Dos nuevos libros sobre el autor de ‘El príncipe’ exploran la parte más humana de un pensador vilipendiado, que sigue dando salidas a laberintos políticos
PACO CERDÁ / EL PAÍS
Dice el historiador Patrick Boucheron que el nombre de Maquiavelo solo emerge cuando ruge la tormenta. Ahora aúlla en España la tempestad en forma de pactos inverosímiles, de bloqueos políticos, de toneladas de resistencia. Y Maquiavelo regresa. Vuelve el padre de El príncipe con dos libros que escarban en la trastienda vital de este Sun Tzu de la política. El primero —Un verano con Maquiavelo (Libros del Zorzal)— lo firma el propio Boucheron, profesor de Historia de los Poderes en el Collège de France. Sus páginas humanizan uno de los nombres más vilipendiados de la historia. Y lo hacen desde el mismo comienzo, con un viaje a esa Florencia del Quattrocento donde los príncipes se pavonean con sus riquezas y la vanidad del poder luce fina como la seda y, a la vez, es pétrea como el mármol que trabaja Miguel Ángel en sus umbrosos palacios. El segundo es la reedición en español y catalán de la novela Hoy como ayer(Navona Editorial), escrita por Somerset Maugham en 1946.
En esa Florencia dominada por los Médici nace, en 1469, Nicolás. El relato de Boucheron, sintético y humano, permite seguir a aquel niño crecido en la casa de los Machiavelli, una familia modesta que va tirando de las rentas de su tierra. Allí no hay dinero para universidades ni para clases de griego. El humanismo lo tendrá que aprender por su cuenta. Mirando. Observando. Leyendo y copiando. Al principio, al poeta Lucrecio. Maquiavelo también se fija a su alrededor. Por ejemplo, en aquel predicador que somete a las masas y hace temblar a los gobiernos con sus soflamas apocalípticas. Se llama Savonarola y sobre él va la primera carta conservada de Maquiavelo. En ella —cuando censura que Savonarola “maquilla sus mentiras”— apunta a su gran tema: la costumbre política de ocultar lo que se piensa y su obsesión por “rasgar el velo de las apariencias, pues detrás de él se encuentran las cosas que actúan”.
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Eso lo aprende Maquiavelo en su primer puesto político, al que llega con 29 años. Todo es nuevo para él, todo refulge a su alrededor como secretario de la segunda cancillería. Un puesto discreto, influyente, estratégico. Desde allí escribe cartas a todos los aliados del Estado florentino. Allí entrena la pituitaria para captar, antes de que sea demasiado tarde, qué siente, qué dice y qué trama el pueblo. Justo eso les pide por carta a los 10 magistrados que deciden la estrategia militar de la República de Florencia: “Salgan ahora de sus casas y observen a quienes los rodean”. Él mismo sale. Llega a Francia, a la todopoderosa y absolutísima corte de Luis XII, y allí siente la humillación que es capaz de infligir una superpotencia. París es mucho más que seda y mármol. Allí siente el verdadero alcance del poder cuando no hay contrafuertes que lo atenúen. Y eso mismo es lo que sufrirá Maquiavelo en sus carnes.
Como va narrando Boucheron en esta vida de novela de apenas 150 páginas, alguien sitúa a Maquiavelo entre los cómplices de un golpe de Estado en Florencia. Lo apartan del cargo, lo torturan y encarcelan, y cuando van a ejecutarlo, se salva. Sale con vida y se marcha al exilio, al campo. Es 1513 y su vida ya es muy distinta. Se levanta con el sol, camina hasta los bosques, departe con los leñadores, los ve discutir, reñir, pelearse, igual que al carnicero, al molinero y a los caleros. Disputas y más disputas cotidianas. Y de todo eso aprende. Observa —esa actitud lo distingue— para profundizar en las pasiones humanas. Observa fuera y lee a los clásicos. Y así, desde ese retiro alejado de las cuitas de Estado, tres siglos antes que Thoreau en Walden, escribe El príncipe. O mejor dicho: De principatibus. Porque así se titulaba su obra original: De los principados.
