Huyó a Georgia tras la invasión de Ucrania. La poeta y disidente rusa encabeza una de las organizaciones antiguerra más potentes
MARÍA R. SAHUQUILLO / IDEAS
Daria Serenko ha radiografiado Rusia a través de las interioridades de uno de los entes estatales oceánicos sobre los que se establece el país, organizaciones públicas, grises, burocráticas que descansan en el trabajo de las mujeres, que ocupan los puestos más bajos de la Administración. En su libro Chicas e instituciones (Errata Naturae, traducido de forma magnífica por Alexandra Rybalko Tokarenko), la escritora y activista feminista y LGTBI+, que tuvo que huir de Rusia tras la invasión de Ucrania por la persecución del régimen a su disidencia (entre otras cosas protagonizó protestas “silenciosas”: iba sola por el metro de Moscú con carteles políticos y reflexiones feministas), se adentra en las tripas de ese engranaje autocrático del putinismo que instrumentaliza a las mujeres como trabajadoras, madres y aspirantes a una belleza perfectaMÁS INFORMACIÓNURSS 2.0: Rusia, el regreso de la economía planificada
Serenko, de 30 años, fue una de esas “chicas”, mujeres sin edad que imprimen retratos de Putin y los pegan en las paredes de las salas públicas, como dictan las normas, o falsifican las estadísticas de visitantes de los museos para que cuadren con la narrativa oficial. Empleadas vigiladas en sus puestos de trabajo por las cámaras de un régimen que no confía en sus ciudadanas y que avala un sistema en el que la violencia de género queda impune. La poeta, que ahora vive exiliada en Georgia —la entrevista se realiza por videoconferencia— y dirige una de las organizaciones antiguerra más potentes globalmente, Resistencia Feminista contra la Guerra, mantiene la esperanza de que su trabajo en red y las acciones de los grupos partisanos dentro del país ayuden al colapso del régimen de Putin.
PREGUNTA. Usted describe una desigualdad de género estructural. Puede que eso choque a algunos sectores de la izquierda europeos, que ven a Rusia —como así ven a la URSS— como un país igualitario, con mujeres ingenieras, cosmonautas…
RESPUESTA. La mujer soviética, rusa, siempre ha vivido dentro de una contradicción enorme cuando hablamos de igualdad. Se le exigía ser igual como trabajadora, como miembro de la sociedad, pero también encarnar ese papel de mujer, de madre patria. Y no solo tenía dos turnos de trabajo, uno en el hogar y otro fuera, había un tercero: la belleza, hacer cola para comprar medias, cosméticos, estar perfecta. Malabares continuos con todos esos papeles de madre, esposa, trabajadora ideal. ¿Es eso igualdad? No hay igualdad de género en Rusia. Hay una gran brecha salarial y un enorme problema de violencia de género. Y ahora, con la guerra, están empeorando aún más.
P. Es un país enormemente conservador.
R. Los derechos de las mujeres están bajo ataque. La Iglesia y los sectores conservadores están atentando contra el derecho al aborto y es muy probable que haya restricciones o llegue a ilegalizarse; ya estamos viendo señales. Rusia es además un país terrorífico para las personas LGTBI+. La guerra está suponiendo un duro golpe para las mujeres más vulnerables, lesbianas, trans, mujeres de repúblicas con etnias minoritarias.
P. De hecho Rusia despenalizó hace unos cuantos años algunos delitos de violencia doméstica o de género —un concepto que allí no se emplea— considerados “leves”…
R. Creo que hay una relación entre la violencia de género y la violencia militar. Durante todos esos años, el Gobierno no ha aprobado una ley de violencia de género porque necesitaba seguir perpetuando estos esquemas de violencia dentro del hogar para preparar a la sociedad para una violencia que sale de los márgenes de la casa. Mucha gente se ríe de mí, de esa idea, como si entendieran que Putin quería hacer algún tipo de experimento doméstico. Obviamente no es literal, pero es mucho más fácil defender una cultura de violencia cuando estás acostumbrado a ella. Las feministas rusas solemos decir que la violencia empieza en casa. Y si la sociedad acepta que una mujer sienta que tiene que defenderse —o aguantar— dentro de su hogar, es mucho más fácil que la sociedad acepte que debemos luchar fuera de nuestro territorio.
