‘DAU’ se alza como el retrato brutal de la URSS desde una experiencia cinematográfica única. Filmin exhibe dos de las 14 películas que completan un proyecto de 10 años y 700 horas de metraje
LUIS MARTÍNEZ / Madrid / EL MUNDO
«Nada de lo que pensamos al principio, está ahora en la pantalla… Pero ésa era la idea, que todo se confundiera, que no hubiera plan». Ilya Khrzhanovskiy respondía solícito a la prensa en el Festival de Berlín de 2020 y cada una de sus declaraciones más parecía profecías. O sólo locura. Hablaba de su proyecto DAU del que el certamen acababa de mostrar apenas dos fragmentos: DAU. Natasha, de dos horas y media de duración, y DAU. Degeneration, que se prolonga hasta alcanzar la longitud de casi una jornada laboral estándar. Las dos, que ahora se pueden ver en Filmin (la segunda de ellas troceada en forma de serie), son sólo un fragmento del gran díptico sobre la Unión Soviética formado por 14 películas (faltan 12 por estrenar en España que ya se pueden ver con subtítulos en inglés en la web dau.com) y seis series extraídas de las más de 700 horas filmadas en celuloide entre 2009 y 2011 en régimen de encierro.
Durante tres años, técnicos, creadores y actores (que en verdad no eran tales salvo excepciones) vivieron en una especie de Gran Hermano estalinista, show de Truman consciente, experimento sociológico inconsciente, estado de trance a un paso de Apocalypse now o paráfrasis de lo que Charlie Kaufman imaginara en Synecdoche, New York, donde un director teatral sueña con la posibilidad de reproducir entera la ciudad de Nueva York en un escenario, incluido el propio teatro en el que se reproduce entera la ciudad de Nueva York… La leyenda se encargó del resto. Que si se formaron familias durante el rodaje, que si las escenas de sexo a fuer de reales acabaron en violación, que si la locura lo presidió todo, que si se trataba de reproducir exactamente la Unión Soviética en un imposible salto temporal…
«Todo eso que se dice es mentira, pero podría ser verdad», comenta el director negándose quizá a que la realidad estropee un bonito mito. «Nunca quisimos imaginar nada de lo que pudiera resultar. Y lo que ha surgido nos confirma hasta qué punto la realidad se niega a ser definida, retratada, apresada… La mayoría de los intérpretes no son actores profesionales porque queríamos incorporar su propia vida real a la ficción que era todo. Pero de la misma manera que la frontera entre la realidad y lo incomprensiblemente irreal está desdibujada en la física cuántica, así nos plateamos el trabajo», insiste en un calculado juego en equilibrio empeñado en mantener el misterio. «En cualquier caso, ya desde un punto de vista estrictamente morboso, ni se violó a nadie ni se forzó a nadie a hacer algo que no quisiera», zanja puntual Khrzhanovskiy.
DAU quiere ser a la vez una experiencia cinematográfica, antropológica, científica, performativa, literaria, arquitectónica, espiritual y, por encima de cualquier consideración, real. Llamarlo pluridisciplinar no hace justicia. También aspira a ser todo lo que el espectador esté dispuesto a imaginar o simplemente soportar. Sobre el papel, se trata de contar nada más que la vida del científico Lev Landau, ganador del Premio Nobel en 1962 e interpretado por el director greco-ruso Theodoros Kourentzis. Y hacerlo en el extraño y desproporcionado lugar de trabajo que fue su instituto de investigación en Moscú. Se abarca un arco temporal que va desde 1938 hasta 1968. El proyecto original gestado en 2006 hablaba de una película con un presupuesto de poco menos de tres millones de euros. Pero pronto todo adquirió el tamaño de lo desproporcionado.
En 2009, el equipo entero se trasladó al decorado construido en Jarkov, Ucrania, que en realidad no era tal. El enorme edificio reproducía el edificio original con una fidelidad tan operística como surreal. Todo era cierto y, a la vez, completamente falso. La instalación recreaba hasta el más mínimo detalle del centro en el que trabajó el verdadero Lev Landau. «El Instituto existía dentro de un universo espacial y temporal paralelo», explica el director. Los actores, que tampoco lo eran, y los técnicos, que sí, fueron invitados a vestirse, comportarse y hablar como si fueran los que en verdad lo que no eran. Y así durante 24 horas al día los siete días de la semana. Hasta se imprimió la moneda de curso legal en el pasado y ése era el único dinero permitido durante lo que duró el rodaje. Se cuenta que alguien coló dinero que conservaba en su casa de entonces y se vivió incluso un momento de inflación no deseada. Khrzhanovsky no lo desmiente. «Conviene aclarar que no se robó ninguna imagen. No había cámaras ocultas. Lo que se rodó se hizo con una cámara, un operador y con el esquema tradicional de un rodaje. La existencia en el instituto es parte de la experiencia únicamente», dice Jekaterina Oertel, que codirige Natasha, en un intento de explicación que alguien podría decir que se queda en eso: en intento.
