La inquietante normalidad afgana conlleva registros de los barbudos en domicilios, acusaciones por miedo entre los vecinos y muchos negocios cerrados
LLUÍS MIQUEL HURTADO / Corresponsal Estambul / EL MUNDO
«Me he tenido que ir cambiando de casa en casa. Ya no sé dónde esconderme», lamenta Majid al teléfono. Trabajó de traductor para un medio internacional, lo que pone su cabeza, y la de su familia, en la mirilla de los talibán. Desde que comenzaron su ofensiva un buen puñado de periodistas locales y ayudantes de agencias internacionales han perdido la vida o han sido amenazados por las huestes. Con los fundamentalistas en el poder, la tendencia no cambia: bienvenidos a la ‘nueva normalidad’ afgana.
No tiene nada que ver con la Covid-19. Aunque la enfermedad sigue causando estragos, en uno de los países del mundo con menor acceso a vacunas, el miedo a la pobreza y a la muerte bajo el yugo talibán ha rebasado por la derecha, para muchos, el miedo a morir por el coronavirus. Pero la vida se abre adelante. Una ‘nueva normalidad’ en la anormalidad del desgobierno, la arbitrariedad y la incipiente aplicación de normas que rompen con el pasado más reciente.
Jalid vive escondido. Apenas sale de casa. Le aterran los vídeos que han comenzado a inundar las redes sociales en los que milicianos talibán irrumpen en casas y comienzan a registrarlas con malas formas. Buscan documentos que, siempre según su parecer, supongan pruebas incriminatorias irrefutables de una cooperación con el ‘enemigo’ extranjero. Como cumpliendo el guión del auge de un fascismo, ha comenzado el juego de acusaciones vecinales. Señalar a otro para evitar que a uno lo señalen.
«Cada día la cosa va a peor. Se multiplican las amenazas para mí y mi familia. En el pueblo, hay vecinos que han cogido un arma y se han unido a los talibán. Hay noticias de que están chivándose de lo que hicieron personas como yo», alerta Majid. Similares preocupaciones tiene Anissa, una mujer sola con una hija que logró la protección secreta de algunos vecinos, frente al dedo acusatorio de otros que, en medio del patriarcado rural, la señalaron por vivir sola, divorciada, sin un ‘guardián’.
En un país amplio, multiétnico y con diferencias sociales, la ‘nueva normalidad’ ofrece contrastes. En las zonas rurales, donde los talibán se asentaron hace años, el patriarcado se aplica en sus formas más agresivas, en una tendencia que va a peor. En las ciudades, donde los talibán recién llegaron del campo existe, por el momento, una extraña convivencia de normas draconianas, frente a la inercia de su población nativa. Otro contraste: el caos del aeropuerto con la relativa calma en el resto del país.
Muchos negocios han echado el cierre temporalmente, a la espera de una estabilidad en la situación de seguridad. La imagen más vistosa del retorno talibán fue la de los tenderos de negocios de moda femenina pintando de blanco muros y pósteres que mostraban mujeres. Muchas cafeterías y restaurantes han reabierto, aunque tratando de adaptarse a la nueva situación. Las imágenes de hace pocos meses, con chicos y chicas compartiendo una relajada tarde, será difícil que se repita por mucho tiempo.
Bajo las nuevas normas fundamentalistas, no es posible que una mujer salga a la calle sola, sin un varón a su lado. Afganistán pasa en estos momentos por un extraño período transitorio: los milicianos talibán patrullan, pero la falta de Gobierno y de directrices llevan a los cuadros inferiores a aplicar sus propias leyes, aumentando el riesgo de arbitrariedad y la ausencia de rendición de cuentas, en caso de propasarse. Los afganos creen que, cuando el foco mediático global se apague, comenzará lo peor.
En las ciudades grandes como Kabul, en cuyos centros solía concentrarse la población más liberal, todavía es posible que una mujer pasee sola, aún a riesgo de ser reprobada e incluso castigada por un ‘policía’ a iniciativa propia. El verdadero cambio salta a la vista en las tiendas de burkas, dominadas por el color azul predominante de esta prenda que tapa completamente a la mujer, de la cabeza a los pies. «En el pasado vendía cuatro o cinco al día. Tras la llegada de los talibán, entre 15 y 17», admite un vendedor.
Con el aumento repentino de la demanda -en la capital, hasta hace una semana, la presencia del burka se reducía a mujeres llegadas del campo o pordioseras-, ha aumentado su precio: de 1.000 afghanis (unos 9,9 euros) a 1.200 (unos 11,9 euros). Mientras esperaba un billete para la salvación, Anissa no tuvo otra que cubrirse bajo el burka: «Es la única forma de evitar que los talibán puedan reconocerme. Por sus propias normas, jamás levantarán el burka a una mujer cubierta con él», explica.
Durante sus primeros días, los talibán han prometido derechos para las mujeres «dentro de los márgenes de la ley islámica». Una definición demasiado voluble, pues hay países con leyes islámicas donde las mujeres pueden trabajar o estudiar, como en Afganistán hasta hace bien poco. Pero, según denuncian varias periodistas y activistas, muchas chicas fueron despedidas o expulsadas de su lugar de trabajo habitual la semana pasada. En cuanto a estudiar, explica Anissa, sólo permitirán hasta secundaria.
Las primeras señales de que los talibán no están por cumplir sus promesas están ahí. El portavoz del movimiento, Zabihullah Mujahid, instó este martes a las mujeres, en un comunicado, a encerrarse en casa. El vocero subrayó que se trataba de una medida «temporal» para protegerlas. «Estamos preocupados por que nuestras fuerzas, que son nuevas y no han sido aún adiestradas, puedan maltratar a las mujeres», se justificó Mujahid. «Dios no quiera que nuestras fuerzas les acosen o hagan daño».
Una pregunta que flota en el aire es hasta cuándo podrán comprarse burkas, productos básicos o comida fresca. Numerosos vecinos de Kabul han alertado del paulatino cierre de bancos, lo que está dificultando la obtención de dinero. «Hemos puesto dinero en el banco por los ladrones, pero ahora que comienza a mantenerse cierta seguridad, no podemos sacar el dinero», se queja Yasmin, una ciudadana de Kabul, al medio afgano Ariana news.
Fuente: https://www.elmundo.es/internacional/2021/08/25/61260c4b21efa0537b8b465e.html