Estuvo a punto de ser Michael Corleone y, por azares de una producción visceral y algo demente, acabó como Sonny, el hermano mayor y violento que hizo famosa la expresión ‘Bada bing!’. James Caan recuerda ‘El padrino’, la película que lo cambió todo, 50 años después
LUIS MARTÍNEZ / PAPEL / EL MUNDO
«¿Que cómo llegué a El padrino, me pregunta? En realidad, El padrino me encontró a mí». James Caan habla desde su casa de Los Ángeles con el vídeo de la aplicación Zoom apagado. Su voz suena aún tan insolente y voraz como la del propio Santino Corleone, o simplemente Sonny, el personaje que, quiera o no, le convirtió en leyenda. Bada bing! Han pasado 50 años desde el estreno de la película de Francis Ford Coppola el 15 de marzo de 1972 y el anuncio de su vuelta a la cartelera nos coloca exactamente en la misma posición que a él. A todos, de una manera u otra, nos encontró El padrino. Incluido al propio Hollywood. La industria del cine, recuérdese, vio en ella, su salvación y, por qué no, su condena. «Es difícil saber por qué una película cualquiera se convierte en un clásico o en una obra maestra. Lo único que puedo decir es que el rodaje fue una fiesta. Nos lo pasamos realmente bien. Tengo una teoría que dice que si el rodaje de una película va bien hay un 99% de posibilidades de que la película sea buena», dice y se ríe convencido quizá de lo terriblemente equivocado de su hipótesis.
Pero lo cierto y para situarnos es que El padrino lo cambió todo. A principios de los 70, con Hollywood entero enfermo del mismo malestar que la sociedad global (no sólo americana), la película cayó como una iluminación. Denunciaba a una clase política incapaz de hacerse cargo de cuitas tan evidentes como la del pobre Bonasera, dueño de una funeraria (el de la hija violada). No olvidemos que la cinta se estrenó pocos días antes del escándalo Watergate. El propio Coppola en unas accidentadas y confusas declaraciones no dudó en comparar a Don Vito con Nixon para que quedara claro quién era, pese a su crepuscular encanto, el villano de la historia.
Hollywood vislumbró a través de ella quizá su propia destrucción tal y como había sido hasta entonces, y, y aquí lo importante, su salvación. Hasta 1972, se aceptó de mala gana que gente como John Schlesinger en 1969 de la mano de Cowboy de medianoche o Willian Friedkin con The French Connection en 1971 se alzaran con los Oscar a la mejor película. Cintas así daban carta de validez a una revolución en marcha y echaban sal a la herida de unos grandes estudios condenados a muerte. Cuando en 1965 Sonrisas y lágrimas se codeaba con Doctor Zhivago en el último fulgor de ese viejo Hollywood, los nombres de directores como Fred Zinneman o Mike Nichols anunciaban la llegada de un tiempo oscuro e indefinido donde mandaba el talento del director, que no el poder del productor, como había sido siempre.
«Apenas era un joven actor», recuerda Caan, «que había trabajado en la tele aquí y allí. La mejor película que en la que había participado era precisamente Llueve sobre mi corazón, del propio Coppola. Era algo diferente. Excepcional». Hasta entonces, este neoyorquino cerca ya de la treintena hijo de una familia de carniceros («Mi principal motivación para hacerme actor fue huir del negocio familiar», dice) acumulaba ya un nada despreciable bagaje de actor para todo en el cine y la televisión. Pocos podían presumir en ese momento y a su edad de haber trabajado dos veces a las órdenes de un mito como Howard Hawks y de haberse codeado en la misma película, El dorado, con John Wayne y Robert Mitchum. Mississippi se llamaba su personaje. Es más, aunque sin crédito, aparece en Irma la dulce, de Billy Wilder. «Tenía 23 años y Wayne no paró llamarme niño», recuerda con un nada disimulado orgullo disfrazado de sarcasmo. Casi un escupitajo. Bada bing!
Cuando empezaron las pruebas con los actores, Coppola, de espaldas al productor Robert Evans, reunió a sus incondicionales. Convencido de que don Vito, contra todos y contra todo, tenía que ser el indomesticable Marlon Brando, el director convocó en sus estudios Zoetrope a Robert Duvall, Al Pacino y al propio Caan. «Eleonor [la mujer de Coppola] nos cortó el pelo y nos dio cuatro sandwiches. El resto del día lo pasamos improvisando», dice. Pero, como ya es historia (o, mejor, leyenda) nada en la preproducción de la película fue fácil. «Un día me llamó Francis para decirme que los estudios querían hacerme una prueba. Querían que probara para Michael. En Nueva York, había centenares de tipos sentados por todos los lados con los peores acentos que había escuchado en la vida, ya sea inglés, español o italiano…», recuerda como si se tratara de la más gloriosa de las batallas. O una de ellas.
A él le tocaría ser Michael y al actor descomunal Carmine Caridi, el dar vida a Sonny. Caan acababa así por ser el último en una lista en la que, tarde o temprano, de forma real o figurada, también estuvieron Robert Redford, Martin Sheen, Ryan O’Neal, David Carradine, Jack Nicholson, y hasta Warren Beatty. «Aquello no podía ser. No podía ir contra Francis», dice Sonny, perdón Caan. Finalmente, el director se saldría con la suya, Michael sería Al Pacino y Santino terminaría en sus brazos. Los anales cuentan que él acabó por ser el que fue por una cuestión de tamaño. La diferencia entre el pequeño (apodado en los despachos como «el enano») Pacino y el gigante Caridi, tan cercano a la descripción de Mario Puzo en la novela, era tal que rozaba la parodia. Caan guardaba mejor la proporción. Pero Caan no da ni quita razones, simplemente alza lo hombros (o lo que quiera que haga cuando se guarda silencio antes de una carcajada). Bada bing!
