Los conquistadores españoles se encontraron un continente más poblado y avanzado de lo que se creía hasta ahora. Así lo cuenta Charles C. Mann en ‘1491’, un ensayo que altera por completo la visión de un continente.
JORGE BENITEZ / PAPEL / EL MUNDO
Los españoles, dicen algunos, somos un pueblo subdesarrollado que llegó de chiripa a América a bordo de tres cascarones de madera. Allí nos encontramos un Edén bucólico poblado por unos simpáticos indios en taparrabos a los que engañamos vendiéndoles espejitos. También robamos su oro y violamos a sus mujeres. América es tierra quemada del homus ibericus. Es todo un milagro que más de 500 millones de personas hablen hoy español.
Los españoles, replican otros, fuimos los únicos que confiamos en Cristóbal Colón. Mostramos un coraje explorador del que carecieron otros países. Conquistamos en tiempo récord a unos salvajes subyugados por unos locos caníbales gracias a nuestro genio militar y nuestra superioridad tecnológica. No sólo eso: respetamos sus costumbres, les tratamos como compatriotas y hasta nos mezclamos con ellos. Incluso les dimos un dios como Dios manda. La Conquista fue la mayor gesta humanitaria de la Historia.
La leyenda negra, creada por los anglosajones e inflamada por los propios españoles, contra la leyenda rosa de la Conquista de América. ¿Dónde está la verdad? Quizá haya que renunciar al choque de leyendas y empezar por los datos
Para empezar, los primeros americanos eran mucho más numerosos de lo que siempre se ha dicho. «Distintos estudios demográficos recientes apuntan que la América que encontró Colón tenía entre 60 y 80 millones de habitantes, estamos hablando de una población similar a la de la Europa de entonces», dice por Zoom Charles C. Mann, el autor de 1491. Una historia de las Américas antes de Colón (Ed. Capitán Swing), un nuevo ensayo que, con la ayuda de la ciencia, la arqueología y la historia, altera la visión que tenemos del panorama que se encontraron los españoles el 12 de octubre de 1492.
América no era un continente prácticamente deshabitado, con sólo un par de civilizaciones notables y algunas tribus dispersas que no habían superado la Edad de Piedra. Al contrario, sus habitantes moldearon su territorio de una forma jamás antes vista: construyeron muchas ciudades, algunas tan extraordinarias como Tenochtitlán, la capital de los aztecas, que era más grande que cualquier capital europea y contaba con agua corriente, servicios de limpieza y un sistema de ingeniería hidráulica tan complejo que los españoles fueron incapaces de entender. Si un mexica de la época se hubiera montado en una carabela y hubiera viajado a Sevilla, quizá le habría dado un infarto al ver la basura y las heces acumuladas en sus calles. Y lo mismo en Londres, París o Roma.
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Los nativos no sólo eran más limpios que los conquistadores, sino que también estaban más desarrollados agrícolamente. Diseñaron eficientes sistemas de regadío y fueron pioneros en la manipulación genética de cultivos como el maíz. El éxito alimentario de sus esfuerzos salvó de morir de hambre a Europa en los siglos posteriores.
Los defensores de la leyenda rosa estarán indignados a estas alturas: ¡pero si no habían inventado ni la rueda! Correcto. Pero no la necesitaban para sus medios de transporte, igual que tampoco conocían el acero o la pólvora. ¿Funcionó entonces el darwinismo de la guerra y fueron sometidos por ser más arcaicos que sus enemigos?
Para averiguarlo le planteamos una pregunta juguetona: si hubiera nacido en el siglo XV, ¿qué orilla del Atlántico habría preferido? Mann sonríe al otro lado de la pantalla. Reconoce que él mismo ha hecho esa pregunta a numerosos geógrafos, historiadores y arqueólogos. «Todos dijeron que, de promedio, los nativos de América vivían mejor que los europeos», dice.
Los primeros colonos compartían esa opinión. Distintas fuentes confirman crisis demográficas y de identidad de las colonias puritanas de Nueva Inglaterra. «Docenas de ingleses se sumaron a la manera de vivir nativa a pesar de las amenazas de sufrir castigos horribles», dice Mann. Este intercambio nunca sucedió a la inversa.
