar el último lugar.”

En la actualidad, la música todavía suele ocupar el último lugar en nuestros pensamientos sobre la educación. ¿Es de verdad la música algo más que una cosa muy agradable o emocionante de oír y que, por su poder y elocuencia, nos ofrece herramientas formidables con las que podemos olvidar nuestra existencia y los quehaceres de la vida cotidiana? Por supuesto, a millones de personas les gusta llegar a casa tras un largo día de trabajo, poner algo de música y olvidarse de los problemas que han tenido que afrontar a lo largo de la jornada. Sin embargo, sostengo que la música nos brinda una herramienta mucho más valiosa, con la que podemos aprender cosas sobre nosotros mismos, sobre nuestra sociedad, sobre la política: en resumen, sobre el ser humano.

Casi dos mil años antes que John Locke, Aristóteles tenía una concepción mucho más elevada de la música, a la que consideraba una contribución valiosa para la educación de los jóvenes: “Pues nos dedicamos a la música no sólo para aliviar la carga del pasado, sino también a modo de entretenimiento. ¿Y quién puede decir si, al tener este uso, no ha de tener también otro más noble? […] El ritmo y la melodía proporcionan imitaciones de la cólera y la bondad, y también del valor y la prudencia, y de todas las cualidades contrarias a ellas, y de otras cualidades de carácter que no difieren tanto de los afectos auténticos, como sabemos por nuestra propia experiencia, pues al escuchar tales sonidos nuestra alma experimenta un cambio […] Ya se ha dicho suficiente para mostrar que la música tiene el poder de formar el carácter y que, por lo tanto, ha de introducirse en la educación de la juventud”.

Examinemos en primer lugar el fenómeno físico que nos permite experimentar una obra musical, a saber, el sonido. Aquí encontramos una de las mayores dificultades a la hora de definir la música: la música se expresa a través del sonido, pero el sonido no es en sí mismo música, sino tan sólo el medio por el que se transmite el mensaje o el contenido de la música. Cuando describimos el sonido, a menudo lo hacemos en términos de color: hablamos de un color brillante u oscuro. Se trata de una apreciación muy subjetiva; lo que para uno es oscuro resulta brillante para otro, y viceversa. Sin embargo, el sonido tiene otros elementos que no son subjetivos. Constituye una realidad física que puede y debe observarse de modo objetivo. Al hacerlo, advertimos que desaparece al detenerse; es efímero. No es un objeto, como una silla, que podamos dejar en una habitación vacía y con el que nos encontramos al volver a ella, tal como la dejamos. El sonido no permanece en el mundo: se desvanece en el silencio.

El sonido no es independiente: no existe por sí mismo, sino que tiene una relación permanente, continua e inevitable con el silencio. En este sentido, la primera nota no es el comienzo, sino que surge del silencio que la precede. Si el sonido guarda una relación con el silencio, ¿de qué clase es dicha relación? ¿Domina el sonido al silencio, o viceversa? Tras una cuidadosa observación, advertimos que la relación entre sonido y silencio es el equivalente a la relación entre un objeto físico y la fuerza de la gravedad. Un objeto que se eleva desde el suelo precisa cierta cantidad de energía para mantenerse a la altura a la que ha ascendido. Si no le proporcionamos energía suplementaria, el objeto caerá al suelo, en virtud de las leyes de la gravedad. De modo muy parecido, si no prolongamos el sonido, cae en el silencio. El músico que produce un sonido lo trae literalmente al mundo físico. Asimismo, si no proporciona energía suplementaria, el sonido muere. Ésa es la esperanza de vida de una sola nota: es finita. La terminología no puede ser más elocuente: la nota muere. Y tal vez aquí tengamos la primera indicación clara del contenido de la música: la desaparición del sonido por su transformación en silencio es la manifestación de su ser limitado en el tiempo.

Algunos instrumentos, en particular los de percusión, incluido el piano, producen sonidos de los que decimos que tienen una duración predeterminada; en otras palabras, después de producirse el sonido, éste empieza a decaer de inmediato. En el caso de otros, como los de cuerda, hay formas de sostener el sonido durante más tiempo: por ejemplo, cambiando la dirección del arco de manera que dicho cambio sea lo bastante suave para resultar inaudible. En todo caso, sostener el sonido es un desafío contra la fuerza de atracción del silencio, que intenta limitar su duración.

Examinemos las diferentes posibilidades que presenta el comienzo de un sonido. Si hay un silencio absoluto antes de dicho comienzo, empezamos una pieza de música que interrumpe el silencio o se desarrolla a partir de él. El sonido que interrumpe el silencio representa una alteración de una situación existente, mientras que el sonido que surge del silencio es una alteración gradual de la situación existente. En lenguaje filosófico, podemos decir que ésta es la diferencia entre ser y devenir.

Daniel Barenboim (Buenos Aires, 1942) es pianista y director de orquesta de prestigio internacional. Este extracto es un adelanto de su libro, inédito hasta ahora en español, La música despierta el tiempo, de la editorial Acantilado, que se publica el próximo 17 de mayo. 

Fuente: https://elpais.com/ideas/2023-05-16/esa-fuerza-inexplicable-y-transformadora-la-musica-segun-barenboim.html

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