Al leer ‘The Right to sex’ (‘El derecho al sexo’), pienso, más que en lo que dice, en si en cinco años será una discusión que cope las redes y los medios, llegue al parlamento y tenga una campaña en televisión del Ministerio de Igualdad
ÁLVARO «CORAZÓN RURAL» / EL CONFIDENCIAL
Cuando era adolescente, un grupo de amigos y conocidos montó un Kolectivo Antifascista en el barrio. Era una época, para los chavales de nuestra edad, de efervescencia ideológica en buena parte causada por la violencia de los cabezas rapadas. Alrededor del Kolectivo empezaron a circular fanzines y a aparecer una serie de ideas que a mí me parecían exóticas y a veces un tanto moralistas. Se hablaba de la vivisección, del veganismo y se montaron encuentros para reflexionar sobre la forma que teníamos de hablar de las mujeres.
Pues bien, en tres décadas, la vivisección pasó de ser un asunto conocido por una canción de Soziedad Alkohólika a ser legislado en el Parlamento Europeo; el veganismo, de conducta excéntrica a ser la dieta de muchas personas, entre ellas artistas, famosos de todo pelo, incluidos deportistas de elite, y el feminismo está en el debate del día a día en tres cuartas partes del planeta y es uno de los principios ideológicos dominantes del actual Gobierno de España. De hecho, algunas personas del Kolectivo han hecho carrera alrededor de la defensa de ideas de este tipo.
Siempre he tenido presente este ejemplo para pensar en la vida de las ideas. Cómo nacen y, desde la insignificancia, pueden llegar al discurso dominante. Ahora, todas estas sensaciones las he tenido presentes al leer ‘The Right to sex’ (‘El derecho al sexo’) de la académica Amia Srinivasan. Un ensayo que vale más por las preguntas incómodas que realiza que por sus respuestas, pero que viene pegando fuerte, es finalista a los National Book Critics Circle Awards, y a finales de este año, posiblemente en noviembre, se publicará la traducción en España. Al leerlo, pienso, más que en lo que dice, en si en cinco años será una discusión que cope las redes y los medios, llegue al parlamento y tenga una campaña en televisión del Ministerio de Igualdad.
En un principio, si por algo despierta curiosidad este libro es por haber tenido que asistir atónitos a los crímenes cometidos por ‘incels‘, célibes involuntarios, en los últimos años. Hombres que creen que tienen derecho a tener sexo y que, como no lo huelen, piensan que las mujeres son las culpables de que no lo tengan, les están privando del sexo. Elliot Rodger, de 22 años, que asesinó a seis personas e hirió a trece en 2014, dejó escrito «lo único que quise fue encajar y vivir una vida feliz (…) pero fui excluido, rechazado, obligado a soportar una existencia de soledad e insignificancia, todo porque las hembras de mi especie humana eran incapaces de ver algo atractivo en mí».
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Este asesino era un niño bien, mitad blanco mitad malasio, que había crecido en Los Angeles. Suena bien, pero era bajito, no se le daban bien los deportes y era demasiado tímido. No tenía amigos y estaba desesperado por molar. También dejó escrito que se había teñido el pelo de rubio porque los rubios son «mucho más guapos», y se preguntaba: «¿Cómo puede un chico negro feo e inferior conseguir a una chica blanca y yo no? Soy guapo, soy medio blanco, desciendo de la aristocracia británica y ellos de esclavos». En un hilo de Reddit de apoyo a los ‘incels’ con más de 40.000 miembros, la conclusión tras la matanza que perpetró era que hubiera bastado solo con que una «mala puta» de mujer se hubiera acostado con él y el pobre Rodger no habría tenido que matar a nadie.
Srinivasan señala la contradicción que había en que este chico sufriera acoso y burlas de otros chicos por ser virgen y que a quien odiase fuese a las mujeres, pero va más allá y se atreve a hacer lo que llama «la pregunta complicada»: si el problema es que Rodger no conseguía tener sexo por «la asunción de las normas patriarcales del atractivo sexual masculino por parte de las mujeres». El razonamiento es sencillo. La autora reflexiona sobre si los códigos que definen la norma más que la excepción sobre el atractivo de las personas no estarán profundamente motivados por relaciones de poder, racistas, clasistas o neuróticas.
