Con los años, los mejores restaurantes se adaptan más a las demandas de los jóvenes, pero advierten que la exigencia no puede bajar: «Quien quiere formarse en la excelencia lo hace libremente».
Rafa Martí / El Español
A finales de este año, Noma, el restaurante danés con tres estrellas Michelin y considerado cinco veces el mejor del mundo, bajará la persiana. Los motivos de este cierre-reconversión son varios: entre ellos, que cada vez hay menos comensales dispuestos a desembolsar los 470 euros que cuesta su menú. Pero también que, desde 2022, el establecimiento añade 50.000 euros más a sus gastos mensuales para remunerar a sus becarios.
Las múltiples críticas sobre las condiciones de los entre 20 y 30 ‘stagiaires’ –palabra francesa para referirse a los pasantes– que sostenían el funcionamiento de Noma hicieron que el chef René Redzepi accediera a pagarles. Pero él siempre advirtió que sin becarios ‘gratis’ un restaurante puntero no es rentable.
En España, grandes nombres de la gastronomía se han pronunciado también al respecto. Sobre todo, después de que el chef y estrella televisiva Jordi Cruz abriera el melón de los becarios en 2017. Entonces, dijo que «un restaurante Michelin es un negocio que, si toda la gente en cocina estuviera en plantilla, no sería viable». Después de levantar una ristra de críticas, añadió en un tuit que le parecía «increíble» que algunos llamaran «esclavos» a estudiantes con convenio que decidían formarse en su cocina.
Desde entonces ha llovido: los jóvenes están cada vez menos dispuestos a aceptar jornadas maratonianas y que no se les pague. Además, la ley lo pone cada vez más difícil. En los próximos meses, por ejemplo, está previsto que entre en vigor el Estatuto del Becario. Entre otras cosas, limitará el número de horas que los estudiantes en prácticas pueden dedicar a su trabajo y establece que las empresas, aunque no tengan la obligación de remunerar las prácticas, sí que deberán hacerse cargo de gastos como el «desplazamiento, alojamiento o manutención».
El pasado mayo, en una entrevista con el ‘youtuber’ Jordi Wild, el reconocido chef Ferran Adrià habló abiertamente sobre un debate eterno en la alta cocina. Sobre los cambios legales y sociales que cada vez regulan más la figura del becario, planteaba que el hecho de no poder encadenar prácticas estaba matando a los talentos del futuro: «Se está cortando el talento. El sistema que había antes en los grandes restaurantes, en los que tú hacías ‘stages’, te permitía evolucionar en tu talento… pero ahora esto se ha cortado».
El cocinero de El Bulli, no obstante, criticó a quienes se aprovechaban de tener trabajadores gratis: «También están los jetas. Los que realmente necesitan a una persona y lo que hacen es coger a un becario o a un ‘stagier’ y no le pagan. Hay que contextualizar. Es decir, si tú necesitas a alguien realmente, ¡págale!».
Pero, a fin de cuentas, recordaba que trabajar durante largas jornadas al lado de los mejores chefs del mundo era un privilegio: «Por El Bulli pasaron 1.100 personas… porque había ‘stagiaires’. Si no, habrían pasado 100. Nosotros les pagábamos la comida, les pagábamos el piso y no teníamos problema».
El chef Ferran Adrià, durante una charla en Las Palmas de Gran Canaria el pasado abril. EFE
Pesadilla en la cocina
Quien no lo ve así es Juan (nombre ficticio), que trabajó, precisamente, como becario en el ABaC (tres estrellas Michelin) de Jordi Cruz en Barcelona. Hizo las prácticas en verano de 2016, como estudiante de primer año de la FP Superior en Dirección de Cocina. «Estaba lleno de ilusión. Conseguí lo que muchos jóvenes aspirantes sueñan: una oportunidad de hacer prácticas en ABaC, el prestigioso restaurante de Jordi Cruz en Barcelona».