La obra que ha pasado a la historia —más citada que leída, con más citas apócrifas que reales— no es un espejo de príncipes para educar al gobernante ideal, sino “un inventario de las diferentes maneras de gobernar según lo que marca nuestra experiencia”, sintetiza Boucheron. El autor florentino pone el acento no tanto en cómo se conquista un Estado, sino en el arte supremo de la política de cualquier tiempo: cómo se conserva el poder. Para ello, su consejo es temible. Hoy suena políticamente incorrecto; también suena vergonzosamente vigente. “Es necesario —escribe Maquiavelo— que todo príncipe que desee mantenerse aprenda a poder no ser bueno y a usar o no usar esa capacidad, según la necesidad”. Boucheron subraya el matiz: “Nada de crueldades inútiles, nada de violencia descontrolada: saber dosificar la propia fuerza, es decir, aprender a poder no ser bueno”.
Esa virtud persigue el primer mandamiento de todo gobernante: organizar el conflicto, orquestar el dissensus, armonizar las diferencias; ahí está la esencia de la política. Y es ahí donde Maquiavelo introduce el recurso a la violencia. O mejor: la amenaza tácita de la violencia. Porque la violencia engendra odios y preludia caídas. Por eso, recomienda, es mejor amenazar con ella antes que utilizarla.
Hay otra lección chocante que ofrece Maquiavelo: los hombres son, por naturaleza, ingratos. “Mientras les hacemos bien, se nos entregan por completo, nos ofrecen su riqueza, sus bienes, su vida y sus hijos, siempre y cuando la miseria se mantenga alejada. Pero cuando la miseria se nos acerca, los demás se apartan”, escribe el florentino medio milenio antes de este tormentoso momento político que vive ahora España y que el tiempo borrará. Y añade una reflexión de esas que lo encaraman a la cúspide del pensamiento político: “El príncipe que desee evitar las conspiraciones deberá temer más a aquellos a los que ha beneficiado mucho que a aquellos a los que ha ofendido mucho”.
El libro era una bomba, y los jesuitas lo entendieron bien. En 1559 lo incluyeron en el índice de libros prohibidos por la Iglesia. Era pecado mortal. Nada de leerlo, menos aún citarlo. La obra cayó en desgracia. El autor, más. A su nombre se le añadió un sufijo y un significado sombrío: “Maquiavelismo”, actitud de todo gobernante sin escrúpulos. Boucheron defiende a aquel Nicolás que siempre lamentó no haber podido estudiar más. Lo reivindica por dos razones. Primera, porque el maquiavelismo dejó de ser la doctrina de Maquiavelo para representar aquella que sus adversarios malintencionados le atribuían. Y segunda, porque si a Maquiavelo se lo detesta con tantas ganas —afirma el historiador— es “porque tiene la impertinencia de revelar nuestros secretos”.
Ser neutral, una “locura”
Si El príncipe fue escrito por Maquiavelo inspirándose en César Borja, noble y político italiano, William Somerset Maugham —uno de los autores más leídos y prolíficos del siglo pasado— narra en la novela Hoy como ayer el chispazo original. Los tres meses de la vida de Maquiavelo en que visitó a César Borja como enviado florentino en una Italia en llamas.
En la página 192, en una de tantas conversaciones recreadas entre Maquiavelo y César Borja, William Somerset Maugham escenifica un diálogo. Una diatriba de César contra la neutralidad (léase hoy, por ejemplo, contra la abstención o la equidistancia). Ante el conflicto, dice el hijo del papa Borja, hay que tomar siempre partido. ¿Por qué?, le pregunta Maquiavelo. Y he ahí la lección: “El que antes había sido aliado vuestro considerará que estáis obligados a compartir su suerte debido al vínculo establecido, y, si no acudís en su ayuda, entonces os guardará rencor”. La parte contraria, añade César, “os despreciará acusándoos de debilidad y falta de coraje”. La neutralidad, insiste, entraña muchos más riesgos que la guerra. Si ganan los tuyos, explica el Valentinus, contraerán contigo una deuda de gratitud. Si pierden los tuyos, ganarás valor a ojos de tu aliado: la dificultad forja lazos indestructibles, y el día en que la rueda de la fortuna gire, tú estarás en el lado del vencedor. Por eso, remacha, “la neutralidad es siempre una locura”. Filosofía política para tiempos tempestuosos.