Si se reduce el sexo al consentimiento nada más, a través de la «preferencia personal» se encubriría la misoginia, el racismo y la transfobia
Para explicarlo, menciona el concepto ‘fuckability’, que no se refiere a la posibilidad de acostarse con las personas, sino al estatus que confiere hacerlo. En este sentido, los blancos estarían en lo alto de la pirámide y después seguiría una estratificación por motivos color de la piel, nacionalidad y, por supuesto, dinero. Podría ser un brindis al sol, pero actualmente la tesis se puede comprobar empíricamente por las app para ligar. En la esfera anglosajona, los hombres de rasgos asiáticos son los peor parados. Incluso en España, Chenta Tsai «Putochinomaricón» se quejó en eldiario.es del racismo hacia los cuerpos asiáticos en la comunidad gay. Además, explica la autora, también existe el fenómeno de que los hombres negros prefieran a las mujeres negras cuanto más clara tengan la piel. En las estadísticas de PornHub de 2017, las veinte estrellas más populares menos dos eran blancas, todas delgadas, sin discapacidades, mujeres cis y completamente rasuradas.
A partir de la ‘fuckability’, Srinivasan entiende que las relaciones sexuales no pueden tenerse en cuenta solo desde el prisma del feminismo tradicional del consentimiento. Lo compara con el capitalismo. «No importa qué condiciones dan lugar a la dinámica de la oferta y la demanda, sino que tanto el comprador como el vendedor hayan aceptado la trasferencia». Su conclusión es que si se reduce el sexo al consentimiento nada más, a través de la «preferencia personal» se encubriría la misoginia, el racismo, el capacitismo y la transfobia entre otros «sistemas opresivos».
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El obstáculo de este punto de vista pasa, como ella misma admite, sobre la complicada arquitectura del deseo. En el capítulo en el que habla de la pornografía, cita que en los encuentros en los años 70 de Women Against Pornography (WAP) se proyectaban diapositivas para crear conciencia sobre lo que entendían que era un problema social. Según cita, años después, algunas admitieron que se habían excitado con las fotos.
Srinivasan niega, por lo tanto, que exista un derecho al sexo, «nadie está obligado a tener relaciones sexuales con otra persona», insiste, pero su planteamiento parte de la base de que hay personas «injustamente marginadas o excluidas sexualmente». Para explicarlo, aporta una metáfora de la escritora Rebecca Solnit cuando dice que no puedes obligar a nadie a que te dé un mordisco de su sándwich, que si no te lo quieren dar, no estás oprimido, para replicar el caso hipotético de que en una escuela todos los niños compartan sus bocadillos entre ellos menos con los que son oscuros de piel, gordos o discapacitados. Precisamente, hay activistas con discapacidad que han exigido que haya una educación sexual más inclusiva en los centros escolares o que se garantice más diversidad en la publicidad o en los medios, pero Srinivasan piensa que es «ingenuo» pensar que eso vaya a servir para algo.
La autora muestra desdén hacia las lesbianas que no quieren tener sexo con mujeres con pene
Hay un ejemplo palmario de toda esta polémica. Las lesbianas que no quieren tener sexo con mujeres con pene lesbianas y se niegan a admitir que se las denomine intolerantes. La autora muestra un desdén hacia ellas, a mi juicio, escalofriante. Su idea es que las preferencias sexuales pueden alterarse, cambian a lo largo de la vida, a veces a propósito, que no nos excitan los genitales, sino «una forma de estar en el mundo» y que, aunque no exista un derecho al sexo, sí que hay «un deber» de transfigurar nuestros deseos, porque «la preferencia sexual fija es política, no metafísica».
Por el contrario, es un acierto cuando viene a definir a los ‘incels’ como una suerte de obreros de derechas. Están explotados por un sistema que no cuestionan. No plantean que hay una dinámica excluyente en las preferencias sexuales que se refuerza con el mensaje de los medios o la publicidad, sino que exigen estar en lo alto de esa pirámide del deseo por decreto. Según las investigaciones de la autora, no están interesados en las mujeres que son aparentemente como ellos: «un tema recurrente es la hipocresía de los hombres ‘incel’, que afirman ser demasiado feos o socialmente torpes para encontrar el amor y el sexo, pero que no están interesados en mujeres convencionales, poco atractivas o socialmente torpes«. Hay también grupos de chicas que no han tenido relaciones, las ‘trufemcels’, son vírgenes, nunca nadie las ha dado un beso y les gustaría tener relaciones, pero en teoría los ‘incels’ no tienen interés en ellas: quieren a las mujeres trofeo. Hablan de la hipergamia femenina, que las mujeres solo tienen relaciones con un pequeño número de hombres triunfadores. Los ‘incels’, más que un anhelo de sexo, lo que reclaman es el estatus que les dé acceso a las mujeres más atractivas.