P. En muchos ámbitos se preguntan por qué no sale la gente a protestar en Rusia.
R. Hay que puntualizar. Los ucranios, por ejemplo, tienen todo el derecho a hacer esa pregunta porque además ellos tienen una experiencia de éxito en hacer una revolución, más allá de que por supuesto tienen derecho a cualquier pregunta y crítica. Pero normalmente la gente que lo plantea vive en Europa, en países en los que tienen derecho a salir a la calle sin exponerse a nada extremadamente grave. Ahora mismo, si tuviéramos que poner una estadística, por cada manifestante habrá cinco antidisturbios. No imagino cómo podemos llegar a derrocar una dictadura militar solo con la fuerza de nuestras pancartas. Además, yo, como exiliada, no tengo derecho a decirle a nadie que está en Rusia cómo protestar, qué tiene que arriesgar.
P. ¿Hay esperanza para el cambio en Rusia? ¿Cuál es la suya?
R. Para cada persona es diferente. Yo creo en grupos de resistencia partisana. Actualmente hay personas que están atacando los comisionados militares desde donde se lleva a la gente movilizada. Hay muchos movimientos de resistencia contra la guerra, feministas y no feministas. La protesta no es solo salir con una pancarta y que las cámaras graben cómo te llevan los antidisturbios. Es una lucha y ha de tener sus tácticas que deben ser discutidas entre todos. Mi mayor esperanza es esta red de resistencia, de protesta, muy decisiva, radical, con las cosas muy claras y extendida. Porque así es más eficaz: con gente dentro de Rusia y también fuera, desde donde podemos hacer cosas que allí serían peligrosas, como ayudar a conseguir recursos, cuestiones técnicas, sacar activistas en peligro, desarrollar instrucciones de ciberseguridad. Los que estamos fuera podemos actuar porque estamos a salvo, somos como el soporte técnico de la red de partisanos de la resistencia, es importante que existamos. Obviamente hay muchas tensiones entre los que se han quedado y los que se han ido, frustraciones, pero todo eso es superable.
P. En un país como Rusia, ¿puede esa red derribar el régimen, acabar con la guerra?
R. Yo creo que las guerras se acaban cuando se acaban los recursos, ningún movimiento antiguerra es capaz de parar por sí solo una guerra. Pero espero, ansío que el activismo ruso, las que se han quedado y las que nos hemos ido y estamos en distintas partes del mundo, unamos nuestras fuerzas para que el régimen putinista se quede sin recursos para alimentar la guerra. También tengo esperanzas de que este tipo de resistencia se extienda a otros países y que ninguno compre gas, petróleo, recursos rusos, y sea así colaborador de Putin.
P. Y emocionalmente, ¿cómo se siente?
R. Yo no siento culpa, porque la culpa es un sentimiento negativo, que paraliza. Pero sí siento responsabilidad para con mi futuro, con el futuro de mi país. Para mí lo importante es qué voy a hacer con esa responsabilidad, cómo voy a abordarla, a aplicarla. También parte de mi vida está muy dedicada a mi literatura, pero esta también está muy relacionada con ese activismo político, porque yo escribo poesía activista, poesía feminista. Acabo de terminar un libro relacionado con todo esto y también me formo continuamente.
P. ¿En qué sentido?
R. La ciudadanía rusa sabe muy poco del daño que han causado a otros países. Yo sabía muy poco de la ocupación de Georgia o de la guerra de Chechenia. Es importante estar politizadas con las guerras que Rusia ha llevado a cabo en los últimos 30 años.
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