¿Y qué pasó para que una película independiente se convirtiera en un mastodonte al que cuesta ponerle una cifra? De repente, en algún momento apareció un patrocinador rico: el importador ruso de frutas y empresario tecnológico Serguei Adoniev. Y DAU en un suspiro se transformó en «la película que se comió a sí misma», según uno de los titulares más o menos ocurrentes de la época. Las cifras parecen dejar poco espacio a las dudas: 392.000 audiciones, 40.000 disfraces, un escenario de 12.000 metros cuadrados, 10.000 extras, 400 papeles principales, 8.000 horas grabadas de diálogos, 37 millones de palabras transcritas, 500.000 fotografías de escenarios… 700 horas de película.
«Quise hablar del presente, y para hacer eso vi claro que tenía que salir del presente. Mis opciones eran la fantasía, el cuento de hadas o revivir un pasado que conozco muy bien», comenta el director nacido en 1975 e hijo del también cineasta Andrey Khrzhanovsky. Y sigue: «Todos los que crecimos en la URSS tenemos, lo aceptemos o no, un trauma que se refleja en una percepción del mundo completamente diferente. Es como si viviéramos suspendidos por el recuerdo de una país que ya no existe. Es mágico. La gente nació en ciudades que ya no existen como Leningrado».
Las películas se editaron en Londres a lo largo de casi ocho años. La información fue apareciendo por goteo y siempre entre las brumas de un secretismo propio de la Stasi, o de la KGB para ser precisos. En 2019, un espectáculo interactivo o proactivo, como se quiera, en París exhibía en el Pompidou y dos teatros aledaños todo el material. El espectador, que no compraba entradas sino que obtenías visas, era invitado a recorrer la «experiencia» en bruto, sin subtítulos y con un traductor monocorde susurrando al oído por un auricular cada una de las líneas de guión. «No sabíamos muy bien lo que estábamos haciendo al principio. Sentíamos que si contábamos nuestro proyecto nos limitábamos. Es el proceso lo que queríamos mantener virgen», aclara Oertel casi pidiendo disculpas por el mutismo hasta la fecha y, ya puestos, por el propio circo.
El resultado, sea como sea, abruma. Subyuga incluso. Entre Pasolini, Fassbinder, Jodorowski y Lars Von Trier, el resultado está ahí para irritar, para difuminar contornos, para la duda y la furia. Las dos películas exhibidas hasta ahora corresponden a dos momentos distintos. Algunos de los personajes pasan de una a otra. DAU. Natasha se localiza en la cantina del complejo en 1958 y desde allí retrata un abismo que habla esencialmente de corrupción. Entre borracheras, interrogatorios y experimentos avanza un relato que es y sólo puede ser pesadilla. La cámara se mueve en un continuo casi físico. Siempre pegada a los cuerpos de los personajes, siempre en medio, siempre incómoda y siempre reconocible. DAU Degeneration sería la penúltima de las entregas, la que hace la número 13. El profesor (al que esta vez no da vida Kourentzis) aparece casi en estado de coma por culpa de un derrame (en la vida real quedó incapacitado en un accidente automovilístico). Asiste de lejos a un Estado claudicante y ya definitivamente esperpéntico. Cuando no sólo brutal. Ambientada en 1968, el año de la muerte de Dau y de la Primavera de Praga, y una década después de lo narrado en la cinta anterior, vemos cómo la asistente de la camarera Natasha ha ascendido a administradora y el despiadado interrogador es ahora director del instituto.
Para disciplinar a los jóvenes estudiantes que parecen haber perdido la gracia del estalinismo, el director encarga a unos jóvenes neonazis (además de racistas, xenófobos y homófobos) la necesaria labor de disciplinamiento. Decir simplemente que los actores que dan vida a estos últimos son en verdad conocidos nacionalistas rusos que a fecha de hoy presumen ante las cámaras del telediario de racistas, xenófobos y homófobos. Y de por medio, el incesto de la mujer del científico con su hijo como promesa de un futuro imposible. Y de por medio, la gráfica matanza de un cerdo que a saber qué representa. Y de por medio, más experimentos con chimpancés. Y hasta con bebés. Es porno gonzo y es parodia cruel con la misma oscuridad que reflexión violenta.
Un hilo evidente cose el experimento psicológico fallido que fue la Unión Soviética con el nacionalismo de nuevo cuño. ¿Es Putin el directo heredero de aquello? «Una pregunta así merece una respuesta algo elaborada porque cualquier respuesta corta sería mentir. La respuesta, en cualquier caso, está en la película. Pero sí, obviamente, hay una relación forzosa entre los que pasó en la Unión Soviética y lo que pasa ahora en Rusia. El presente es el pasado», responde y concluye Khrzhanovskiy.
Fuente: https://www.elmundo.es/cultura/cine/2021/05/14/609e9f59fc6c83867e8b4575.html