El 11 de noviembre se celebran doscientos años del nacimiento del escritor, ejemplo de una tenacidad y resiliencia absolutas que todavía hoy deslumbran y aleccionan
TONI MONTESINOS / LA RAZÓN
Dos escritores rusos, en pleno siglo XIX, Fiódor Dostoievski y Lev Tolstói, protagonizarían semejante período triunfal, en el campo literario, que el crítico literario George Steiner lo comparó con el de la tragedia griega y Platón, por un lado, y el de la época de Shakespeare, por el otro: «En los tres, el pensamiento occidental saltó hacia delante desde las tinieblas mediante la intuición poética; en ellos se reunió mucha de la luz que poseemos sobre la naturaleza del hombre». Sin embargo, ambos autores no se conocieron, pero sí tenemos constancia de que al menos a Tolstói le hubiera gustado sobremanera que tal cosa hubiera sucedido. En una carta a un amigo en 1880, en la que cuenta que ha releído «Memoria de la casa de los muertos» –«No hay para mí un libro mejor entre toda la nueva literatura»–, hablaba de sus ganas de saludar a este escritor, así lo califica, «sincero, natural y cristiano», en referencia a este «libro bueno, edificante» que estaba disfrutando tanto».
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Cuando al cabo de unos meses se produce el fallecimiento de Dostoievski, en febrero de 1881, el mismo destinatario recibirá esta reflexión de Tolstói: «Nunca vi a este hombre y nunca tuve una relación personal con él, y de pronto, cuando murió, entendí que para mí era el más cercano, el más querido, el más necesario de los seres humanos». Y añadía: «Jamás se me ocurrió medirme con él, jamás. Todo lo que él hacía (lo bueno, lo auténtico que hacía) era de tal magnitud que cuanto más hiciese, mejor era para mí. El arte suele despertar en mí la envidia, la inteligencia también, pero lo que tiene que ver con el corazón sólo suscita júbilo. Para mí era un amigo y siempre pensé que un día u otro nos encontraríamos». Hacía pocos días que había leído con gran emoción «Humillados y ofendidos», la primera novela larga de Dostoievski, protagonizada por un escritor que debuta con éxito pero al que las calamidades amorosas y de salud tuercen su carrera, y cuando se enteró de la fatal noticia, «fue como si se desplomara algo en lo que yo me apoyaba. Me sentí muy desconcertado, y de pronto entendí hasta qué punto me era querido, y aún lloro».
En verdad la trayectoria de Dostoievski incita a la compasión. «Soy un hombre enfermo… Soy un hombre despechado. Soy un hombre antipático», empezaba diciendo el narrador en una de sus obras más singulares, «Memorias del subsuelo», escrita en unas circunstancias tormentosas, cuando su mujer estaba a punto de morir y él tenía una relación con una joven de la que se arrepentía. Con certeza, el remordimiento y la duda es lo que se palpa en tantas y tantas obras del autor moscovita, y muy en especial en este texto consistente en el monólogo de un exfuncionario de cuarenta años –«el hombre subterráneo»– que cuenta su drama personal.
El pelotón de fusilamiento
Pese a todo, en la «Advertencia preliminar» del libro, publicado en 1864, Dostoievski escribió que estos «apuntes», como los denominó, eran «ficticios», y expresaba así su propósito: «He querido retratar ante el público con más nitidez de lo habitual a un personaje de nuestro pasado reciente, representativo de la generación que aún pervive». Dicho personaje analizará lo que ve y siente en su entorno inmediato con una desmesurada sensación de desgarro y profundidad filosófica ante los avances tecnológicos, científicos y sociales que no puede asimilar, para llegar a la idea de que tener conciencia de las cosas ya constituye una enfermedad. Es la voz del escritor sufriente que exclamaba, a través de su alter ego, casi con júbilo histérico: «Y finalmente, señores, lo mejor es no hacer nada. ¡Lo mejor es una inercia consciente! Así, pues, ¡viva el subsuelo!».
Él mismo estaba acostumbrado a un sentimiento trágico de la vida, a sobrevivir en lo marginal, demente, insano, a estar debajo, en lo irrespirable y lo oscuro, de la misma manera que, en palabras de Bela Martinova, «en el contexto funcionarial siempre priman los rincones, los sótanos, los desvanes o los huecos de debajo de la escalera que resumen pictóricamente el sentir del “pobre funcionario”».