Juan, procedente de Menorca, era consciente de que las prácticas eran sin remuneración, pero la motivación por aprender en una de las mejores cocinas del país, le hicieron sentir «afortunado», según relata a EL ESPAÑOL. «Sin embargo, lo que parecía un sueño se convirtió rápidamente en una pesadilla«, dice.
El alojamiento que le proporcionó el restaurante «resultó ser un piso saturado de personas», otros pasantes que, como él, entraron aquel verano a curtirse en los fogones junto a Jordi Cruz y su equipo. «Había colchones en el suelo en todas las habitaciones, incluso en los baños. Era imposible abrir las puertas sin chocar con uno. La cocina del piso estaba en un estado deplorable: platos sucios apilados, restos de comida por el suelo, un ambiente de insalubridad total…«, relata Juan.
«Tuve que limpiar mi espacio para dormir, donde encontré bastoncillos para los oídos, tiritas y colillas. Al abrir mi armario, descubrí un sobre de pasta instantánea con un tenedor dentro. Esa convivencia caótica no sólo era incómoda, sino que planteaba un riesgo evidente de contaminación cruzada, algo inadmisible cuando todos los que vivíamos allí trabajábamos en un restaurante que presumía de estándares culinarios tan altos», prosigue.
En la cocina, la experiencia tampoco fue la que esperaba. Según dice, el primer día fue asignado a un cuarto frío donde le pidieron que limpiara bacalao. «Lo más sorprendente fue que, justo detrás de mí, había tres bandejas de pollo horneado, un error grave en cualquier cocina profesional, pues ninguna elaboración caliente debería estar en esa zona», afirma. Aquel primer día fue también el único en que vio a Jordi Cruz. «Entró en la cocina, nos saludó brevemente a los nuevos, y después desapareció», recuerda.
Tras estas primeras impresiones, el segundo, el tercero y el cuarto día, hasta cumplir la semana entera que estuvo antes de dejar el delantal y volver a su casa, las cosas empeoraron. Cuando se quejó, por ejemplo, de las condiciones del piso, dice que tampoco recibió un trato agradable de sus superiores: «Al día siguiente de haber pasado la noche en esa casa del horror, avisé al jefe de cocina de lo que tenían en casa y poco más y se rieron en mi cara. Me dijeron que llevaban tiempo sin darse una vuelta por el piso. En la semana que estuve, nunca aparecieron por allí».
«La presión era extrema. Los ritmos de trabajo, las condiciones de vida y la falta de atención a los detalles que tanto se promueven en la alta cocina me llevaron a tomar una decisión: al cabo de una semana, decidí irme. Cogí un ferry de Barcelona a Menorca, donde pasé el resto del verano trabajando con mi familia, lejos de aquella experiencia que había comenzado a erosionar mis ganas de seguir en la profesión», prosigue Juan.
A día de hoy, Juan sigue trabajando en el sector pero señala que la experiencia en ABaC le marcó. «Entender que, detrás de la fachada de muchos restaurantes de alta cocina, las condiciones para los aprendices pueden ser deplorables, es un aspecto que rara vez se menciona. A veces, el glamour y la excelencia que se venden al exterior distan mucho de la realidad interna», lamenta Juan.
El chef Jordi Cruz, responsable de ABaC. EFE
Para él, pese a la reflexión de Adrià o la justificación que en su día dio quien fuera su jefe, el que vivió «no es un ambiente por el cual debería pasar ningún aspirante a chef». «Como me pasó a mí, a muchos también se les podrían quitar las ganas de seguir estudiando y de dedicarse en un futuro a esta profesión».
Este periódico se ha puesto en contacto con ABaC por teléfono y correo electrónico pero en el momento de la publicación de este reportaje no había obtenido respuesta.
El mejor restaurante del mundo
En 2019, Isabel (nombre ficticio) se matriculó en la Escuela Superior de Hostelería de Sevilla. En el último curso, en los últimos coletazos de la pandemia de Covid-19, quiso hacer unas prácticas enfocadas en I+D. Primero pasó dos meses en Casa Marcial, un restaurante asturiano de dos estrellas Michelin, donde, según dice, tuvo una experiencia positiva.
