Williiam MacAskill, profesor de filosofía de la Universidad de Oxford, se ha alzado como la más eminente voz del largoplacismo radical, doctrina a la que se circunscribe el multimillonario y dueño de Twitter
ENRIQUE ZAMORANO / ACyV
Todo el mundo mira con recelo a Elon Musk. El multimillonario estadounidense de origen sudafricano, dueño de Tesla y ahora de Twitter, no deja de estar en el centro de la diana. Desde que compró la red social, todas las noticias que aparecen a este lado del planeta barruntan tiempos apocalípticos para la red social del pajarito azul. ¿Es un capricho más en las manos de alguien que no se cansa ser el centro de atención? ¿Vamos a tener que pagar para usarlo? ¿Ha echado a casi toda la plantilla? ¿Qué hace entrando en las oficinas con un lavabo?
Este alud de titulares de las últimas semanas se ve amplificado por los breves mensajes que él mismo publica en su red social. Su ideología alineada con los valores neoliberales más radicales (no hay un hombre más «hecho a sí mismo» como él, con permiso de nuestro Amancio Ortega) hace temblar a los que soñaban con un Internet abierto y libre, que atendiera a los intereses reales de la gente común y sirviera de conector entre las altas esferas y las bajas, pues no hay mayor mito del progresismo cibernético que Twitter.
Todo el mundo está mirando a Twitter, pero el gran problema de Musk es este juicio millonarioMario Escribano
En este sentido, las últimas maniobras de Musk, entrecomillados y tuits no pueden ser más que una cortina de humo de sus verdaderas intenciones, mucho más ocultas y reservadas. Al fin y al cabo, vivimos en una aldea global en la que ciertas multinacionales tienen poderes fácticos que ya quisieran muchos gobiernosr, y no hay que pasar por alto las ambiciones del hombre más rico del planeta. Habría que leer entre líneas a través de ellas, psicoanalizarle… Y como esto resulta harto difícil, y a veces contradictorio, recurriremos a analizar sus influencias filosóficas, ya que su peligrosa ideología ultraliberal emana de ellas.
Importa el futuro: el auge del largoplacismo radical
A finales del año pasado empezó a popularizarse un término entre los grandes círculos académicos: el longtermism o «largoplacismo radical». No en vano, llevaba el sello de Oxford. Venía firmado por dos filósofos, Hillary Graves y William MacAskill que anteponían como mayor prioridad frente a todos los problemas actuales la pretensión de garantizar un futuro a la humanidad. Una idea nada nueva a simple vista, dada la gran afluencia de distopías en nuestra época y la incapacidad de asomarnos de forma positiva a un futuro tan amenazado por riesgos existenciales como el cambio climático o la robotización del mercado de trabajo. Solo que Graves y MacAskill se asomaban a ese hipotético futuro muy a cientos o miles de años vista, tomando de punto de partida de que estamos al borde de un gran cambio que traerá un desarrollo tecnológico exponencial. Este se producirá cuando finalmente consigamos colonizar otros planetas y el sueño transhumano de fusionarnos con la máquina se haga realidad.
Puede parecer otro delirio a camino entre la ciencia ficción y la filosofía que no se traduciría en nada en el mundo real, pues nuestra realidad cotidiana dista mucho, por el momento, de estos sueños húmedos de ambiciosos millonarios. Sin embargo, en dicho paper se justificaba mediante procesos lógicos, por ejemplo, el sacrificio de una buena parte de la humanidad actual con serios problemas de subsistencia fruto de la enorme desigualdad económica, en pos de asegurar un futuro a largo plazo a los supervivientes para que puedan reproducirse y conquistar nuevos mundos a partir de la alta tecnología. Dicho sacrificio no se traducía en un asesinato vil y despiadado, sino en la merma de fondos destinados a luchar contra el hambre en países en vías de desarrollo o contra enfermedades mortales como la malaria en países de África y Asía. En esto se basa, al fin y al cabo, esta corriente radical del altruismo eficaz (EA, por sus siglas en inglés), una escuela de intelectuales financiada por grandes millonarios para resolver ética y racionalmente las grandes conjeturas a las que se enfrenta la humanidad en su conjunto de ahora en adelante, que no son pocas.
