En un tiempo que rechaza la muerte, la tauromaquia la muestra. ¿Hasta qué punto permanece vigente el sentido del toreo?
KARINA SAINZ BORGO / ABC CULTURAL
En una plaza de toros alguien va a morir y otro puede morir. Allí, la sombra le gana terreno al sol y la luz mengua mientras el matador, vestido de luces, ejecuta su faena. En una plaza de toros, todo es lentitud y ritual. Nada es corregible ni reversible. En un tiempo que rechaza la muerte, confunde a los animales con mascotas, abraza el veganismo y comprende la Naturaleza como un parque de atracciones, el toreo luce en –el mejor de los casos– extemporáneo.
La reciente iniciativa del ministro de Cultura Ernest Urtasun de despojar a la tauromaquia de su Premio Nacional muestra la clara pulsión por apartarla de la discusión contemporánea. Pero ahí sigue: incrustada en la tradición cultural y simbólica. El héroe clásico, el que va hacia la muerte y vuelve de ella, es junto con el toro, el centro. Acechada y desplazada, la tauromaquia exhibe y contiene valores que el mundo moderno ha olvidado: la lentitud, el rito, la norma.
¿Son los toros sólo una fiesta nacional? ¿Acaso mediterránea o universal? ¿Representa la tradición o la barbarie? ¿La lidia y sacrificio de un animal ha de ser abolida como espacio escénico? ¿Por qué el toreo ha pasado del epicentro de la discusión cultural, como lo fue en su momento con Manolete o Dominguín, y pasa ahora a estar proscrito y relegado? ¿Cuánto del héroe clásico persiste en la tauromaquia? ¿Es el matador un creador? Un coro de voces, reunidas en este reportaje, intenta dar respuesta a algunas de estas preguntas.
Ídolo
Son las seis de la tarde de un jueves de marzo. Cuatrocientas personas aguardan su turno para entrar al teatro Liceo de Salamanca. La mayoría tiene entre quince y veinticinco años. Lucen expectantes, ansiosos, como si esperaran a una estrella de cine. Pero no han venido a escuchar a un ídolo del pop o aplaudir a un astro de fútbol. Están aquí para escuchar a un torero. Sí, a un matador de toros: Andrés Roca Rey.
Con apenas 27 años, este peruano afincado en Sevilla desde que cumplió 14 se ha convertido en un huracán dentro y fuera de las plazas de toros: agota localidades, abre las puertas grandes, conmueve a los entendidos, rejuvenece la afición, atrae a los escépticos y convierte en integrados a los apocalípticos. Es a él a quien han venido a escuchar cientos de jóvenes en el homenaje organizado por la Juventud Taurina de Salamanca.
Se camina como se torea y, esta tarde, aunque no sea dando la vuelta al ruedo, Andrés Roca Rey se mueve con lentitud y elegancia. Espigado, delgado y sin un vello en el rostro, la estética del púber y del que aún no conoce la vejez, Roca Rey pasa como si de un muletazo se tratara, y el auditorio se rinde ante su presencia. Educado, sagaz y lúcido en sus ideas, Roca puede llegar a ser tan humilde como directo y reconoce que el traje de luces se vuelve transparente.
—¿Se torea para uno mismo? ¿Se torea hacia adentro cuando vienen mal dadas?
—Es cuando más tienes que volver a ti. El que está toreando ahí es otro, es tu yo interior. El traje de luces es transparente. Cuando estás feliz, la gente te lo nota. Cuando estás triste, también. Y cuando no estás preparado, el toro te lo nota.
—¿Es usted un nuevo tipo de héroe? ¿Rejuvenece al torero canónico?
—Me motiva ver las plazas llenas de jóvenes. Eso hace que cada vez nos respeten más. Le da sentido a este mundo.
