La prohibición del consumo de alcohol de los años 20 determinó cómo es EEUU hoy y resulta imprescindible para entender la xenofobia, el nacimiento del sufragismo o la pujanza de las organizaciones mafiosas. «Los lunes estaba asumido que nadie iba a trabajar por la ingesta del alcohol del domingo», señalaDaniel Okrent, autor de ‘El último trago’
ALBERTO ROJAS / Madrid / PAPEL / EL MUNDO
Hoy nadie lo recuerda, pero el 16 de enero de 1920, que no era un día destinado a ser extraordinario, Estados Unidos vivió la mayor fiesta jamás vista. Sólo hay que volver a la prensa de la época: calles llenas de gente beoda, licorerías vacías, tabernas que sacan a la calle sus últimas existencias, masas descorchando su mejor champán y otros, los más precavidos, haciendo acopio no sólo de botellas de licor, sino de barriles enteros. Porque el reloj estaba cercano a las 12 de la noche, línea divisoria entre un país que bebía una media de botella y media de whisky a la semana por persona, a tener prohibida la producción, distribución y venta de bebidas alcohólicas. Los felices 20, si es que algún día existieron, fueron años abstemios. Había comenzado la llamada Ley Seca.
¿Cómo pudo suceder que un pueblo que presume de amar la libertad decidió renunciar a un derecho privado que había sido ejercido libremente por millones y millones de personas desde la llegada de los primeros colonos? ¿Cómo pudieron condenar a la extinción a la que era, en esos momentos, la quinta industria más importante del país? ¿Cómo pudieron añadir una enmienda tan coercitiva a un texto legalmente sagrado como la Constitución con un método tan contundente como la prohibición de la esclavitud?
Las respuestas las tiene Daniel Okrent, director de revistas tan célebres como Life, Time y editor de buenas prácticas en The New York Times. Okrent es también el autor de un libro sobre el Rockefeller Center de Nueva York titulado Great Fortune. Cuando se documentaba a propósito de la historia de esta familia multimillonaria y la construcción del mítico rascacielos, estudió una a una las propiedades que la familia había comprado en la manzana que hoy ocupa el edificio. «La mayoría de sus dueños recibieron de 300 a 400 dólares por aquellas casas del Midtown de Manhattan. «Me llamó la atención que una de ellas, siendo tan pobre como las demás, valió 19.000 dólares de la época. Quise saber porqué. Descubrí que había sido un speakeasy, o sea, un garito ilegal durante la ley seca, y eso era lo que la hacía valiosa, porque sus dueños obtenían mucho dinero», cuenta el autor en vídeoconferencia desde su casa de Nueva York.
Así que ese misterioso speakeasy determinó que Okrent pasara los siguientes años de su vida estudiando la prohibición y leyendo 600 libros como referencia para atar todos aquellos detalles de una de las historias que más determinaron el devenir actual de EEUU, pero que han sido menos estudiadas. El fruto de aquel trabajo es El último trago (Ed. Ático de libros).
«La imagen que tenemos de la época ha sido romantizada por las películas de Hollywood, se ha ofrecido una versión sexi», dice Okrent. «Antes de nada tenemos que dejar claro que el consumo de alcohol no era ilegal, pero sí lo eran la producción, venta y distribución».
Para poner en contexto esta historia hay que viajar al pasado, a la travesía de los colonos en el Mayflower. Siempre se ha dicho que esos primeros pobladores europeos llegados desde Europa en 1920 llevaban una Biblia en una mano y una pistola en la otra, pero la realidad es que en sus bolsillos también escondían petacas bien surtidas de ron, ginebra y whisky. Iban con idea de combatir otros vicios, pero no ése. El alcohol forma parte de los mitos fundacionales de EEUU, tanto como las armas o la frontera, y por eso llama aún más la atención que un país donde los alambiques caseros estaban a la orden del día pudiera prohibir una parte de su esencia.
«El consumo de alcohol en la época era extremo. Se bebían 90 botellas por persona al año de media. Es una barbaridad. También existía el problema de las tabernas, lugares donde sólo los hombres acudían a la salida del trabajo a beber y a olvidar sus problemas domésticos, pero se metían en una espiral de alcoholismo muy autodestructivo. Se dieron muchos casos de maltrato cuando estos mismos hombres llegaban a sus casas borrachos, las peleas en los bares eran constantes y las resacas eran tan fuertes que acababan perdiendo el trabajo», cuenta el periodista sobre los años previos a la prohibición.