Entonces, ¿cómo poblaciones tan numerosas desaparecieron de la noche a la mañana? ¿Acaso los españoles idearon una Solución Final para convertir a los indios en pastillas de jabón? No: sucedió algo que nunca imaginaron conquistadores ni conquistados. Una tragedia bautizada por el propio Mann como «la mayor catástrofe demográfica de la historia del mundo».
Seguro que les suena.
Sabemos cómo nos ha afectado el covid-19, un coronavirus que ‘solamente’ ha matado a 1% de los infectados. Así que cabe imaginar lo que supuso un bombardeo de covids con una tasa de mortalidad del 80%. Un apocalipsis o, como diría Mel Gibson, un apocalypto.
«Los españoles viajaban con muchos de sus animales domésticos, de granja, que eran desconocidos para los nativos», dice Mann. «Los caballos seguramente trajeron la viruela; las gallinas, la gripe y el ganado, el sarampión«.
Los españoles fueron causantes, aunque no culpables, de la debacle sanitaria. Al contrario, intentaron evitarla sin éxito, pero no con fines humanitarios, sino para disponer de más mano de obra. La población nativa tenía organismos que eran «territorio vírgen» para los virus y bacterias importadas de Europa. No podían defenderse, no conocían la cuarentena y las vacunas no existían. Aquello fue una carnicería.
La distorsión del mundo que conocieron los primeros conquistadores se ha amplificado por la escasa credibilidad que han dado muchos historiadores a los testimonios de primera mano, que los círculos académicos tachaban de «exagerados». Pero estudio de los yacimientos contradice esa crítica: los españoles decían la verdad.
Cuando el extremeño Hernando de Soto recorrió los estados meridionales del actual Estados Unidos en una aventura que hace que la saga de Star Wars parezca una guía de viajes de Alcoyano, su expedición dejó constancia de combates con numerosos pueblos indios que vivían en urbes con fosos y defensas. La posteridad dudó de sus testimonios, más cuando un siglo después los exploradores franceses recorrieron ese territorio y lo encontraron hecho un solar sin apenas indios y con mucho búfalo.
No habían sido los arcabuces españoles los que los habían hecho desaparecer. Con la fuerza de De Soto viajaban 600 cerdos traídos de España, que se fueron escapando a los bosques, seguramente buscando alguna bellota que por Arkansas y Misisipi debían escasear. Resulta que nuestro cerdo se convirtió en el pangolín del siglo XVI. En pocas décadas sus patógenos humanizados los eliminaron.
Otra prueba de la verosimilitud de los relatos españoles procede del dominico Gaspar de Carvajal, que acompañó a Francisco de Orellana en su expedición por el Amazonas. Fue de los pocos que volvió para contarlo y describió poblados y ciudades en zonas que incluso hoy muchos consideran vírgenes del contacto humano. Puede que Carvajal no encontrara El Dorado, pero tampoco mintió.
Una de las tesis que defiende 1491 ha generado una gran controversia, especialmente entre los ambientalistas. «La Amazonia no es salvaje ni homogénea», dice Mann. Las investigaciones y sus viajes demuestran que la cuenca de tan fabuloso río conserva la huella de sus habitantes primitivos y que está lejos de ser un paraíso con candado. Porque el pulmón del mundo no es la típica postal de vista aérea con selva y meandros gigantescos de un río, sino que tiene mucho más de lo que imaginamos, ya que en sus territorios se ha descubierto que hubo pastos, poblaciones y canales de agua. Una «interacción del ser humano con el medio ambiente sin precedentes», tal como había descrito Carvajal en su crónica.
Los indios conocían y dominaban su entorno. Utilizaban el fuego para deforestar, construían pesquerías y trabajaban la cerámica. Un ejemplo de su progreso está en Marajó, una isla casi es tan grande como Galicia que hace de tapón con la desembocadura del Amazonas. Allí los mejoraras crearon una sociedad muy sofisticada que duró 600 años y llegó hasta el siglo XV. «Lo fascinante es que el ser humano participó en la creación del área ecológica más importante del mundo», dice Mann. «Esto confirma que podemos tener una influencia positiva en el medio ambiente, que no sólo estamos condenados a destruirlo».
