Su aparición en The Crown la ha acercado a la generación Netflix y su empatía se ha normalizado dentro de la familia real. Pero ¿quién sería hoy, qué podría haber logrado, y que habría pensado de la entrevista con Oprah? Responde su biógrafa, Tina Brown.
TINA BROWN / VANITY FAIR
Era julio de 1997, y el lugar, el restaurante Four Seasons situado al lado de Park Avenue, en Manhattan. Todas las cabezas se giraron cuando ella, deslumbrante, cruzó la estancia con un traje de Chanel de color verde menta, para comer con Anna Wintour, la directora de Vogue, y conmigo. Diana siempre era muchísimo más bella en persona que en las fotografías. Su piel presentaba el leve resplandor de una perla de agua dulce, sus ojos eran enormes mares azules de sentimiento, y era fácil olvidar lo alta que era, sobre todo con unos Manolos con tacón de casi ocho centímetros.
Había viajado a Nueva York con ocasión de la subasta benéfica de sus icónicos vestidos de la década de 1980 en Christie’s (una idea del príncipe Guillermo, y se había marcado como objetivo transformarse en una mujer de sustancia. Sabía que ocupaba una posición única desde la que podía emplear su celebridad global para promover causas humanitarias.
Ese día, en la comida, me sorprendió lo claras que tenía las cosas. Trazó el esquema de lo que hoy se consideraría un acuerdo para crear contenido mediático en diversas plataformas: un largometraje cada dos años, cada uno de ellos centrado en una discreta campaña humanitaria. Añadió que en primer lugar ella se dedicaría a promover una concienciación sobre el tema; posteriomente produciría un documental junto a una cadena de televisión y, en última instancia, dejaría una estructura montada para seguir vinculada a la causa. El asunto con el que quería empezar era el analfabetismo. Es posible que, de forma compungida, ella se definiese como una mujer sin muchas luces, pero Diana siempre fue una adelantada a su tiempo. Su plan se parece mucho al que han ideado Meghan y Harry, pero con una diferencia esencial: estaba mejor desarrollado.https://fa8b786f1345f6e22ed02c9231a47789.safeframe.googlesyndication.com/safeframe/1-0-38/html/container.html
¿Cómo habría sido Diana con sesenta años? Yo creo que lo habría logrado todo. Le obsesionaba la comunicación: los números de su perfil de Instagram habrían estado al nivel de los del Papa. Desde su muerte, el mundo ha ido avanzando de forma clara en la dirección que ella marcó. Todo lo que en su momento dijo la princesa sobre la necesidad que tenía la familia real de modernizarse se está viendo reafirmado después de Meghan. Todo lo que ella opinaba sobre la necesidad de promover una mayor empatía y sensibilidad se ha convertido hoy en un valor social que define nuestra época.
La princesa Diana saliendo del hotel Carlyle, para comer con Anna Wintour en el Four Seasons de Manhattan, en julio de 1997.© GETTY IMAGES
Hablar de salud mental (como hizo ella al revelar su bulimia), romper el tabú en torno al sida y poner de manifiesto la lacra de las personas sin hogar: estas inquietudes contemporáneas eran muy propias de Diana. En 2015, durante la crisis de los refugiados en Europa, volví a acordarme de ella: habría sido la primera en utilizar su protagonismo mediático para mostrar las miserias de los caóticos campamentos de chabolas que se formaron en la ciudad de Calais. Tras los ataques del 11-S, no habría dudado, con toda la intención, en visitar una mezquita. Diana fue una pionera, que se movía únicamente por intuición. Por eso sus gestos siempre denotaban tanta autenticidad, y también por eso le salieron mal tantas cosas en la vida. “Nunca he visto a una persona que fuese un proyecto en construcción tanto como lo era Diana”, me dijo en cierta ocasión Anthony Julius, el abogado que representó a la princesa en su divorcio. “Casi podías ver como iba cambiando y conformándose ante tus ojos”.
La familia real británica lleva veinticinco años esperando que el persistente embrujo que sigue ejerciendo Diana en la psique de los ciudadanos empiece a disiparse. Después de la investigación sobre su muerte, del juicio en 2002 a su exmayordomo Paul Burrell, del sinfín de libros y ataques en los tabloides, tendría que llegar al fin un momento en que todo volviese a ser como antes. Hubo un período dulce en los años transcurridos entre el compromiso de Guillermo y Kate, los Juegos Olímpicos de Londres y la maravillosa alegría inclusiva que se vivió en la boda de Harry y Meghan en el castillo de Windsor. El príncipe Carlos fue saliendo lentamente del oprobio y se convirtió en un profético héroe de las cuestiones medioambientales en Davos, Camilla fue alabada por abordar el tema de la violencia doméstica y por fundar un animado club de lectura en Instagram, y todos ellos tocaron el corazón de los ciudadanos con sus charlas de Zoom durante la epidemia de covid.