El asunto, según Okrent, es que ese consumo sin control se extendió entre los inmigrantes que llegaban del viejo mundo a aquellas ciudades de Estados Unidos convertidas en la tierra de las oportunidades según la propaganda que se publicaba en Europa. Italianos, holandeses, franceses, irlandeses y también españoles gastaban sus salarios en aquellos bares de fortuna. «Tras la prohibición del alcohol se ocultó el odio a los inmigrantes y la xenofobia, a los que se acusaba de promover las bajas pasiones derivadas de las borracheras. Los lunes estaba asumido que nadie iba a trabajar en las ciudades por culpa de las duras secuelas de la ingesta de alcohol de los domingos».
Por supuesto, hubo excepciones. En las plantaciones de California se produjo «vino sacramental» que luego era bebido en las misas… y en las casas. En el norte del país, muchos obreros dejaron sus trabajos en la industria para contrabandear alcohol desde la frontera con Canadá. «Si alguien quería una copa, sólo tenía que gritar de un lado al otro de la frontera para poder acceder a una botella de whisky», comenta Okrent. Eso provocó el nacimiento de poderosos clanes criminales, como el de Al Capone o Lucky Luciano, que eran fundamentalmente traficantes de alcohol. «Esa es una de las paradojas de esta Ley seca. Quería acabar con el crimen en las ciudades, pero lo multiplicó. Enormes y poderosas mafias contaminaron la vida en EEUU», rememora el autor. «En Filadelfia la mafia elegía a sus propios jueces, abogados y demás oficios judiciales con sentencias que debían obedecerse sin discusión».
Otro truco para poder beber legalmente «era que los médicos te recomendaran, en una receta, tomar una cucharada de whisky tres o cuatro veces al día», cuenta Okrent. Todo comenzó en torno a 1850. «Varias asociaciones de mujeres se unieron a los fundamentalistas protestantes de EEUU, que comenzaron a presionar a los partidos políticos y al Congreso para que prohibieran el alcohol por medio de una enmienda». Y eso llevó a otro cambio fundamental. El libro está lleno de personajes y anécdotas muy jugosas, pero escarba además en aquellas cuestiones que calaron muy profundamente en la historia de Estados Unidos. Una de ellas fue la influencia de la lucha femenina por la prohibición en el posterior sufragismo. «Las mujeres de aquellos grupos de presión demandaban el derecho a tener propiedades y exigían proteger la seguridad financiera de sus familias ante la incapacidad de hacerlo sus maridos alcoholizados», afirma Okrent. De ahí a la petición del sufragio universal va un paso, y muchas mujeres lo dieron.
En 1933, la Ley Seca pasó mejor vida y EEUU se pidió una copa.
El policía de asuntos internos del ‘Times’ para que un ‘caso Blair’ no se repita jamás
En su intensa vida laboral, Daniel Okrent tuvo que hacer frente a uno de los desafíos más importantes del periodismo moderno: analizar los errores que llevaron a que un ambicioso reportero con demasiada inventiva pudiera publicar decenas de historias plagadas de errores, fantasías y plagios de la competencia. Aquel tipo era Jayson Blair y su periódico era The New York Times. El descubrimiento de aquella falla de credibilidad fue un golpe durísimo para el diario. Su director y varios miembros de su staff acabaron dimitiendo por no haber puesto los medios necesarios para comprobar la veracidad de las historias antes de ser publicadas. Una de las medidas que impuso la empresa para evitar que volviera a suceder fue contratar a un editor público, aquel que iba a estar en contacto con los lectores y a vigilar desde dentro las buenas prácticas de los redactores. Ese fue Daniel Okrent: «La verdad es que fue un trabajo apasionante, pero reconozco que a los compañeros del New York Times no les gustaba nada verme aparecer por allí con alguna queja de algún lector por las historias que escribían», rememora Okrent. «Era casi como el policía de asuntos internos que investiga a sus compañeros y al que todo el mundo odia».
Fuente: https://www.elmundo.es/papel/historias/2021/09/02/612a2066e4d4d8d3668b45d5.html