Héroes en la Polis
En la sequía cada vez más severa que aqueja a la tauromaquia, personajes como Andrés Roca Rey retoman lo excepcional. Justo cuando los impostores e ‘influencers’ se hacen pasar por ídolos, el torero se mantiene aún como un ser extra- ordinario. Tiene algo de reliquia. En la discusión de la cosa pública son problemáticos. Para unos, asesinos; para otros, artistas.
Simón Casas, empresario taurino criado en Nimes (Francia), primer presidente extranjero de la plaza de toros de Las Ventas y que acaba de publicar el libro ‘Pases y pases’ (Demipage), recuerda al torero como figura central de su infancia: el que salía a hombros, el más valiente, el centro de las aspiraciones y las miradas. ¿Y ahora? ¿Qué transmite el torero en un mundo que es hostil o indiferente a su gesta? ¿Hasta qué punto no fue el toro al siglo XX lo que el fútbol al siglo XXI? Tanto Ernest Hemingway como Orson Welles, José Ortega y Gasset o Pablo Picasso coincidieron en el tiempo con matadores como Ordóñez o Dominguín.
El torero, según el cineasta Agustín Díaz Yanes, solía ser un personaje conocido y que se esforzaba para que así fuera. «Manolete salía a darse un paseo todos los días, para que lo vieran. Luis Miguel Dominguín caminaba por la calle y todo el mundo salía a verlo. Hoy ya no ¿Las razones? No sé exactamente. El franquismo hizo un daño terrible a toda España, pero al toreo también. Le dio un aire raro, de derechas. Lo alejó de sus raíces culturales, que ya existían desde antes de la República y en la República».
Toros y política
En su libro ‘El fin de la fiesta’ (Debate), Rubén Amón habla de ese fenómeno de acecho ideológico. A la tauromaquia, escribe el periodista, se le han atribuido de manera interesada una serie de malentendidos políticos, ideológicos, históricos, identitarios y hasta ecológicos. El uso torticero que ha hecho la izquierda de la tauromaquia es igual de dañino que el usufructo ideológico de la derecha. También el animalismo, al que pensadores como Fernando Savater han señalado como un nuevo autoritarismo basado en la humanización del animal.
Tanto las iniciativas prohibicionistas representadas ahora en la medida de Ernest Urtasun como la sobreactuación de su defensa en la que alguna vez incurrió Vox sólo buscan sacar provecho en favor de una causa que nada tiene que ver con la cultura o el patrimonio. El toreo, dice el crítico y escritor Andrés Amorós, es un arte que interpone la vida y la muerte, que sobrepasa la idea de izquierdas y derechas. «Es una expresión cultural». Hay documentos gráficos de enorme potencia sobre la relación de los intelectuales con los toreros, entre ellos, una foto de José Ortega y Gasset y Domingo Ortega, ambos toreando. «Esa foto es el mejor resumen de aquello por lo que he luchado: la unión de los toros y la cultura».
La corrida de toros es el artefacto cultural más importante en la España del XVIII y el XIX. Unió al pueblo y a la burguesía. Cuando un torero mató a un toro, de frente, con una espada, las cosas cambiaron. Hasta entonces todo era salvaje, no existían reglas. También se toreaba a caballo, una licencia que sólo podían permitirse los aristócratas. A partir de ese primer gesto arranca un proceso de evolución que llega hasta Joselito el Gallo y Juan Belmonte, a quien Manuel Chaves Nogales dedicó uno de sus mejores libros.
La tauromaquia aloja la idea democrática de que el pueblo es soberano. En su ensayo ‘Olvidar la muerte’ (Pre-textos), el escritor Luis Enrique Pérez-Oramas hace un paralelismo entre el toreo en la España del XVIII y su evolución durante el XIX y el XX en México, Colombia, Perú y Venezuela. Habla de un toro americano que es, a la vez, universal. Los toros sobrepasan lo español. Son el Mediterráneo e Iberoamérica, y también Francia, el primer país que declaró la tauromaquia patrimonio universal inmaterial.
