Los Periodistas

EL CAMAROTE 15.218 (II) | Cuando mi viaje a bordo del Seashore se convirtió en un capítulo de ‘Vacaciones en el mar’ | Papel

Nuestro reportero prosigue sus vacaciones en el crucero, donde la higiene es obsesiva: no hay una sola colilla a la vista y un comando repinta el casco cuando toca tierra. Otra cosa es el salón de juego…

FOTOGRAFÍAS DE SANTIAGO SAIZU

JORGE BENÍTEZ / PAPEL

Mi váter tenía la potencia succionadora de un Ferrari. Mi balcón se refrescaba cada madrugada con un manguerazo que nunca supe desde dónde era lanzado. Las tazas del desayuno ardían por los latigazos de fuerza del lavavajillas. El indonesio Ary ordenaba mi camarote con un rigor que habría provocado la admiración del almirante William H. McRaven, autor del superventas Hazte la cama. Los camareros sacaban brillo a las barras y reponían su inventario. Los corredores de cartas colocaban con mimo las fichas de cualquier jugador desordenado para evitar malentendidos.

Quien ha madrugado en un crucero ha podido comprobar que el barco nunca duerme. La prueba la hice desde la cubierta donde se permitía fumar, justo antes del desayuno: ceniceros limpios, ausencia de colillas furtivas en las esquinas y el frotado con jabón de las mamparas de las duchas.

El suelo formado por listones era fregoteado con unas mopas que borraban las huellas y las marcas de vaso de la última fiesta. Las redes que horas antes habían acordonado las piscinas para evitar la tentación de un baño nocturno y poliamoroso eran retiradas.

Cuando el barco permanecía atracado en el muelle, un comando de hombres carbonizados por el sol pintaban con pértigas cualquier rastro de óxido provocado por el salitre.

La obsesión por la higiene en un crucero es abrumadora.

Nada podía desentonar. El blanco de su carrocería debía brillar para ser el fondo de centenares de selfis de souvenir nostálgico, de recién casados, de curiosos e incluso hasta de asombrados que sólo querían mostrar en las redes sociales el tamaño del MSC Seashore como si hubieran encontrado un megalodón varado en la playa.

El esfuerzo colectivo y discreto del brillo era, junto a la amabilidad, la imagen que se exigía a un servicio, formado por filipinos, indonesios, indios, latinoamericanos, keniatas, europeos y hasta isleños de Mauricio.

Las pocas groserías que encontré en el viaje siempre vinieron de los pasajeros, nunca de ellos.

He visto a una azafata cercada en su atril por una decena de españoles que querían ver resuelto su acceso a internet de forma inmediata. Todos tenían un problema particular, un móvil particular, un coeficiente intelectual particular. «No lo entiendo», le decían a esa joven que iba configurando todos los teléfonos de un corrillo que no dejaba de crecer. El «sólo tengo una pregunta» era siempre la antesala de un discurso y cinco exigencias.

La conectividad es una cosa compleja en un barco. La red wifi es bromista y contar con un servicio fiable, que requiere de satélite, tiene un coste elevado. Era interesante que tanta gente proclamara en el pasillo que el objetivo de su viaje era relajarse, mientras muchos no estaban decididos a perder contacto con tierra firme. Y se lo hacían saber, a veces con malas formas, a aquella chica que los conectaba al mundo, como si el mundo los necesitara.

También asistí a la canonización de una crupier que daba juego a un grupo de eslavos desaforados en la mesa del blackjack.

Por sus montones y su aliento, calculé que cada uno de ellos manejaba varios miles de euros en fichas y media docena de copas. No hablaban inglés y no dejaban de dirigirse a la mujer en su propia idioma, que por supuesto no entendía. Le lanzaban de vez en cuando una ficha de propina para que, según el protocolo, ella hiciera sonar la campanilla de recepción como forma de agradecimiento.

Cada vez que la oían, los eslavos aplaudían como perros de Pavlov.

