Un repaso por algunas recetas de cuaresma, lleva al aventurero a los garbanzos y rescata una tradición de un fraile franciscano, garbanzos con fideos, una autentica comida de pobres.
Por Jesús Manuel Hernández*
Zalacaín extrañaba aquellos menús castellanos casi siempre donde el garbanzo, las hortalizas o el bacalao aparecían en tiempos de Cuaresma. Muchas anécdotas podría contar sobre las vivencias cerca de frailes, monjes y por supuesto gastrónomos expertos en la ruta de la cuaresma gallega, todo un festín bastante alejado del sacrificio demandado por la Iglesia.
Los mariscos, el pescado, son siempre alimentos más caros, y en tiempos de pobreza, de austeridad, respetar la llamada “vigila” de carne, constituye un oneroso cargo no solo a la conciencia, también al bolsillo.
Buscó algunas recetas para elaborar el menú de aquél primer vienes de cuaresma en la mesa cotidiana de los amigos, encontró dos recetas de sopas especialmente recomendadas para “cuaresma”.
La primera pedía cebolla, ajos, perejil, sopas de pan, aceite y sal, lo más cercano a unas “migas” caseras de las preparadas por su abuela en el pasado donde se hacía aterrizar al último un huevo estrella, de puntilla.
La otra receta requería de papas, cebolla, bacalao, laurel, ajo, pimentón, pimienta negra, sopas de pan tostado o frito, aceite y sal. Se trataba de una cazuela muy suculenta, con mucha potencia, energética sin duda por el bacalao, el pimentó y la pimienta.
Esta última receta se apetecía más a la primera, pero el bacalao no estaba a la mano, el último llegado a la casa había sido convertido en tacos o consumido desde diciembre. Pedir bacalao ahora sería fácil, pero desalarlo pronto, imposible, pese a los muchos trucos y artimañas de Zalacaín.
Quizá unos garbanzos, tenía algunos congelados, con alguna espinaca, y huevo duro le sacarían del apuro, pensó el aventurero. O unos garbanzos “a lo Carmelita», donde las cebollas, los huevos cocidos, el clavo, perejil, aceite y sal, hacen lo suyo, y el recurso económico es mínimo.
La abuela del aventurero hacía unos donde además se agregaban piñones, puré de jitomate y algo de azafrán, esos costaban bastante más.
En fin, Zalacaín optó por los garbanzos, esa legumbre tan socorrida en todo el mundo, originaria de las tierras en Siria y Turquía afectadas recientemente por los fuertes terremotos.
Por ahí había una receta de garbanzos con coles, otra donde el adobo hacía su aportación, y por supuesto una receta asturiana con chorizos y berzas, pero eso, en vigilia, prohibido.
Y entonces recordó a un amigo fraile franciscano quien a veces se metía a la cocina y preparaba unos garbanzos con fideos, más bien, unos fideos con garbanzos pues siempre le ponía más pasta y menos leguminosa.
La receta era muy simple pero con varios trucos de por medio. Los garbanzos se cocían en un buen caldo, de preferencia con un hueso de jamón o con algunas alas y patas de gallina o simplemente haciendo un fumet de pescado, lo demás era paciencia y tino en la receta.
La cazuela de barro con algo de aceite de Oliva virgen un poco de cebolla picada, un toque de pimentón, después abordarían el recipiente los garbanzos ya cocidos, por separado el fraile aquél troceaba los fideos, de preferencia un poco gruesos y en un recipiente medía cuánto volumen tenían, pues esa era la cantidad ideal de caldo para cocerlos.
Una vez agregados los garbanzos el fraile metía los fideos y vaciaba el caldo, después sazonaría todo con sal de grano, dejaba dar un hervor hasta conseguir ver la pasta cocida, si se secaban un poco entonces les agregaba más caldo…
El fraile era amante de la buena corteza de pan, le encantaban por eso las tortas de “agua” poblanas, las cortaba en dos, les quitaba el migajón y tenía por costumbre desayunar un par de huevos fritos, al menos, pues a veces se comía más, mientras decía: “En la simpleza de la yema del huevo se puede apreciar la grandeza de Dios”, tomaba la corteza de la torta y reventaba la yema con otra fase “no olvidar un buen trozo de pan, pues si no se revienta con él la yema, el huevo pierde la mitad de su gracia divina”.
Algún día Zalacaín contaría más de esos desayunos, pero esa, esa es otra historia…
*Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana, Ed. Planeta