La rejoneadora francesa Lea Vicens llegó a Puebla del Río, en Sevilla, después de terminar la carrera de Biología en la Universidad de Montpellier. Ángel Peralta, alguien que entendía tanto de quiebros como de centauros, la puso al frente de sus caballos. Lea debutó como rejoneadora en octubre de 2010, en Olmedo, Valladolid. Desde entonces se convirtió en una mujer corcel, una nimeña española, una torera a caballo. La frontera entre dos países, dos mundos, dos seres. No en vano, la francesa habla a sus caballos en español. Es así: cuando torea, se vuelve española.
Maestros
Son dos palabras en contradicción, pero habitan la tauromaquia. Un matador de toros es un creador, alguien que cada tarde construye una obra de arte y la destruye. Es un ejercicio performativo que participa el rito y que devuelve al torero al lugar central que tuvo el creador en las vanguardias. «Cada tarde, procuro ofrecer algo muy íntimo y genuino», asegura Andrés Roca Rey. «Por eso, para crear algo nuevo. La creación no deja de ser un acto de destrucción. En el arte pasa lo mismo, primero, obviamente tienes que aprender las cosas, pero luego destruirlas. La rebeldía es una de las cosas más importantes. He toreado como me ha dado la gana, pero siempre haciendo caso a los maestros. Por eso cuando lo que hago llega al público, me siento realizado».
Ir a la muerte y volver de ella, con una sangre nueva. Hacer lo que José Tomás al regresar con sangre mexicana de su cogida en la Monumental, hace más de diez años, es la metáfora de un torero en su lugar natural: el ruedo. Su obra se forja en apenas media hora, con avisos y la sombra ganándole terreno al sol. Es de esa colisión de donde emerge el matador como artista. Que Alejandro Talavante torea en endecasílabos es tan cierto como que el pelo de una gamba –fino como el hilo de oro de su traje de luces– apenas lo separa del toro. Sus faenas, como los versos de Lope de Vega, ordenan el mundo entre un silencio y el siguiente. Las ‘Novelas ejemplares’, las ‘Meninas’ de Velázquez y las sinfonías de Mahler nos han enseñado que los minutos se detienen. La tauromaquia, también.
Tradición o barbarie
La tauromaquia se arraiga en la tradición. Se heredan o se rechazan. «Yo soy hija de un popular banderillero de la posguerra, Pascual Montero, que me enseñó a amar a los animales», dijo Rosa Montero, en Sevilla, durante las jornadas organizadas por la revista cultural ‘Zenda’ acerca de la contradicción sobre la tauromaquia como tradición o barbarie. Tras la puerta del cuarto de baño –recoge la periodista María José Solano de aquellas palabras–, Montero veía desaparecer a un hombre vestido de padre y aparecer a un torero. Aquel hombre que llegaba a casa con el traje manchado de sangre le hizo entender que la bravura del toro no era más que miedo. Y desde entonces cultiva un antitaurinismo acérrimo.
En la otra balanza, el cineasta Agustín Díaz Yanes tiene incrustada en su memoria el olor a linimento de su padre antes de salir al ruedo. Aunque no debutó con ese nombre, todos, al padre del cineasta Agustín Díaz lo conocen como Michelín, un apodo que conservó desde aquellos años en los que se ganaba la vida inflando los neumáticos de los coches de la gasolinera de Ciudad Real. Él, que toreó novilladas en un país en guerra y que se abrió camino en un mundo lejano incluso en su propio tiempo, parece una cuerda a punto de reventar.
Michelín, aquel banderillero que se retiró luego de 20 temporadas, en 1965, es el hilo de plata con el que su hijo, Agustín Díaz Yanes, ata los cabos de un mundo que sigue ocurriendo en otro tiempo, un espacio cuya verdad fue compleja y sigue siéndolo hoy, cuando una buena parte de la población, de la sociedad, quiere elegir la posibilidad de asistir a verlos o no.