El Tribunal Supremo avala el sindicato de trabajadoras sexuales y anula su disoluciónEuropa Press
Llegados a este punto, cita, para ridiculizarlo, y con razón a mi modo de ver, al economista Robin Hanson quien, tras el atentado ‘incel’ de Toronto, que le costó la vida a diez personas, se preguntó en su blog por qué los progresistas estaban tan preocupados de repartir la riqueza y no de redistribuir el sexo. Para facilitar el acceso a las relaciones a la población poco exitosa, proponía que el Estado les diese dinero para que recurrieran a la prostitución. Entonces, a la hora de abordar el mal llamado trabajo sexual, salta la sorpresa. En lugar de denunciar la existencia de un proletariado sexual al servicio de quien pueda pagarlo, el paradigma de la mentalidad ‘incel’ que tan bien ha diseccionado, la autora lo que ofrece es una invectiva directa contra las feministas abolicionistas. Se posiciona sin ambages de acuerdo con las feministas de tercera ola que sostienen que el trabajo sexual es un trabajo y «puede ser mejor que el trabajo doméstico», que las prostitutas no necesitan «rescates o rehabilitación» y sí «protección legal y material, seguridad y protección». En un apartado, llega a citar a España. Dice:
«En 2018, un tribunal español anuló los estatutos de un sindicato de trabajadoras sexuales, bajo una intensa presión de feministas contra la prostitución, con el argumento de que el trabajo sexual no es trabajo. La sentencia no se aplica a aquellas mujeres que trabajan en «clubes de caballeros», es decir, burdeles, casi siempre operados por hombres. Las trabajadoras sexuales españolas que quieren trabajar para sí mismas, y no para hombres, no disfrutan de protección laboral, no pueden recibir pensiones estatales ni seguridad social y la policía las multa de forma rutinaria en virtud de vagas leyes de seguridad pública».
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En fin, no es objeto de esta columna perderse en los detalles que no se compadecen con la realidad española de ese párrafo, pero vaya por delante señalar que, en su idea central, confunde que aquí los tribunales lo que distinguieron fue entre actividad de alterne y ejercicio de la prostitución. Uno de esos matices en los que se resbalan tan a menudo en la esfera anglosajona cuando miran al exterior.
Como conclusión, la académica se pregunta a quién liberó la revolución sexual y su respuesta es inequívoca: «No hemos sido libres todavía». Hay que reconocer que la tarea que se propone ‘The Right to sex’ es tremendamente ambiciosa y complicada. Sobre todo cuando se abordan estas cuestiones prescindiendo de cómo los avances técnico-científicos y la economía moldean la sociedad posiblemente más que las grandes ideas. Al final el sexo y el deseo también son un reflejo de otros fenómenos. Yo mismo he comprobado con estupefacción cómo el atractivo de los hombres blancos rubios en China era disparatado, pero también el de los morenos en el Norte de Europa o el de los peludos y robustos en otras latitudes en según qué generaciones. Sin embargo, el pecado de la interseccionalidad, el enfoque general de esta obra, en el pecado lleva la penitencia y corre el riesgo de patinar una y otra vez abordando algo tan amplio y complejo como un ‘totum revolutum’, la forma de analizar que al fin y al cabo está en su naturaleza.
Sin dinero la libertad es muy relativa, que se lo pregunten a las mujeres pobres que «eligen» prostituirse
Tengo una pegatina de los años de la Transición, recogida en Bilbao, en la que aparece el dibujo de una lengua chupando un pezón peludo y la leyenda «libertad sexual». No hace falta explicar lo cargada de significado que estaba. Entonces se creía que con una educación sexual que sustituyera el oscurantismo represivo de las creencias religiosas llegaría esa libertad. Pero volvemos a lo de siempre. Lo mismo que sin dinero la libertad es muy relativa, que se lo pregunten a las mujeres pobres que «eligen» prostituirse, sin intimidad la libertad también es un sucedáneo. Hoy, la intimidad cada vez está más restringida. Sin intimidad, difícilmente se llegará a una sexualidad más sana y menos neurótica, ni siquiera a un deseo menos alienado por los estereotipos que proyectan los medios. De hecho, la gran paradoja de la actualidad es que las nuevas generaciones tienen menos relaciones sexuales que las anteriores, según estudios como el de Jean Twenge, de la Universidad de San Diego.
El año pasado también salió ‘The Young HG Wells: Changing the world’ (Viking, 2021), la biografía de los escritores más reconocidos a la hora de imaginar el futuro. Por lo visto, HG Wells le confesó a un amigo: «pocas personas gozan de salud mental, moral o física sin sexo». Un acierto pleno, sobre todo de acuerdo a los sucesos protagonizados por ‘incels’ que estamos empezando a ver. Y en un futuro mundo mejor, pronosticó, «no habrá más aspectos morales en el sexo que en una partida de golf o ajedrez». Ahí, si hubiera leído ‘The Right to sex’, habría pensado que el que estaba ante insuperable ciencia ficción era él.
Fuente: https://www.elconfidencial.com/cultura/2022-02-06/derecho-sexo-politica-llega-eleccion-pareja_3370039/