Cuando crucé por el casino horas después, todavía estaban allí. Con menos dinero y más vasos vacíos. «Siga, siga que yo no le entiendo», respondía la crupier en español cuando el más perjudicado le echaba un discurso balbuceante.

Como tenía cinco fichas de cinco euros me uní a la mesa con ganas de saber si había recorrido. Los eslavos me recibieron con cortesía.

Aguanté dignamente el máximo tiempo posible, con la apuesta mínima de 10 euros, por lo que mi salida del juego era inminente. Bastaba perder dos rondas para abandonar la mesa. Pero tuve mucha suerte y logré aguantar, incluso logré tres 21 que me dieron combustible.

-Yo tampoco les entiendo- le dije a la crupier, peruana. Ella sonrió y siguió con su rictus profesional.

La presentadora proclamaba: ‘No bingo, no money!’. Sonaba un fragmento del ‘Wannabe’ de las Spice Girls y continuaba con el sorteo

Aguanté lo que pude, dopado por las interminables partidas en mi niñez al juego de las siete y media, que es el blackjack ibérico, con mi abuela aragonesa. Cuando se acabó el dinero, deseé buena suerte a mis compañeros de mesa y le di mi última ficha de cinco euros a la crupier, que hizo sonar el timbre provocando otra ovación. Los eslavos, que ya parecían vaporizados, aún resistirían hasta la madrugada.

Estos fueron algunos ejemplos de resiliencia que vi, pero si hubo un empleado de cara al público que realmente me fascinó fue la presentadora del Mega Bingo.

Cada vez que anunciaba un número, que se trasladaba a una pantalla gigante, ella lanzaba la misma pregunta a la audiencia: «¿Bingo?». Y esta contestaba al unísono: «¡Nooo!». Entonces la presentadora proclamaba: «No bingo, no money!». Sonaba un fragmento del Wannabe de las Spice Girls y continuaba con el sorteo.

Una peculiaridad del bingo del crucero es que estaba diseñado para que los inexpertos no nos perdiéramos. Los números de cada cartón coincidían con una letra de la palabra BINGO para orientar su búsqueda y evitar confusiones. A mí lo que me más gustaba era cuando esta italiana de traje rojo y zapatillas blancas anunciaba la letra preliminar a lo Rafaella Carrà. Mi éxtasis de fan se producía cada vez que, tras un silencio teatral, decía: «N de… Nutella». Era maravillosa.

El premio eran 500 euros y hubo un grito tempranero que anunció victoria, pero resultó ser una falsa alarma. La supuesta ganadora había hecho línea, que como se había dicho varias veces no era premiada. La presentadora hizo un chiste, se remangó la chaqueta, sonaron de nuevo las Spice y la audiencia abucheó a la impostora.

-Imagina que te toca y tienes que salir -me dijo Santi, consumado binguero por tradición familiar.

-Pues ya tendríamos reportaje.

No ganamos ninguno de los dos. La joven que lo hizo salió a recoger su cheque con un entusiasmo decepcionante y un representante de la joyería del barco le hizo entrega de un regalo.

Empezaban a interesarme más los tripulantes que los pasajeros, lo que no sé si era bueno.

Los tripulantes de estos barcos representan lo que es la globalización, pero no sólo económica, sino marinera, que es mucho más antigua y data de la época de las grandes expediciones marítimas. Sin embargo, un barco en sí nunca tiene un espíritu multinacional, sino que representa el de un lugar concreto, más allá de su bandera o la ciudad de su registro.

Empezaban a interesarme más los tripulantes que los pasajeros, lo que no sé si era bueno

El MSC Seashore era claramente italiano. Se veía en el capitán y el director de crucero, un hombre capaz de presentar un espectáculo dedicado a la canción romántica con una chaqueta de lentejuelas y horas después dirigirse al pasaje por megafonía con la voz de Jehová para anunciar las instrucciones de embarque.

Confirmé esta italianidad no al saber que la nave había sido construida en los astilleros Fincatieri de Trieste, sino cuando me di cuenta de que el ascensor omitía el acceso a la cubierta 17. En realidad, no es que la saltara, es que ésta no existía.