Sea como sea, y por retomar la historia y la situación, cuando Robert Evans, el jefe de producción de Paramount, pensó en Coppola para dirigir una historia de gánsteres, en realidad lo que buscaba era un director maleable con suficiente sangre italiana en sus venas para no repetir el fracaso de Mafia, la película protagonizada por Kirk Douglas en 1968. Al joven visionario, además de sus películas revolucionarias (Ya eres un gran chico, El valle del arcoiris y la citada Llueve sobre mi corazón), le avalaba su trabajo como guionista en cintas como Reflejos en un ojo dorado, ¿Arde París? y, sobre todo, Patton, por la que se llevó un Oscar al mejor libreto.
Desde el principio, Coppola se tomó el encargo de El Padrino como un mal necesario. Ahogado por las deudas (le había producido a su pupilo George Lucas THX) y, por ello, necesitado de trabajo como el respirar, aceptó la muy incómoda labor de convertir una novela «popular y obscena» (según sus palabras) en una película lo suficientemente «popular y obscena» para que tuviera éxito. Pero su aspiración y el sentido de todas sus reflexiones era otro. Él, como su idealizado Godard, aspiraba a llevar el cine a la calle y, de paso, a revolucionar la política de unos estudios en proceso de desmontaje. Su traición fue doble: convirtió una película de aspiración comercial en una obra maestra y lejos de demoler desde los cimientos un arte viejo lo rehabilitó de manera magistral.
«Es difícil saber qué hace que una película acabe por ser referencia para una generación y para la historia del cine. Personalmente creo que el propio argumento tiene mucho que ver. La novela de Mario Puzo trataba de la mafia. En cambio, la película de Coppola trata de la familia. Todo esto va sobre la familia no sobre cómo matar o acribillar a Gianni Russo [el marido maltratador de la hermana]. Y la familia es universal. Aquí en Estados Unidos, en España y en cualquier lugar del mundo», dice se toma un segundo y sigue: «Por otro lado, Francis tenía toda la película en la cabeza y se rodeó de los que él sabía que eran los mejores. Desde el director de fotografía Gordon Willis a cada miembro del equipo. Llevo en esto del cine 50 años y más de 130 películas, y todavía estoy buscando algo parecido a lo que viví en aquel rodaje… Pero lo que importa es la familia».
Talia Shire, a la sazón hermana del director e inmortal Connie en la película, le da la razón. Y no puede por menos que insistir en el hecho de que Francis se peleó con todos. Contra sí mismo incluso. También desde el Zoom, la actriz explica cómo ella misma fue examinada en una audición rigurosa. «Era uno de mis primeros trabajos y estaba muerta de miedo. No quería hacer la prueba y Francis insistió en que jamás aceptaría una imposición de nadie. Fue la oficina del productor la que se empeñó y… valió. Es incómodo trabajar con la familia, pero es la familia lo que cuenta», repite.
James Caan cuenta que llegó al rodaje preparado de casa. «No me tuve que transformar en nadie ni en nada porque Sonny era el tipo de personaje que había visto toda mi vida en mi vecindario», comenta y acto seguido se corrige: «Sí recuerdo, y esto lo he contado varias veces, que un día estaba afeitándome y, no sé muy bien por qué, me vino a la mente Don Rickles [actor y humorista pionero en lo que se dio en llamar Insult Comedy, un género de comedia esencialmente agresiva cuando no sólo ofensiva]. Vi claro que tenía que ser así». Es por ello tal vez que al menos dos momentos en la película llevan la firma indeleble del siempre irascible Sonny. La paliza del principio de la película a un cámara fue, en efecto, una improvisación con el espíritu de Rickles dentro de Caan. Y mejor aún que eso, y ya con el rango de mítico, el breve discurso en el que el hermano mayor le deja claras las cosas al menor cuando este último se ofrece a vengar al patriarca víctima de un ataque fallido: «¿Qué crees que es esto, el ejército, donde les disparas una milla de distancia? Tienes que acercarte… y Bada bing! Les vuelas los sesos con tu bonito traje de la Ivy League». En efecto, Tony Soprano no pudo por menos que llamar a su Strip Club de New Jersey exactamente así, con la expresión fuera de guión de Caan que también era Sonny. Para siempre. Bada bing!
Y llegados a este punto, queda El padrino. Seis meses después del estreno se convirtió en la película más taquillera de la historia superando el récord de Lo que el viento se llevó, una marca intacta desde hacía 33 años. El Nuevo Hollywood veía su primer éxito global más allá de sus triunfos de prestigio y todos, no sólo los outsiders, se veían reflejados en él. Hollywood entero entendió El Padrino y su éxito como suyo. Al contrario que los trabajos de Hopper, Cassavetes, Altman o Rafelson, Coppola no proponía una reformulación de las reglas del género; no pretendía romper nada. Al contrario, la película recomponía las piezas rotas de un tiempo nuevo y eterno. De hecho, la cinta conserva intacta la nostalgia por las grandes producciones y rinde pleitesía al género. La revolución de El padrino fue también el final de la revolución. Su fracaso, su éxito. Y al revés. Bada bing!
Fuente: https://www.elmundo.es/papel/cultura/2022/02/23/62167d7f21efa0a80f8b45d8.html