Ha puesto a la Iglesia de Nicaragua en modo exorcismo indefinido. «Es como si fuera a traer la dictadura comunista de 1917 o la hitleriana del 35», dijo de él el Papa Francisco
RICARDO F. COLMENERO / PAPEL
«Agarra al dragón, a la serpiente antigua, que es el demonio y satanás, átalo y échalo al abismo sin fondo, para que ya no seduzca a las naciones». Por mandato episcopal, Nicaragua se ha puesto a rezarle a San Miguel Arcángel. «El demonio anda suelto», advirtió el cardenal Brenes, y al parecer es el presidente del Gobierno.
Nicaragua es un país en exorcismo indefinido. Justo cuando Daniel Ortega creía haber acabado con la oposición, se ha topado con el Arcángel, y ya sólo dios sabe cómo va a salir de esta. El presidente atracador de bancos, y acusado de violar menores y derechos humanos ha tardado lustros en llamar la atención de las fuerzas sobrenaturales. Y ya va camino de cumplir 26 años al frente de Nicaragua siguiendo el manual de aniquilación de los cuatro jinetes de cualquier apocalipsis sátrapa: la oposición, la prensa, la disidencia, y ahora también la Iglesia.
El líder del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), más que pasar a la historia por derrotar a la dictadura criminal de Somoza, va camino de protagonizar su segunda temporada, si acaso más cruel y más sanguinaria. «Es como si fuera a traer la dictadura comunista de 1917 o la hitleriana del 35», dijo de él el Papa Francisco.
Si los Somoza gobernaron en dinastía, a Ortega le sobra con su mujer y vicepresidenta, la poetisa Rosario Murillo, alias La Chayo. Y eso que a la pareja dinastía no le sobra. La Chayo tuvo 10 hijos, los siete últimos con Ortega. Aunque la más famosa fue la primera, Zoilamérica, quien acusó al presidente de violarla desde los 11 años. Y no fue la única. También salió a la luz la acusación de una exiliada en Miami, de la que Ortega habría abusado cuando tenía 15 años, y con la que habría tenido una niña que nunca reconoció. Y luego una tercera, una niña de 12 años.
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Con un asombroso parecido a Michael Jackson, adornada como un hippy, y salpicada de toda clase de amuletos, La Chayo es la voz, el rostro, el discurso de odio, y el talismán de Ortega para mantenerse en el poder. Una versión caribeña de los Underwood donde, como en la serie, a medida que van pasando episodios o legislaturas, ella va cogiendo más protagonismo. Una líder esotérica para resistir al exorcismo vaticano.
En la Loma de Tiscapa, un viejo volcán en el centro de Managua, símbolo del poder del país, donde el primer Somoza vivía, gobernaba y torturaba, y desde donde los marines de EEUU controlaban su protectorado, La Chayo ha plantado unos árboles de metal que le copió a Klimt, y que al parecer servirán como talismán para perpetuar la presidencia de su marido. Murillo lo mismo pone árboles que le hace versos a la oposición: «Vendepatrias, serviles y tóxicos»; a los expertos mundiales del Covid: «Cerebros deformes, enfermos»; o a las ONGs a las que Ortega ha expulsado del país.
La carrera del presidente arrancó a los 22 años. Entró en la sucursal Kennedy del Banco de Londres de Managua para cambiar un billete en caja, pero una vez en ventanilla sacó una pistola y encañonó a los empleados: «¡Esto es un atraco!». El Frente Sandinista necesitaba fondos para financiar la revolución, pero a él le costó una condena de siete años de cárcel.
Tardaría 18 años más en conseguir derrocar a Somoza, y formar un primer gobierno marxista, socialista y leninista, pero sólo le duró cinco años. Cuando volvió a intentarlo, claramente influenciado por La Chayo, cambió el himno del Frente Sandinista por la Oda a la Alegría de la Unión Europea, pero tampoco lo logró. En 2006 apostó más fuerte, y usó una versión en español del Give peace a chance de John Lennon, que aderezaba un programa pacifista y solidario, con abundantes referencias a Dios, al amor, a la reconciliación y a la paz.
Pero cuando ganó fue un poco como los marcianitos de Mars Attacks!, que iban por ahí con megáfonos anunciando que venían en son de paz. Porque desde entonces a Ortega no le ha quedado ni un solo derecho humano por violar, ya sea de expresión, de asociación o de protesta, a través de detenciones arbitrarias, torturas y ejecuciones extrajudiciales, y con la ayuda de grupos paramilitares y parapoliciales inventados para la tarea. Un Grupo de Expertos de Derechos Humanos sobre Nicaragua de la ONU denunció el pasado mes de marzo que en Nicaragua «se han cometido crímenes de lesa humanidad», con suficientes informes para activar el derecho penal.
Sumando todas sus etapas, Ortega ya es el décimo líder mundial con más tiempo en el poder. Tiempo de sobra para poner a su servicio todos los poderes del Estado. Profesores y estudiantes universitarios han sido expulsados por acudir a marchas opositoras. Médicos y enfermeros han perdido sus trabajos por atender a los heridos en esas marchas. Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, más de 100.000 nicaragüenses han abandonado el país. Los organismos internacionales de derechos humanos tienen prohibida la entrada al país desde finales de 2018.
El pasado 19 de julio se celebró el 44 aniversario del triunfo de la revolución sandinista, pero del FSLN ya no queda casi nada. Al movimiento que contó con la solidaridad planetaria, ya solo lo celebran el presidente de Irán, Ebrahim Raisi, el de Corea del Norte, Kim Jong-un, y el de Rusia, Vladímir Putin.
El presidente de Nicaragua no se cansa de elogiar al ruso, o de defender a la que puede la invasión de Ucrania. Cuando Ortega fue reelegido en 2021 por quita vez, fruto de una oposición muerta o exiliada, occidente denunció los hechos y Putin salió a defender públicamente su legitimidad, porque así funcionan las cosas en el universo sátrapa.
Hegel dijo aquello de que la historia se repite, a lo que Marx o Umberto Eco, según la fuente que se mire, apostillaron, «una vez como tragedia, otra como farsa», de lo que se deduce que tras la tragedia de Somoza, la farsa que aupó a Ortega tenía que tornar la tragedia.
Fuente: https://www.elmundo.es/papel/lideres/2023/08/08/64d25d55e9cf4ac1448b457b.html