#ElRinconDeZalacain Guajolote, pavo, totol, el nombre es lo de menos, las recetas antiguas puestas en la crónica de hoy
Por Jesús Manuel Hernández*
La llegada de los llamados nuevos Libros de Texto Gratuitos a las escuelas es un tema no lejano a la gastronomía, algunos de ellos tienen un contenido bastante identificado con asuntos culinarios y la forma de llamar a los productos usados para la alimentación cotidiana.
Tal es el caso del “guajolote”, según el libro ese nombre proviene del náhuatl “huexólotl” traducido como “viejo monstruo” y el texto explica las variantes de llamarle según las regiones del país. En Veracruz se le dice “totol”, en Hidalgo, “cono”; en Guerrero, “pipilo”; en Baja California y San Luis Potosí, “pavo” y en el resto del país, “guajolote”.
Zalacaín recordaba en su niñez los opíparos desayunos con su abuela materna, quien le enseñó entre otras cosas a comer tortillas de mano recién cocidas, aderezadas con manteca y sal, y un “huevo de totol” decía ella al referirse al enorme huevo de la guajolota.
En los Estados Unidos es común llamarle “pavo” y su presencia en la comida de “Acción de Gracias” es una de las tradiciones más arraigadas.
En Puebla en cambio, se ha dejado de usar como alimento unido al famoso “Mole Poblano” y se suple con carne de gallina.
Zalacaín recordó alguna de las muy antiguas recetas de la época del “rey prudente” de España, Felipe II fue monarca en la segunda mitad del siglo XVI y además de construir “El Escorial”, esa magnífica fortaleza monasterio de los monjes Jerónimos, tuvo fama por su austeridad.
Pues bien, recordaba el aventurero, en 1998 la Consejería de Cultura del Ayuntamiento de El Escorial publicó un compendio de recetas bajo el titulo “El Arte de la Cocina en Tiempos de Felipe II”, el trabajo de reunirlas fue responsabilidad de Armando Jiménez Tejedor y el resultado es un impecable libro derivado de una magnífica investigación; no es, de ninguna manera, aseguraba Zalacaín a sus amistades, un “libro florero”, impreso en papel couché de grueso gramaje, cuya función es simplemente adornar una mesa.
Nada de eso, Jiménez Tejedor fue a las fuentes de información valederas, le llevó dos años reunir las recetas. La introducción dice en su parte final:
“Dos años de trabajo, medio centenar de personas mullendo papeles y experimentando platos, un gran cocinero siempre al pie del fogón y toda un infraestructura burocrática, han hecho posible este libro, que el lector no debe plantarse como un libro más de cocina, sino como una fuerza irreversible que le anima a descubrir sabores inéditos, gustos exóticos y sensaciones desconocidas, en ese excelente lugar el encuentro y punto de convivencia que se genera alrededor de la buena mesa.
“Algunos como el Abad Nilo, allá por el siglo XI, se empeñaron en relacionar los gratos manjares y las extraordinarias viandas, con el cocinero mayor del infierno, un tal Nabuzardán, quien ayudado por el panadero en jefe, el diablo Ademúz, inventaban a diario nuevas potagerías, guisados, salsas y botillerias, que despertaban la gula en los hombres y les inducían al duro trabajo y al castigable pecado. Otros, mucho más humanos y hedonistas, como un tal Vigilancio, nos enseñó que ‘Dios ha hecho la noche para dormir y los exquisitos manjares para satisfacción del hombre, y que nos ha puesto en este mundo para vivir felices gozando de él’.
“Nunca sabremos cual de estas dos escuelas es la creadora y difusora de los placeres relacionados con la comida, sin embargo nosotros entendemos, que ha sido el proceso de aculturación del ser humano el que ha logrado convertir lo puramente biológico y natural en raudales de placer. Es aquí donde nuestro libro quiere incidir, mostrando los sabores de un tiempo y de un espacio, donde lo importante para unos era poder comer, mientras para otros era saber comer”.
Vaya texto, unas cuantas palabras para dejar una premisa invaluable: no es lo mismo comer, a saber comer.
Y precisamente en el repaso del libro Zalacaín localizó la receta buscada atribuída a Francisco Martínez Montiño, el cocinero del “Siglo de Oro Español”.
No aparece la palabra “guajolote” en la receta buscada, pero sí una llamada “Pavo Asado”, Zalacaín la leyó:
“Un pavo se ha de perdigar sobre las parrillas, después de bien limpio, y se ha de embroquetar con dos broquetas de caña, o de otra madera que no amargue; luego espetarlo en su asador, y empapelarlo poniéndole debaxo (debajo) del papel unas lonjas de tocino delgadas; y le echará sal, y se pondrán hincar algunos clavos en las pechugas, aunque algunos lo usan.
“Para la salsa de este pavo, tomarás dos onzas de almendras mondadas, y tostadas en la sartén y las majarás; y asarás dos higadillo de gallina, o el del pavo que estén bien secos, y machacarlo todo junto, y le echarás dos onzas de azúcar; y de que esté todo bien molido, lo desatarás con caldo, que no tenga grasa, y lo echarás en un cacillo, y ponlo a cocer, de manera, que dé dos o tres hervores, meneándola siempre con un cucharón; y luego colarlo por un cedacillo, o estameña, y ponerle un poco de canela molida, y un poco de zumo de limón. Se ha de servir fría esta salsa“.
Nada difícil de hacer pensaba Zalacaín, quizá más complicada era la receta de la abuela, empezaba por retorcerle el cuello al guajolote, meterlo en agua caliente para desplumarlo, lavarlo, quitarle las raíces de las plumas, abrirlo, sacar las menudencias, colgarlo y luego la tarea más difícil de la receta “deshuesar el pavo”, sí, la abuela ayudada por unos instrumentos rarísimos para el infante Zalacaín, iba sacando los huesos y en su lugar metía unos alambres, unidos entre sí para darle forma al guajolote, era una especie de “esqueleto” después se metía al horno, se hacían salsas, rellenos, a veces con carne de cerdo, uvas pasas, frutos secos, pan molido, huevos.
Al final al guajolote aquél se le sacaban los alambres y entonces quedaba en su forma original pero ya cocido y se rebanaba perfectamente. Toda una aventura aquellas comidas de guajolote al horno y luego las tías hacían el postre, simple, yemas de huevo, leche y otros ingredientes “secretos” decían ellas, pero él sí los conocía, le llamaban “Manjar de ángeles”, pero esa, esa es otra historia.
*Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana, Ed. Planeta
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