Si dos italianos se secan con una misma toalla creen que terminarán discutiendo, si la pareja deja el bolso sobre la cama es un aviso de que la pobreza llegará al hogar y si alguien se pone la camiseta del revés es que recibirá una invitación de forma inminente. Donde mejor palpé el apego cultural por la fortuna del italiano es cuando vi el ritual de un fumador.

«Sigaretta accesa a destra, scopata persa; sigaretta accesa a sinistra, scopata in vista» [Cigarrillo encendido a la derecha, polvo perdido; cigarrillo encendido a la izquierda, polvo a la vista].

Para un mayor entendimiento de la desaparición de la cubierta 17 recurrí al especialista Stuart Vyse y su libro Believing in Magic: The Psychology of Superstition, un manual de historia de la superstición. Sus páginas relatan que el temeroso de la sfortuna, mala suerte, evita casarse o hacer mudanza un día 17. Es como nuestro 13, pero a lo bestia.

El origen de este miedo podría estar en su relación con la muerte. Según Vyse, en la antigua Roma esta cifra -XVII en números romanos- es un anagrama de VIXI, que puede traducirse como «he vivido». O lo que es lo mismo: «He muerto».

Por fortuna, el barco no parecía destinado a ningún percance marítimo y contaba con un amuleto: la flamante Sofía Loren. La actriz era la madrina del MSC Seashore y la lanzadora del correspondiente botellazo de champán de la bienaventuranza.

Los que sí me daban la impresión de que habían sido condenados por la mala suerte eran los empleados del mostrador de atención al pasajero, el lugar destinado a la resolución de quejas, apuros y ruegos.

Hasta cinco recepcionistas recibían el envite de una cola rápida, que de vez en cuando se tensionaba por culpa de algún listo. El más divertido que encontré fue un niño italiano que vestía una camiseta de la Universidad de North Carolina, la de Michael Jordan, y llevaba un crucifijo de pendiente. Con voz ronca le contaba un pego distinto al que tenía delante y en cinco frenéticos minutos logró estar frente al mostrador. Desde mi lugar de observación, no supe cuál era su demanda, pero auguro a ese chaval gordito un extraordinario futuro como abogado.

Entender un trato tan servicial y educado de los empleados resultaba complicado para alguien que conoce bien las ventanillas de los funcionarios de la Administración. Para intentar procesarlo, más allá del poder que tiene cualquier cliente que paga por un servicio, recurrí a mi memoria sentimental: Vacaciones en el mar.

Aquella serie de los años 70-80 ambientada en un crucero de lujo contaba en cada capítulo con una trama pedorra que ninguno de ustedes recordará. Pero quien escuche el tema musical de Jack Jones sentirá una bofetada de nostalgia con un entusiasmo similar al mostrado por los eslavos cada vez que la crupier accionaba la campanilla.

Así que en el teléfono móvil se me ocurrió ponerme la cabecera de la serie y lo entendí todo. Resultaba que en Vacaciones en el mar había mucha verdad.

Me di cuenta de que en la presentación aparecían primero los actores invitados de cada capítulo, que eran siempre glorias mustias de Hollywood o actores prometedores que hacían sus primeros cameos. A continuación, se daba paso al reparto fijo. Es decir, a la tripulación.

Pero Vacaciones en el mar no era igual que el resto de las series, que unen el nombre del actor con el papel que interpreta: presentaba a sus protagonistas con el cargo que ocupaban en el barco. Eran su capitán, su médico, su barman… La clave estaba en el posesivo de la tercera persona.

El telespectador era el pasajero y el pasajero, el cliente.

Como en Vacaciones en el mar, en cualquier otro crucero sucedía lo mismo: esos chicos y chicas estaban para servirte. El cliente siempre tiene la razón, aunque no la tenga.

Fuente: https://www.elmundo.es/papel/historias/2023/07/31/64c7ae1be85ece9f638b457a.html

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio