La oferta era irrechazable: un millón de dólares por vestir a las estrellas. Sin embargo, tras una breve visita a Hollywood, la genial parisina decidió que aquel no era su lugar ni el ‘star-system’ la merecía. ¿Qué pasó? Te lo contamos.
IXONE DÍAZ LANDALUCE / XL Semanal
Después del ‘crack’ del 29, la Gran Depresión estaba vaciando los cines en Estados Unidos. El productor Samuel Goldwyn, gerifalte de United Artist, buscaba nuevas formas de llevar al público a las salas. Sabía cómo sentar a los hombres en la butaca y pensaba que las mujeres iban al cine «para ver cómo vestían las estrellas». Goldwyn no entendía nada de moda, pero sabía perfectamente quién era Coco Chanel.
Chanel tenía 47 años y ya era un icono. La niña que creció en un orfanato después de que su madre falleciera y que trabajó como dependienta y cantante de cabaré antes de empezar a diseñar sombreros había redefinido la alta costura en Europa y se había convertido en sinónimo de elegancia en todo el mundo. Y Goldwyn, que como ella se había forjado su propio camino después de nacer en Polonia, sacar adelante a su madre y a sus cinco hermanos y emigrar a América para convertirse en uno de los productores más poderosos de Hollywood, pensó que ella era la respuesta a sus plegarias. En 1931, el vestuario cinematográfico seguía siendo poco refinado y excesivamente teatral y Goldwyn quería que Chanel impregnara sus películas de la clase que la había hecho famosa.
El productor y la belleza. Igual que Coco, Samuel Goldwyn se había hecho a sí mismo. Recibió a la diseñadora en la escalerilla del tren que había fletado para ella. Luego, organizó una gran fiesta. Greta Garbo, Marlene Dietrich, Claudette Colbert y George Cukor, entre otros, acudieron. Pero a Chanel quien le interesó de verdad fue una joven promesa, Katharine Hepburn, una percha perfecta para sus pantalones de corte masculino, como el de esta foto.
Su oferta era difícil de rechazar: un millón de dólares por visitar Hollywood dos veces al año y vestir a las estrellas del estudio, tanto dentro como fuera de la pantalla. Pero a la diseñadora el cine no le interesaba. Le horrorizaba la idea de convertirse en la empleada de un gran estudio. Sin embargo, después de rechazar las proposiciones del productor durante más un año, Chanel por fin claudicó. «Las mujeres americanas podrán ver en nuestras películas cuáles son las últimas tendencias de París, incluso antes de que se vean en París», anunció eufórico Goldwyn a la prensa.
Pero cuando Chanel llegó a Nueva York en marzo de 1931, se mostró mucho más cauta que él. Escéptica incluso. «No voy a hacer ni un solo vestido. De hecho, no he traído mis tijeras. Más tarde, cuando vuelva a París, crearé vestidos con seis meses de antelación para las películas del señor Goldwyn», dijo sin entusiasmo. La habían recibido con flores y una gran rueda de prensa en la que un periodista le preguntó qué esperaba de la experiencia americana. Ella contestó asépticamente: «Nada y todo. Ya veremos. Me gusta más trabajar que hablar»
Vestidos para el escándalo. Chanel creó los vestidos que lució Gloria Swanson en la película Esta noche o nunca. Tuvo que retocarlos, porque la actriz se quedó embarazada de su amante. Todo un escándalo para la sociedad de la época, lo que no ayudó al éxito del filme.
Greta Garbo la recibió con dos besos
Acompañada por la pianista Misia Sert, mecenas y musa de artistas como Toulouse-Lautrec o Renoir y escritores como Marcel Proust, y por Maurice Sachs, entonces un joven aspirante a escritor que trabajaba como secretario personal del artista Jean Cocteau, Chanel viajó a Los Ángeles en un tren de lujo fletado especialmente para ellos. El interior era de un blanco inmaculado y había suficientes botellas de champán para surtir a un ejército.
En la estación de Los Ángeles, Greta Garbo la recibió con dos besos y esa misma noche Goldwyn organizó una fiesta en su honor a la que acudieron Marlene Dietrich, Claudette Colbert, la propia Garbo y el director de cine George Cukor. Pero, pese a la cálida bienvenida, la prensa local no disimuló sus recelos: para Los Angeles Times era Hollywood, y no París, el epicentro de las tendencias y Chanel no había llegado para impartir lecciones, sino atraída por el glamour de Hollywood.
Cocó en versión musical. En 1969, Broadway dedicó a la modista francesa un musical, Coco, protagonizado por Katharine Hepburn. Fue la única participación de Hepburn en un musical. A Coco Chanel no le gustó, dijo que la protagonista ideal habría sido Audrey Hepburn porque se parecía más a ella que Katharine.
Goldwyn preparó un gran taller para ella con una máquina de coser y varios maniquís, pero Chanel se negó a usarla. La prensa local la tachó de esnob. Su primer encargo: diseñar el vestuario de la actriz Charlotte Greenwood en la comedia musical Un loco de verano. Adrian Adolph Greenberg, que había creado el vestuario de Greta Garbo en Mata Hari, se convirtió en su ayudante. Ella respetaba su talento con la aguja y él se encargó de explicarle que el vestuario de una película debía ser fotogénico: las sutilezas no funcionan.
Coco se cobraría su venganza: «Hollywood es la capital mundial del mal gusto», sentenció
Su siguiente trabajo sería vestir a Gloria Swanson en Esta noche o nunca. Swanson era una de las actrices más elegantes del mundo, pero era fiel a su diseñador de cabecera: René Hubert. Después de discutir con Goldwyn y de entender que no tenía derecho a veto, la estrella aceptó que Chanel se encargara de confeccionar sus vestidos, pero para entonces la diseñadora ya había decidido volver a París.
Y 22 años después llegó Givenchy. Cuando Coco Chanel llegó a Hollywood, en 1931, el público –inmerso en las penurias de la Gran Depresión– quería ver en las pantallas brillos y sedas. No hubo entendimiento con la elegante sobriedad de Coco. Pero cuando en el año 1954 Hubert de Givenchy diseñó el vestuario de Audrey Hepburn para Sabrina, el flechazo fue inmediato. Givenchy vistió a Audrey en ocho películas. Fue un tándem perfecto.
Antes hizo una breve pero reveladora escala en Nueva York. Visitó los grandes almacenes de la ciudad, pero también las tiendas de saldos de Union Square, donde las copias baratas de sus propios diseños se vendían a decenas por unos pocos dólares y las clientas se probaban la ropa sin ayuda de dependientas y en grandes vestuarios comunitarios.
Ya en París, la diseñadora cambió unilateralmente los términos de su acuerdo con Goldwyn: trabajaría en su atelier parisino y las estrellas viajarían hasta allí a tomarse medidas y probarse los vestidos. Así es como creó el vestido de espejos que Swanson lució en aquella película, aunque tuvo que retocarlo cuando la actriz ganó un par de de kilos al quedarse embarazada de su amante secreto, Michael Farmer. La película no fue el éxito que el estudio esperaba (en gran medida por el affaire de la estrella y el consiguiente divorcio que provocó), pero la prensa elogió el trabajo de Chanel y en su siguiente película, Tres rubias, Goldwyn decidió centrar la promoción en el trabajo de la diseñadora.
La estrategia fue un fracaso y la prensa norteamericana, que estaba deseando atacar a Chanel, acusó a la creadora de ser demasiado sutil y de no entender que eran las plumas, la seda y las lentejuelas las que llenaban la pantalla. Chanel ya lo había advertido nada más llegar: «Aborrezco la excentricidad». Obviamente no estaba en el lugar adecuado. Hollywood tampoco estaba preparado para ella y Goldwyn no trató de disuadirla cuando, después de tres películas, Chanel decidió romper su contrato. Más tarde, la diseñadora se cobraría su venganza con una de sus más memorables sentencias: «Hollywood es la capital mundial del mal gusto».