El propio Dostoievski había estado «silenciado dentro de un ataúd», como le dice a su hermano Mijaíl por carta cuando le cuenta el espanto sufrido de 1850 a 1854, mientras cumplía condena en Siberia como preso político, encerrado en campos de trabajo, tras ser acusado de ser un conspirador contra el zar Nicolás I, que segaba todo tipo de organización intelectual que cuestionara su poder, como fue el caso del grupo al que perteneció el escritor, el Círculo Petrashevski. Él y otros miembros de dicho grupo fueron condenados a muerte, y hasta tuvieron que vivir un simulacro de fusilamiento que en el último instante se les conmutó por cinco años de trabajos forzados en la recóndita Omsk, a más de tres mil kilómetros de San Petersburgo. Todo ello lo describirá de manera escalofriante en «Memorias de la casa muerta», en un presidio donde se entierra en vida a los presos.
Esta es la gran lección que hoy nos transmite Dostoievski: cómo en las circunstancias más extremadamente peligrosas, enfermas, lacerantes y desesperanzadas, la creatividad y la voluntad humana puede erigirse para elaborar obras maestras artísticas. Es el ejemplo vivo de la resistencia, de la resiliencia; es asimismo un Dostoievski epiléptico, ludópata, solitario y arrepentido con el que enseguida se simpatiza y el que deslumbra aún hoy. El que profundizó en la condición humana como muy pocos y que nos resulta tan actual al hablar de todos nosotros, pues exploró lo más ruin de los demás y de sí mismo, llevando todo a una literatura «imperfecta» –así la describió Tolstói contrastándola con Turguéniev, que no cometía «errores»– cuya aceptación y valoración, sin embargo, no fue unánime e instantánea en el extranjero. De hecho, en Francia, pese a llevar traducido veinte años, en momentos en que algunos colegas lo consideraban escandaloso, no se le reconocía un legado literario de igual importancia que el de Tolstói.
Un espíritu tenaz
De ahí que otro de sus ejemplos a tener en cuenta hoy es que si se realiza una entrega confiada en la obra propia y se sigue un camino con tenacidad, pese a todos los obstáculos del mundo, se puede obtener gloria, aunque las nuevas generaciones puedan llegar a tardar en apreciar tal cosa. En este sentido, hasta que André Gide no se convirtió en su gran valedor fuera de Rusia, Dostoievski no fue resucitado del lugar subterráneo al que lo había enclaustrado un influyente crítico por entonces y hoy totalmente olvidado, De Vogüé. Por otra parte, el narrador francés lanzó el redescubrimiento y aprecio por la literatura de Dostoievski destacando precisamente «Memorias del subsuelo» –el punto culminante de su carrera, a su juicio– hasta colocarlo donde su literatura infinita merecía por transmitir una gran dosis de humanidad, por el simbolismo que encarnaban sus personajes, por su visión de la libertad, de las razones para estar vivos o de la experiencia de la miseria.
Gide llegó al fondo del alma de Dostoievski, primero examinando un libro que recogía parte de su correspondencia –el ruso dejó al morir una gran cantidad de cartas, que aborrecía escribir– y que nos mostraba a un ser perfeccionista que trabajaba día y noche, obsesionado con el dinero, insatisfecho con las novelas que tenía entre manos hasta la repugnancia, sintiéndose tan solo «como una piedra arrojada», como le confesó a su hermano, y reconociéndose en «un carácter triste, enfermizo y aprensivo». Más adelante, tras esta incursión fascinante en sus quehaceres diarios, Gide se centraría en «Los hermanos Karamázov» para entender que, en efecto, «Dostoievski era uno de esos raros genios que avanzan de obra en obra, en una especie de progresión continua».
Novedades de y sobre Dostoievski
Como muy bien dice el biógrafo en una novedad de estas semanas, «Dostoievski» (Libros del Subsuelo), el rumano Virgil Tanase la propia biografía del autor ruso podría pasar por una de sus novelas por su vida tan dura desde la infancia: «Lo someten a unas pruebas terribles que, para sobrevivir, lo obligan a sumergirse en esos rincones normalmente ocultos de la personalidad donde se alojan los mecanismos de nuestras conductas. Conduciéndonos hasta allí, Dostoievski nos descubre a sus personajes. No debe sorprender que estos se le parezcan, tan profundamente asombrosos cuando rozan el misterio de la existencia, tan ordinarios en la vida cotidiana, en la que son, al igual que él, un ser como cualquiera de nosotros». Asimismo, Nórdica lanza «Una historia desagradable», con ilustraciones de Kenia Rodríguez. Escrito y publicado en una revista en 1862 tras un breve viaje de Dostoievski por España, demuestra las dotes humorísticas de un escritor al que solemos asociar con lo turbio y demente. Y lo hace mediante un personaje muy frecuente en la Rusia de aquella época: el típico funcionario en la ciudad de Petersburgo. El protagonista, tras beber de más, se pone a caminar y entra en la fiesta de casamiento de uno de sus subordinados.
Fuente: https://www.larazon.es/cultura/20211109/yjldjf5yn5czzkithxjmw3wyiu.html