Eugenesia y reinicio
Ahora, MacAskill ha publicado un nuevo libro, titulado expresamente What we owe the future (algo así como «Lo que le debemos al futuro»), que está siendo un éxito en Estados Unidos y, sobre todo, dentro de los círculos empresariales y tecnológicos más punteros del planeta. El propio Elon Musk tuiteó hace unos meses, cuando todavía no era el dueño de Twitter, que «merecía la pena leerlo» y que «era lo más cercano a su filosofía». Estas palabras, sumada a la enorme repercusión que ha tenido el libro, han contribuido a convertir a MacAskill en el máximo puntal intelectual de la corriente del largoplacismo radical. «Han influido directamente en los informes del secretario general de las Naciones Unidas y un experto en esta ideología dirige actualmente la Rand Corporation», informa Émil P. Torres en un artículo publicado en Salon. «El largoplacismo está en todas partes y detrás de los focos, tiene muchos seguidores en el sector tecnológico. Sus defensores mueven cada vez más hilos en los principales gobiernos mundiales y élites empresariales». En otras palabras, no hay que tomárselo a broma, esto va en serio.
Una de las ideas más perversas de MacAskill es profundizar en el desarrollo de bioingeniería humana partiendo de una base eugenésica. Es decir, aumentar la calidad genética de la especie humana a partir de métodos tecnológicos. «Los avances en biotecnología podrían proporcionarnos otro camino para reiniciar el crecimiento», escribe. «Si los científicos con habilidades de investigación al nivel de Einstein fueran clonados y entrenados desde una edad temprana, o si los seres humanos fueran modificados genéticamente para tener mayores habilidades de cognición, esto podría compensar el hecho de que hubiera una menor población mundial y, por lo tanto, sostener el progreso tecnológico».
Para el filósofo británico, es necesario seguir acelerando los motores de la industria tecnológica, así como aumentar la partida de los gobiernos en I+D+i para destinar los fondos a diseñar inteligencias artificiales cada vez más especializadas que, incluso, piensen por nosotros otros modelos de desarrollo. Y, para ello, como es obvio, habría que dedicar una gran labor de investigación para garantizar que tanto los robots como estas máquinas de pensamiento y análisis no sucumban a la tentación de someter a la humanidad en un sistema totalitario cibernético. Sí, la amenaza de que finalmente los robots tomen el control y el poder de la sociedad es uno de los riesgos existenciales más acuciantes para el futuro de la humanidad, a la altura de afrontar el cambio climático para prevenir catástrofes.
En esto sí que coincide MacAskill con los predicados ambientalistas: hay que prevenir la deforestación del planeta, las grandes sequías, el derretimiento de las placas polares por el aumento global de la temperatura media, las extinciones potenciales de especies o las olas de calor. Pero, en caso de que esto pudiera llegar a suceder (una probabilidad no demasiado lejana, pues más que un escenario concreto es un proceso que ya está en marcha), no habría que tener reparos en apretar el botón rojo para volver a empezar otra vez. Es decir, más que frenar la amenaza climática y destinar recursos a la disminución de las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera o buscar un brusco cambio de los sistemas productivos, habría que garantizar que unos pocos humanos supervivientes contaran con todos los recursos naturales y artificiales para empezar de cero. Esto conecta, a su vez, con la creciente oferta y demanda de los búnkeres para asegurar la vida y subsistencia de multimillonarios ante un riesgo natural catastrófico.
La humanidad está en peligro (y los multimillonarios ‘preppers’ tienen la culpa)Enrique Zamorano
Vale más la pena garantizar el futuro de la humanidad que está por venir, que el presente de millones de personas que no tendrán ninguna importancia comparadas a la gran masa de habitantes que podría haber de aquí a unos siglos vista, no solo en el planeta Tierra, sino por todo el Sistema Solar. «Desde que hemos adoptado esta apertura hacia el futuro, habría más personas viviendo en él que en la generación actual. Esto significa qeu si quieres ayudar a la gente en su totalidad, tu mayor preocupación consiste no en ayudar a los seres humanos actuales, sino asegurar que el futuro de la humanidad a largo plazo», escribía Benjamin Todd, otro de los discípulos de MacAskill, en una entrada antigua.