Por eso a Mann le molesta que muchos conservacionistas defiendan que esa zona es «pura» cuando se ha demostrado que es mentira. «Es una visión racista que duele mucho a los indios porque la Amazonia ha sido explotada durante 12.000 años«. No niega su protección ni pide que entren los bulldozers de los gigantes madereros, sino que pretende que aprendamos de nuestros ancestros cómo se fabrica un ecosistema ideal.
Navegamos por el Amazonas para llegar al imperio inca, visita obligada ya que fue la civilización más poderosa que encontraron los españoles. Un crisol de pueblos perfectamente comunicado por un sistema de carreteras.: «Este imperio era como la Unión Soviética: diferentes etnias dominadas bajo una burocracia autoritaria», dice Mann.
No sólo eso, considera que de no haber aparecido los españoles el mundo incaico habría sido muy longevo por su adaptabilidad. Aunque tenía una grieta mortal: depender del supremo líder de turno. «Francisco Pizarro fue muy afortunado», dice. «Los españoles ganaron batallas, pero los incas ya estaban diezmados por las pandemias e inmersos en una guerra civil».
A los españoles, Mann les reconoce un extraordinario talento político porque el secuestro de Atahualpa fue un golpe maestro. «Si 200 incas se hubieran plantado en España y tomado prisionero a su rey, habría sucedido lo mismo: el Estado habría colapsado».
En realidad la conquista del Perú resultó mucho más maquiavélica. Los españoles no entraron a sangre y fuego, sino que se relacionaron con los dirigentes imperiales e incluso se casaron con sus hijas. Supieron crear una nueva élite en un «estado híbrido» sin desmontar la base en una operación que duró 60 años. «Lo sucedido es muy diferente a eso de escuchar que Pizarro y 168 soldados llegaron un día y conquistaron un imperio», dice Mann. «Pero que sea diferente no significa que sea menos impresionante«.
Mann se enamoró de las culturas precolombinas cuando visitó de joven las ruinas mayas en Yucatán. Entonces, cuenta, lanzó un ‘ooh’ a lo Homer Simpson. No sólo estaba impresionado, sino indignado por la historia falseada de sus libros escolares.
«Había vivido dos años en Roma, que me encanta, pero lo que ví me pareció incluso más sofisticado.» Y se hizo una pregunta: «¿Cómo era posible que siendo estadounidense conociera muchísimo mejor la historia de los romanos que la de los primeros americanos?».
A partir de ahí llegaron centenares de libros, viajes y entrevistas, un rastreo de norte a sur que todavía continúa de las culturas anazi, missipiana, mexica, tolteca, teotihuacana, zapoteca, olmeca o de las tribus de el Beni.
Por último, le preguntamos su opinión sobre la exigencia del presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador a la Corona española para que pida perdón por la Conquista.
Mann reconoce tener ideas contrapuestas. Aunque la esclavitud fue terrible, en las fuentes indígenas no hay casi referencias a la crueldad de los españoles. «Lo veían como natural, como algo que ellos también hubieran hecho teniendo en cuenta el sentido en el que interpretaban la vida».
-¿Procede entonces una disculpa o no?
-Eso de una disculpa general no lo veo, prefiero un reconocimiento de una realidad complejo.
No comparte la visión del exterminio indígena que tanto se vende en el encuentro de civilizaciones más fascinante que nunca haya existido. Incluso apunta su brújula hacia el norte. «Si algo sabían hacer bien mis ancestros estadounidenses era expulsar a la gente de sus tierras y, cuando se negaban, simplemente los masacrábamos», admite. «Y eso fue bastante diferente a lo que hizo España».
1491. Una historia de las Américas, de Charles C. Mann (Ed. Capitán Swing) sale a la venta el lunes 20 de junio. Puedes comprarlo aquí.
Fuente: https://www.elmundo.es/papel/historias/2022/06/16/62ab6b9621efa0200c8b45b4.html