Allí, aunque las prácticas no eran remuneradas, el restaurante les proporcionaba alojamiento y una comida diaria. La dirección también les dio algo de dinero en sustitución de esta comida. «Era la época final del Covid y la gente estaba como loca por salir», recuerda Isabel.
Sin embargo, las cosas cambiaron en la segunda etapa de sus prácticas, en septiembre de 2021, cuando pasó seis meses en la cocina del restaurante de sus sueños: Disfrutar, el renombrado establecimiento de Barcelona con tres estrellas en la famosa guía francesa –la última, conseguida este año– y número 1 del mundo según la lista de ‘The World’s 50 Best Restaurants’ 2024, dirigido por los chefs Oriol Castro, Eduard Xatruch y Mateu Casañas.
«Era el sitio perfecto para aprender I+D y mi sueño. Sabía a lo que iba pero nunca pensé que sería tanto hasta que lo viví. Trabajaba como cualquier cocinero contratado, 14 horas al día en dos turnos de siete horas: de nueve a cinco y media, descansaba dos horas, y volvía a las siete hasta el cierre, normalmente las doce y media de la noche o la una. Llegó un punto que no podía ni levantarme de la cama«, explica Isabel, que tenía este horario cinco días a la semana; primero, descansando domingo y lunes, y luego, sábado y domingo.
Al igual que en Casa Marcial, en Disfrutar le dieron alojamiento en un piso en el que convivió con otras siete personas, a cinco minutos caminando del restaurante. Vivía en una habitación con litera con otra chica que terminó yéndose a la semana por no aguantar la presión.
«Me hizo ilusión que me aceptaran y no estoy en contra de las prácticas no remuneradas. Solo que después de la experiencia vi que ese mundo no era para mí. Al principio estuve en la cocina de producción y el estrés se podía sobrellevar. Pero luego pasé a la zona de I+D, donde se crean los nuevos platos y hay una sala VIP en la que se da servicio a seis personas. Allí lo pasé un poco peor», explica.
Oriol Castro, Mateu Casañas y Eduard Xatruch, chefs detrás de Disfrutar. EFE
En su experiencia, Isabel señala que el trato de los chefs hacia los ‘stagiaires’ siempre «fue educado y correcto». Dice que, como ella, había 70 estudiantes frente a 15 trabajadores fijos. Al final de las prácticas, le ofrecieron quedarse, pero declinó la oferta: «Los horarios eran los mismos y el sueldo no pasaba de los 1.200-1.300 euros mensuales. Y vivir en Barcelona con ese sueldo es imposible», dice Isabel.
También recuerda que el libro de Disfrutar que recoge la historia y las recetas que han hecho a este restaurante mundialmente famoso, a los becarios no se lo regalaban. «Digo yo que, después de haber estado trabajando gratis seis meses, nos podrían al menos regalar el libro, que costaba unos 280 euros, pero no. Nos hacían un descuento», dice Isabel, que también se queja de que las propinas, al menos cuando estuvo ella, «sólo se repartían entre los trabajadores fijos».
Las cosas en Disfrutar han ido cambiando. Según dice Isabel, ahora las prácticas se limitan a ocho horas diarias. Así lo corrobora también Mateu Casañas, uno de los chefs detrás del proyecto: «Todos tenemos una responsabilidad en hacer que las cosas cambien. Las administraciones por un camino, y los restaurantes siendo más generosos. No somos ajenos a las demandas de los jóvenes y tenemos que dejarnos exigir por ellos para mejorar», dice el chef.
«Tenemos un máximo respeto por quienes vienen a formarse con nosotros porque nosotros sabemos también de dónde venimos y cómo eran las cosas hace años. Y como también sabemos hacia dónde vamos, tratamos de mejorar de forma constante: por ejemplo, cerramos sábado y domingo para que nuestro personal pueda conciliar«, asegura Casañas.