Un argumento a favor del largoplacismo
Podemos pensar que están locos, que no tienen ningún reparo en admitir su egoísmo insaciable o que obedecen a intereses muy oscuros. Pero, dentro de sus postulados lógicos y morales, todo guarda una extraña lógica que no podemos desdeñar y que parte de la premisa de que, al igual que el espacio es relativo, el tiempo también lo es. Este reduccionismo propio de la física cuántica es el argumento que esgrime Peter Godfreys-Smith, profesor de historia y filosofía de la ciencia en la Universidad de Sydney, para defender a los largoplacistas en los que se inspira Musk.
«A menudo se nos dice que el tiempo es otra dimensión física, similar al espacio, y que las personas del futuro son partes reales del universo», sostiene en un artículo de Foreign Policy, en el que reseña el libro de MacAskill. «La idea de que las personas del futuro están distantas en el tiempo de una manera similar a la distancia espacial es algo que bastantes físicos y filósofos dirían que es objetivamente correcto». Algo que MacAskill corrobora en su libro: «La distancia temporal es como la distancia espacial. Las personas nos importan aunque vivan a kilómetros de distancia. Por tanto, del mismo modo nos importarían si vivieran dentro de miles de años».
En este sentido, «aprendimos a no ignorar a personas de todo el mundo», cuando la globalización llegó y el sistema capitalista se expandió a todos los continentes, colonizando nuevos territorios en sus ansias imperialistas por la adquisición de materias primas o mediante la externalización de la mano de obra barata. «Y el objetivo de MacAskill es que aprendamos a no ignorar otro tipo de distancia, esta vez temporal», señala Godfreys-Smith. «Las personas del futuro afectadas por las decisiones que tomamos ahora no están ahí fuera, como individuos, esperando a ser tenidos en cuenta. Su existencia depende de las elecciones que hagamos».
Un salmo futurista después de todo
Como es obvio, Musk no es el único actor con poder que está decidido a poner en marcha las ideas largoplacistas. En el artículo de Torres crítico con MacAskill, podemos encontrar importantes nombres de la industria y política estadounidense que están decididos a llevar a la práctica las teorías del filósofo. El Instituto Futuro de la Humanidad es el lobby que aglutina a la cara más visible de la corriente, pero sus ramificaciones, como expone la periodista de Salon se extienden a todas las esferas. Incluso, llega a mencionar que António Guterres, secretario general de las Naciones Unidas, está muy influido por estos preceptos. La periodista asocia que la Cumbre del Futuro que se celebrará en septiembre de 2023 servirá para llevar al debate internacional las ideas largoplacistas.
El filósofo que te hará creer de una vez por todas que vivimos en una simulación informáticaEnrique Zamorano
Sin embargo, como concluye Torres, el largoplacismo responde a una «cosmovisión cuasirreligiosa de que Occidente es el pináculo del desarrollo humano», así como una consecuencia directa del optimismo tecnológico de nuestros días. Esto, como es evidente, obvia los problemas y las situaciones de una gran parte de la población mundial, aquella que no es blanca ni vive en el lado occidental del mundo. Por tanto, se está excluyendo y negando el futuro de millones de personas en pos de garantizar el de unos pocos que supuestamente son los destinados a colonizar el espacio y hacer avanzar a la especie humana. Habrá intelectuales que nieguen esta afrenta moral contra el resto de la especie. Lo que está claro es que, ante la incapacidad de imaginar un sistema más justo e igualitario (lo que sin duda conllevaría renunciar a una gran parte de sus privilegios) cualquier salmo futurista parece calmar la angustia de aquellos que más tienen que perder en las aguas turbulentas del futuro.