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El negocio del sexo: placer, diversión, abusos y vírgenes | El Confidencial

La sexualidad, en la aldea global, es un instinto y un deseo pasado por el filtro de nuestra moralidad y costumbres

Una prostituta tailandesa en el «Callejón Cowboy» de Bangkok. (Reuters)

JAVIER BRANDOLI / EL CONFIDENCIAL

En la mítica Ruta 62 sudafricana, en el desierto del Pequeño Karoo, un amigo me dijo que debía parar obligatoriamente en el Ronnies Sex Shop. No me quiso explicar más. Entonces, 2011, la única información previa que encontré es que estaba a unos 30 kilómetros de la localidad de Barrydale y alguna suelta historia de algún viajero ocasional que hablaba de un sitio divertido y extraño. Tras varios días de ruta llegué al lugar indicado en el mapa. Efectivamente, en medio de la nada había una casa blanca con varios coches aparcados y un letrero rojo mal pintado con el nombre del local. ¿Un sex shop en medio del desierto? Desde luego era una parada obligatoria.

Al entrar, lo que encontré es una tiendita, una barra de bar, unas sillas y mesas endebles y cientos de bragas, sujetadoras y calzoncillos colgando del techo. Había un trofeo con un conjunto de ropa interior XXL y cientos de mensajes escritos en las paredes de viajeros de todo el mundo que habían parado en un local de nombre sugerente. Allí estaba Ronnie. Parecía un viejo roquero, de largo cabello en trenza y barba blanca, que no paraba de bromear con los clientes. Un grupo de chicas le pidió hacerse una foto con ellas y le pusieron unas bragas en la cabeza. La gente “dona” su ropa interior al local, con firma y mensaje, y con ella se decoran los muros.

Aproveché a hablar con Ronnie para que me contara su historia. “Todas vienen y se van. Es la historia de mi vida”, dijo él bromeando. “Y eso que eres dueño de un sex shop”, le contesté. “Ese es el problema, aunque también influye que estoy casado”, respondió a su vez. Su exitoso local, convertido en parada obligatoria de todos los viajeros que cruzan esa perdida carretera del sur del mundo, nació de una juerga. “Fue una broma. Yo decidí abrir una tienda en este lugar y cometí el error de invitar a mis amigos a la inauguración. Era una tienda con información de la zona, bebidas y algo de comer. En medio de la fiesta, un amigo aprovechó que yo estaba algo bebido para añadir la palabra sex en el letrero del muro de mi tienda”.

Foto: Banderas de la UE y Ucrania durante las protestas de Maidán en 2014 en Kiev. (Getty/Rob Stothard)

Europa, el mejor sitio para vivir si eres pobre y quizá no lo sabesJavier Brandoli

A la mañana siguiente, cuando se pasó la borrachera, Ronnie pensó en borrar la broma de su amigo hasta que se dio cuenta de que los conductores paraban allí intrigados por el letrero. La broma de una borrachera se ha acabado convirtiendo en emblema de la zona donde paran cientos de turistas y dejan su ropa interior colgando de los muros. La lectura es sencilla: un bar tienda de carretera se ha convertido en un éxito turístico por simplemente añadir la palabra “Sex” a un muro. ¿Quién no pararía en un sex shop en medio del desierto?

Hay diversos estudios de cuánto dinero mueve la industria de los juguetes eróticos en el mundo. La mayoría hablan de un mercado actual del entorno de los 17,5 billones de dólares, aunque algún estudio eleva esa cifra a los 30 billones y apunta a que en 2030 superará los 60 billones. La pandemia del covid-19, según esos mismos análisis, ha favorecido este mercado en todas partes. En casos como Nueva Zelanda, el mercado se multiplicó por tres, señala un informe de Grand View Research. El sexo es una buena receta para combatir el aburrimiento.

Las juergas sexuales en Las Vegas y Bangkok

Hay mecas del sexo. Hace algunos cuantos años, cuando lo de viajar lejos era cruzar Los Pirineos, uno de los emblemas de ese mundo era Ámsterdam. Lo de los ‘coffee shop’ para fumar droga y pasear por el barrio rojo viendo prostitutas en escaparates era un viaje tabú, casi punk. Hoy, en la aldea global que yo he paseado, señalaría Las Vegas y Bangkok como las mecas de ese todo es posible en el que se juntan drogas, alcohol y sexo de pago.