El chef no niega, sin embargo, que trabajar en la cocina de Disfrutar sea exigente: «Hay muchos modelos y, en concreto, el de Disfrutar, es muy exigente y ponemos las cartas encima de la mesa. Quien quiere venir a formarse en la excelencia lo hace libremente y plenamente consciente de la dedicación que conlleva. Y también es cierto, que cuantas más manos ayuden, mejor”.
«Esto no quita nuestro compromiso por dignificar el oficio e ir abriéndonos a nuevas fórmulas, como prácticas duales remuneradas. Si existe un debate sobre los ‘stagiaires’ es que quedan cosas por hacer y tenemos que ir cambiando todos poco a poco», asegura Casañas en conversación con este periódico.
Por su parte, Isabel, coincide en esto con quien fuera su jefe: «Al final no creo que sea culpa del restaurante. Son cocinas muy exigentes y están enseñando a mucha gente. Las escuelas son las que tendrían que limitar la duración de las prácticas y definir previamente con los restaurantes las condiciones de los estudiantes, porque si les dicen que pueden hacer lo que quieran, al final, se aprovechan».
No presentarse
Testimonios como los de Juan e Isabel también los corrobora Antonio (nombre ficticio), que trabajó como coctelero en el bar de un hotel con restaurante estrella Michelin. En concreto, en el Mandarin Oriental de Barcelona, donde la familia Ruscalleda lleva el Moments, premiado con dos estrellas de la prestigiosa guía gastronómica.
El profesor Ricardo Fernández Guerra. X
Lo que describe no es muy diferente a los casos anteriores: «La gente hacía turnos partidos de seis o siete horas cada uno, con dos horas de descanso. Mientras los contratados se podían llevar propinas de 700 euros al mes, a los becarios les daban 50, cuando tenían la misma dedicación y responsabilidad. En este caso, no les daban alojamiento, sino una paga de 300 euros al mes con la que en Barcelona no da ni para alquilar una habitación en un piso compartido. A mi forma de ver, era criminal», afirma Antonio.
Por su parte, Rodrigo (otro nombre ficticio) no llegó a entrar en Calima, el extinto restaurante con dos estrellas Michelin del chef Dani García en Marbella, que cerró en 2013: «Me ofrecían entre doce y trece horas diarias de trabajo partido, durante cuatro meses en temporada alta en Marbella. Me daban una habitación compartida con dos o tres más en una especie de piso-patera, en literas, y una comida al día. En compensación por la otra comida me daban 200 euros al mes. Yo llevaba ya 10 años en buenos restaurantes y lo rechacé. El maître no se lo podía creer.. Me decía que no entendía que perdiese la oportunidad que me ofrecían», relata Rodrigo.
Desde entonces, como es el caso de Disfrutar, algunos restaurantes se han adaptado mejor que otros. Quien conoce bien esta evolución por su experiencia personal y, ahora, a través de sus alumnos, es Ricardo Fernández Guerra. Lleva 15 años como profesor de FP de hostelería y cocina, ahora en Pontevedra. Antes de dedicarse a la docencia, en la que lleva 15 años, trabajó con renombrados chefs en los 90, como Martín Berasategui.
«Las condiciones de entonces con las de ahora no tienen nada que ver. La juventud es diferente: prioriza el tiempo personal sobre el dinero o el prestigio en el currículum. Hay restaurantes que lo están entendiendo y otros que no. Pero lo que no puede cambiar es la exigencia de la alta cocina: si quieres estar ahí, tienes que saber lo que hay. Si quieres decir que has estado en DiverXO, tienes que pasar por DiverXO, no hay otra», explica.
Desde su experiencia cuenta, por ejemplo, que el curso pasado, de 19 alumnos, sólo tres optaron por hacer sus prácticas en restaurantes con estrella Michelin. «La mayoría ya no está dispuesta a pasar 14 horas al día en un restaurante. Los jóvenes apuestan más por cocinas tradicionales de proximidad y por colectividades, como puede ser una residencia de ancianos. Lo que esto supone es que cada vez viene gente con menos vocación a las escuelas. Y puede que vayamos a un modelo de alta cocina más limitado donde cada vez se coja a menos alumnos para atenderles mejor», concluye el profesor.