#ElRinconDeZalacain El aventurero cuenta una anécdota sobre el «agua de tiempo» con base en las hojas o pétalos de alcachofa para combatir el alcoholismo
Por Jesús Manuel Hernández*
Tenía muchos años, quizá unos 20, cuando sucedió la anécdota descrita por el aventurero Zalacaín en relación a un producto del campo no bien valorado en la cocina poblana y con una larga trayectoria en el Viejo Continente.
Se trataba de la Cynara Scolimus, coloquial y vulgarmente llamada “alcachofa”, para algunas civilizaciones considerada como la “reina de las verduras de invierno”.
Hoy día con tantos sistemas de producción, invernaderos, es posible encontrar alcachofas prácticamente todo el año.
Originaria del Mediterráneo ha sido consumida en España e Inglaterra al menos desde 1530 donde el rey Enrique VIII las cultivaba en su jardín de Essex.
Usualmente los poblanos han comido las alcachofas a la vinagreta, el corazón propiamente dicho y han despreciado las hojas.
Siendo una flor la alcachofa debe consumirse cuando aún no ha abierto totalmente y la oxidación comienza a afectar su sabor.
Todas las recetas, o la gran mayoría, contaba Zalacaín, de los cocineros, desecha las hojas externas, las más duras y optan por la parte blanda de la alcachofa.
Tradicionales son las alcachofas hechas con jamón serrano o de jabugo, previamente remojadas en agua con limón y una vez deshojadas y rehogadas con aceite de oliva extra virgen se añadía el jamón y lo demás era un toque personal de cada cocinera.
Por supuesto a las alcachofas les han rodeado muchas recomendaciones medicinales, algunos las usan para reducir el ácido úrico, otros para controlar el colesterol e incluso algunos la consideran útil en el control del azúcar.
Años atrás el cocinero Abraham García le sorprendió a Zalacaín con un menú en su restaurante Viridiana con un entrante maravilloso “han llegado alcauciles tiernos” le dijo y añadía “¿las conocéis?”, la gran mayoría de la mesa hizo mutis. El alcaucil es uno de los nombres de la alcachofa, pero cuando se tienen en su forma primaria, silvestre, se les denomina así.
Abraham recitó de memoria: “rehoga escalonias picaditas con poco aceite, abundantes alcachofas en cuartos, limpias de sus hojas más duras, las externas. Agrega un chorro de vermú blanco y seco, el mejor sería el Nolly Pratt, pero cualquiera vale… Añades un puñado de almendras peladas y el doble de agua o caldo; media hora después se añade un chorrito de nata (crema para los mexicanos), condimentas con sal, pimienta, tras batirlo intensamente, se cuela y se sirve…”.
La crema resultante, tibia o fría sustituye muy bien a un gazpacho cuando hace algo de calor.
Otro recuerdo del consumo de alcachofas pasó por la mente del aventurero, en algún restaurante del Vaticano alguna vez probó una receta atribuida al gusto de un Papa quien había vivido en el barrio romano del “Borgo”, entre el Tíber y la Ciudad del Vaticano, donde está el Castillo Sant’Angelo. Era una forma muy sencilla de prepararlas, alcachofas, chícharos frescos, habas secas, cebolla, vino blanco, aceite extra virgen de oliva, sal y pimienta, se tapa la cacerola y se deja hervir todo; los tallos también se comieron, rallados, como si fuera una zanahoria, se condimentan con pimienta, vino lanco y limón y se cuecen con un poco de agua… Y ¡pare usted de contar, le dijeron los amigos!
Entontes Zalacaín contó la anécdota del llamado “alcachofo”.
Había una vez, les dijo, un empresario famosillo con un problema muy serio, no controlaba el consumo del alcohol, padecía crudas, resacas. muy largas y el color de su piel empezó a ponerse muy oscuro; los médicos consultados le informaron sobre el grave estado de su hígado, había crecido en exceso, estaba gordo y el pronóstico no era nada halagüeño.
Desesperado por el pronóstico empezó a ir a una asociación donde se reunían quienes padecían el mismo problema de no controlar el consumo de alcohol.
Y fue ahí donde conoció de la receta y puesta en práctica de un método para recuperar el estado sano del hígado humano.
Se trataba de hacer un “agua de tiempo”, contrariamente a la receta para comer alcachofas, en este caso se usaban principalmente la hojas duras, las externas. Habían de poner a hervir dos litros de agua en un olla, cuando soltaba el primer hervor, se añadía la primera capa de las hojas de alcachofa, las más duras, más oxidadas y el resto de la flor se guardaba en el refrigerador.
Las hojas flotaban en el hervor y se apagaba el fuego, se dejaba reposar y se colaba el líquido para ponerlo en una jarra y consumirlo precisamente como lo decía su nombre “agua de tiempo”.
Al día siguiente, se procedía al mismo método, pero se usaban las hojas expuestas, se arrancaban y se procedía igual. El líquido resultante en esta segunda toma era de colores diferentes a la primera, verde claro, la segunda podía ser amarilla intensa, o verdosa; la tercera toma, el resto de las hojas, sin el corazón, podía tomar tonalidades azuladas.
La receta pedía hacerlo cada semana, los resultados eran inmediatos, se aumentaba el sudor, la cantidad de orina, la salida de mocos y a veces lágrimas…
El empresario aquel empezó a recuperarse, seguía asistiendo a reuniones, pero jamás volvió a tomar alcohol, se limitaba a su agua de alcachofa, de donde los amigos cuando le veían llegar lo recibían con el saludo “ya llegó el alcachofo”.
Alguna de las tías abuelas usaba el concentrado de alcachofa de otra forma, tomaba el contenido de una cucharadita, de las de café exprés, con el resultado de hervir los corazones de la alcachofa, le añadía tintura de anís, glicerina neutra y agua destilada y decía “es muy buena para orinar, quita la palidez, despierta el apetito y cura la cirrosis”, pero esa, esa es otra historia.
*Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana, Ed. Planeta