En Las Vegas, al menos en la parte cutre de esa meca del juego y el lujo que es la ciudad de los casinos que llaman Old Las Vegas, se respira una mezcla de neón, cerveza y gomina barata. Los más económicos espectáculos eróticos se mezclan con tirolinas en las que los turistas sobrevuelan chicas en ropa interior bailando en las barras para atraer clientes. En los grandes casinos, New Las Vegas, donde la habitación son al menos 300 euros por noche, la cosa es más sofisticada y la prostitución huele a perfume y el cliente a reunión de empresa con incentivo de negocios. La etiqueta les exige a ellos corbata, bermudas y gorra. A ellas, tacones, una servilleta con lentejuelas y gotelé en los párpados. “El éxito de las ferias internacionales de negocio que se hacen en Las Vegas es lo que pasa por la noche”, me confesó un amigo mexicano que no se perdía una de su sector audiovisual. Nada que no pase en el resto de recintos feriales del mundo.

Una ciudad que tiene como lema “Lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas” no tiene complejos en disimularse y presume de organizar fiestas de cuatro días en las que a los clientes se les recoge en helicóptero y se les lleva a un hotel secreto en el que les esperan mujeres desnudas con las que jugar al blackjack, montar a caballo o comer pizza entre orgía y orgía.

En Bangkok, donde me voy a vivir dentro de dos meses, es todo más burdo y económico. Una parte de la ciudad, la turística, es un supermercado cutre de deseos. Comer un escorpión en la calle, beber un daiquiri de aguarrás, esnifar hasta el serrín de la mesa y tener sexo con travestis, jóvenes aniñadas o participar en un trío de policías es el menú que enloquece a miles de viajeros. Fornicar es un deseo que muchos descubren que, si no hay pago de por medio, no practican. La capital de Tailandia es uno de esos lugares donde la oferta es inmensa, así que el precio es barato.

Irme a vivir en breve a Bangkok me ha hecho empezar a leer libros sobre ese entorno en el que pasé varias semanas en 2014. Hay uno de Lawrence Osborne, titulado simplemente «Bangkok», que enseña las tripas de esa ciudad a la que australianos, británicos, estadounidenses, etcétera, sin mucha pasta ni oficio, se trasladan a vivir con el objetivo de disfrutar del que quizás sea el hipermercado del deseo más barato y grande del globo. En cualquier otro rincón del mundo serían unos parias con vidas miserables y aburridas, pero allí pueden morirse creyendo que son unos sementales del ‘low cost’ sexual. En el libro aparece un viudo australiano que reconoce que en su país sería un anciano sin vida y allí cada noche puede practicar sexo. O un inglés, rudo, que parece un homosexual reprimido, que sobrevive entre borracheras, mal viviendo y fornicando con todo lo que se le pone a tiro.

Foto: Una mujer, sentada fuera de un bar en Pattaya, Tailandia. (Reuters)

Sin clientes europeos, la prostitución se apaga en la mayor ‘ciudad-burdel’ del mundoManuel Solorzano. Pattaya (Tailandia)

El libro narra una ciudad que existe, en la que se sumergen muchos extranjeros, y que no se comunica con el otro Bangkok en el que viven millones de personas locales. En 2014, nosotros nos alojamos allí en casa de un amigo italiano que está casado con una mujer tailandesa. Nos enseñaron profundamente otra ciudad que no sale en el libro de Osborne, pero una noche salimos con ellos por uno de los numerosos barrios de la juerga y el sexo de Bangkok: Soi Cowboy.

Desde el principio notamos que nuestra amiga tailandesa estaba especialmente incómoda. Las calles eran un escaparte de bares con espectáculo en el que muchas chicas y chicos, algunos travestidos, eran reclamo para los clientes en la puerta. Finalmente, entramos en uno al azar. Era una especie de discoteca de tres plantas llena de gente. Unos chicos, por el acento británicos, cuando ven que voy de la mano de mi mujer me susurran al oído “bad luck” (mala suerte).

«Estas niñas vienen a la ciudad con mil promesas. Son del campo, como era yo. Es muy triste todo»

En cada planta del bar, en el centro, hay decenas de chicas que bailan dentro de una jaula en tanga. Llevan un número en la ropa interior. Mueven sus cuerpos con total desidia. Sus rostros parecen ausentes. La cara de nuestra amiga tailandesa, que nos dice que es la primera vez que entra en un Go-Go Bar, está desencajada. El local es tan soez y cutre que no tiene nada de excitante. Nuestra amiga nos pide con la mirada irnos, lo que nos parece perfecto porque aquel sitio nos desagrada a todos. En la calle, con los ojos llorosos, nos dice: “Me da mucha pena que en mi país pase esto. Estas niñas vienen a la ciudad con mil promesas. Son del campo, como era yo. Es muy triste todo”.

Es muy difícil dar cifras sobre el mundo de la prostitución. La francesa Fundación Scelles, especializada en explotación sexual, cifra en entre 40 y 42 millones las personas que se prostituyen en el mundo. El 80% de ellas son mujeres y el 75% de ellas tiene entre 13 y 25 años. Es complicado calcular cuánto genera el sector, pero varios estudios la sitúan como la segunda “industria” que más dinero mueve en el mundo por detrás del tráfico de droga con 108.000 millones de dólares al año.

¿Eres libre de vender tu cuerpo?

Muchas personas no ven nada malo en la prostitución mientras sea un acuerdo libre entre el que ofrece su cuerpo y el que paga por ello. Es un debate complejo, en todo caso, en el que se mezclan valores morales, roles y estereotipos. El problema es delimitar la palabra «libre» y diferenciar las condiciones en las que trabajan la mayoría de personas en la industria del sexo.

He realizado diversos reportajes en España y en el extranjero sobre la prostitución. Recuerdo hace muchos años una entrevista en Madrid a un documentalista francés que empezó su carrera pidiendo que se legalizara la prostitución y acabó pidiendo que se prohibiera: “Tras viajar por muchos países y hablar con muchas prostitutas, la realidad que he descubierto es que la gran mayoría de mujeres ejerce el oficio de forma obligada. No son prostitutas, son esclavas sexuales”, era su línea argumental.

Foto: Niños frente al monumento a la infancia en Langa, Sudáfrica. (Javier Brandoli)

Para ser niño, primero tienen que dejarte serlo: cuando la niñez es extirpadaJavier Brandoli

En Ciudad de México tuve la oportunidad de entrevistar durante varios días a prostitutas ancianas que vivían en un asilo, un fabuloso proyecto llamado Casa Xochiquetzal. Primero tuve que ganarme algo la confianza de aquellas mujeres a las que les ofrecían una cama y un plato de comida en aquel asilo para poder morir con algo de dignidad y cariño. Luego, pude escuchar sus historias que me dejaron una cicatriz de pena y admiración.

Varias de ellas me narraron sus vidas, a solas, porque les daba vergüenza que les escucharan sus compañeras, con una cierta dulzura y remordimiento. Padres y madres que les pegaban palizas, violadas desde niñas, abandonos, abortos, partos, puñaladas, amores fallidos, hijos que las repudiaban, malas decisiones, proxenetas que las esclavizaban, sueños sin cumplir, lágrimas, remordimientos y pobreza, mucha pobreza, siempre rodeándolas. Alguna aún se prostituía. No me pareció que aquellas dulces mujeres hubieran elegido nada en su vida libremente que no fuera intentar no morir.

Pondré algún ejemplo de las varias entrevistas: “Desde niña sufrí malos tratos de mi madrastra, era adoptada. Me pegaba con una vara de membrillo. A los siete años me echó y dormía en la calle. Iba a los basureros a buscar comida. Me atrapó la Policía y me llevó al Tribunal de Menores, pero a los siete meses me escapé. A los 10 años, en el basurero, me violaron y golpearon…”, me contó Elia Ruiz, de entonces 69 años.

Norma, de 63 años, me confesó que era una niña consentida que empezó en la prostitución muy joven, tras marcharse de su casa por rebelde y casarse con un hombre que resultó ser gay. Ella, aunque estaba embarazada, no soportó ver a su marido con otro hombre en la cama y se fue. Su hija, tras nacer, se la quitó su madre, que sabía que Norma era incapaz de cuidar nada, ni a ella misma. Entendí que el verbo «quitar» era una forma que Norma tenía de lavar sus remordimientos. Su vida, me dijo bajito y con el alma rota, fue un cúmulo de errores propios en un entorno podrido: “En Ciudad de México trabajé en la calle. Fue horrible. La prostitución se me hace denigrante y triste. Una vez me intentaron ahorcar, en otra me dispararon y por un asalto de una mujer y cuatro hombres perdí el ojo izquierdo. Hace 10 años dejé la prostitución y me puse a limpiar casas”.

Angélica Sánchez, una mujer coqueta de 51 años, me dijo: “Trabajo aún hoy en el Paseo de la Reforma como sexoservidora desde hace tres años. Tuve una relación amorosa con un cliente al que dejé porque me obligaba a practicar un sexo muy violento. Mi trabajo es denigrante. Hace un mes me violaron dos chicos. Tengo mucho miedo. Para mí el futuro no existe”. Elia tenía la sensación de que le jodieron la vida desde niña, Norma sentía que se la empezó jodiendo ella misma y Angélica creía que siempre estará jodida. Todas han ejercido la prostitución durante años y se han sumergido en el infierno. Las tres, en algún momento, dejaron de ser libres.

Foto: Una mujer sirve una cena en un Ryokan japonés. (Foto: Javier Brandoli)

Los ancianos y sus inservibles vidas: ¿elefantes o búfalos?Javier Brandoli. Roma

Cuando un cliente en Bangkok, Las Vegas, Ciudad de México o Madrid pasa una divertida juerga con prostitutas debería saber si, al menos, la persona ejerce la actividad libremente o con su pago contribuye a fomentar la esclavitud sexual y a mejorar la cuenta bancaria de un proxeneta o una mafia internacional que la explota. En 2018, la ONU cifró en 50.000 las víctimas de la trata de blancas solo ese año. Una de cada tres víctimas era menor.

Vírgenes o no vírgenes

La sexualidad, divertida, pasional, libre, tiene un componente natural y un componente social, en muchos casos ligado con el sentimiento religioso que, en general, ha regulado en todos los grandes credos la pasión física. Es legítimo y viable que uno quiera tener una sexualidad reproductiva, alejada de fantasías y placeres que considere pecaminosos, pero el debate es si esa decisión individual se debe imponer a todos.

Generalmente, la única sexualidad aceptada en general como prohibida es la que se ejerce con violencia y falta de consentimiento por una de las partes. Ahí entran complicadas esferas culturales. Para un indígena rarámuri, tener sexo con una niña que ha superado la pubertad es algo aceptado, pero para las leyes mexicanas es un delito por ser menor de edad y faltar la capacidad de consentimiento. Muchos rarámuris entran en la cárcel por ello.

Cristianismo, judaísmo, islamismo…regulan el sexo, la sexualidad, prohibiendo algunas prácticas o regulando las formas en las que los seres humanos deben relacionarse y hasta los motivos. Incluso masturbarse, un acto individual de placer sexual, ha sido “enjuiciado” por las grandes religiones. “La Mishná (tradición oral hebrea) declara que si un hombre toca frecuentemente su pene con la mano (para verificar la emisión ritualmente impura), su mano debe ser cortada”, señala un reportaje sobra la prohibición de la masturbación en el judaísmo.

¿Cuánto queda de natural en la sexualidad del ser humano y cuánto depende del entorno en el que uno se desarrolla? Hay pequeñas tribus y pueblos perdidos por el mundo que tienen costumbres sexuales opuestas pese a vivir muy cerca.

En las altas montañas cercanas a Arba Minch, Etiopía, vive la tribu de los dorze. Allí escribí un reportaje sobre su sexualidad que comenzó así: “’¿Como un atracón tras un ayuno prolongado?’, le preguntamos entre bromas a Asfue. Él sonríe y acepta el envite mientras nos enseña la estrecha y pequeña casa de nuevo. ‘¿Aquí es?’ ‘Sí, aquí se encierra la pareja durante tres meses sin salir nunca tras el casamiento. Son los familiares y amigos los que sacan los orinales a limpiar mientras dura el encierro’, responde. ‘¿Nunca salen?’ ‘Nunca'».

Los dorze, nos explicaron, dan un enorme valor a la virginidad. Es una obligación para ellos y ellas llegar sin haber mantenido relaciones sexuales al matrimonio. La unión se considera inválida si incumplen ese requisito. La chica hace un juramento de virginidad en la ceremonia que, en caso de ser falso, supone pagar dos vacas y una humillación para la familia. El chico hace lo mismo, aunque en su caso, es la rumorología del poblado la que puede delatarle. «¿Eres virgen?», le preguntamos a Asfue, un soltero de 24 años. “Sí. Espero a tener relaciones hasta casarme, no es un problema”.

No muy lejos de allí, al sur, Yohanes, un amigo etíope con el que viajamos hasta la frontera con Kenia, nos explica que hay otro pueblo con la tradición opuesta: los hamer. “Si en un matrimonio se demuestra que la chica es virgen el hombre tiene derecho a rechazarla”. ¿Por qué? “Porque el hombre le pregunta: ¿dónde estabas hasta ahora que nadie quiso estar contigo?”.

Los hamer comienzan a tener relaciones tras la pubertad. “Las chicas practican un ritual de baile en el que van al bosque desnudas y comienzan a bailar por la noche. Los jóvenes van con ellas y si a ella le gusta un chico le pisa un pie al varón lo que significa que ambos se retirarán del grupo y ella perderá la virginidad”, dice Yohanes. La sexualidad, en la aldea global, es un instinto y un deseo pasado por el filtro de nuestra moralidad y costumbres.

Fuente: https://blogs.elconfidencial.com/mundo/cronicas-de-tinta-y-barro/2022-05-15/el-negocio-del-sexo-placer-diversion-abusos-y-virgenes_3424117/

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