Después de tantos esfuerzos, no podría haber sido una coincidencia más desafortunada para la familia real que la última temporada de The Crown, la que trata los años de Diana, se haya estrenado en un período en que da la impresión de que los episodios más explosivos de su historia se están repitiendo. Emma Corrin, que interpretó a la princesa en la cuarta temporada, lo hizo con tal brillantez que llevó la agonía sufrida por Diana de joven a una nueva generación. En Estados Unidos, donde vivo y donde los primeros años de Diana junto a Carlos han quedado eclipsados por la tragedia de su muerte, la reivindicación de su figura que han llevado a cabo las chicas de la generación Z y las millennials ha tenido algo de eufórico. Como es lógico, casi ninguna de ellas había visto la entrevista que Martin Bashir le hizo a Diana en el programa Panorama, en 1995, pero gracias a la reveladora charla de Meghan y Harry con Oprah, vimos la triste mirada ojerosa de Diana y sus terribles frases: “Éramos tres en este matrimonio” o “Yo era un problema, y punto”, que aparecieron sin cesar en nuestras pantallas como cebos de las bombas que, desde Santa Bárbara, se soltaron en el programa de Oprah.https://fa8b786f1345f6e22ed02c9231a47789.safeframe.googlesyndication.com/safeframe/1-0-38/html/container.html
La princesa Diana y el periodista Martin Bashir en la histórica entrevista de Panorama en la BBC, 1995.POOL PHOTOGRAPH / CORBIS VIA GETTY IMAGES
Todavía no sabemos cómo acabará la historia de Harry y Meghan, pero el modo en que esta última se presenta como si fuese la Sirenita jamás podrá compararse al modo en que Diana destrozó a pisotones su zapato de cristal. Al igual que la heroína de un cuento, se convirtió en princesa. Pero su rechazo a cumplir con el papel que le habían asignado, su empeño por vivir en el ahora y su búsqueda de la felicidad en sus propios términos le permitieron zafarse del gélido pasado de los Windsor, y del estéril presente. Su muerte a los treinta y seis años nos la dejó en una juventud perpetua, en la imagen congelada de un anhelo jamás colmado.
¿Qué habría pensado ahora la Diana de sesenta años al ver la entrevista con Oprah desde el barco del magnate David Geffen en el Caribe, junto a su tercer marido? ¿Le habría alegrado que su adorado Harry hubiese encontrado el amor que ella nunca había tenido, que el príncipe haya luchado con valentía para proteger a una esposa tan abatida que había albergado, igual que le pasó a Diana, ideas de suicidio? Quizá le habría mandado un mensaje de texto a su viejo amigo Elton John, con un tono frívolo pero triste: “Todo esto yo ya me lo sé”.
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En este fragmento de su libro superventas The Diana Chronicles, de 2007, Tina Brown describe la transformación de Diana después de que esta se viera al fin libre de su título de alteza real:.
Diana nunca tuvo mejor aspecto que el que lució en los días posteriores a su divorcio. Tanto en su vida como en su apariencia, de lo que se trataba era de soltar lastre. Esta operación empezó por el personal del palacio de Kensington, que dejó reducido al personal de limpieza, un cocinero y un ayudante de cámara. El untuoso Paul Burrell se convirtió en el amo de su vida privada, pues aunaba los papeles de asistente personal, sirviente, chófer, chico de los recados, confidente y hombro en que llorar. Diana reforzó su ruptura con su vida de casada al llenar una resistente bolsa de basura con todo un juego de porcelana del príncipe de Gales y destrozarlo con un martillo. Ahora solo utilizaba protección policial cuando asistía a un evento público; su agente favorito era Colin Tebbutt, que había dejado de trabajar para el Cuerpo de Protección Real y sentía debilidad por la princesa: “Siempre había alegría cuando estaba en casa. Creo que Diana estaba empezando a disfrutar de la vida. Era una mujer distinta, más madura”.
La prensa conocía los rostros de los chóferes de Diana, así que para despistar a los periodistas uno de estos conductores, Colin Tebbutt, a veces se disfrazaba. “Poco antes de su muerte, Diana quiso ir a la peluquería. Yo tenía un viejo Toyota MR2, que ella llamaba “la tartana”, así que la llevé en ese vehículo. Abrí el maletero y saqué una enorme gorra de béisbol y unas gafas. Cuando salió, yo estaba empapado de sudor y me preguntó: ‘¿Se puede saber qué haces?’. Contesté: ‘Me he disfrazado’. Me respondió: ‘No sé si te habías dado cuenta, pero soy la princesa de Gales’”.
Todos los martes por la noche, la princesa se sentaba ante el escritorio de su estudio del palacio de Kensington y se dedicaba a continuar con su serie de cartas de agradecimiento, mientras escuchaba cómo un piano interpretaba el Concierto para piano n.º 2 de Rajmáninov y su pieza favorita: A Nightingale Sang in Berkeley Square, de Manning Sherwin. Kensington era su refugio. En las tardes cálidas de verano, desaparecía tras los muros del jardín con pantalones cortos, una camiseta y sus gafas de sol de Versace, con una bolsa de libros y CD para su Discman. Los fines de semana, cuando Guillermo y Harry estaban en casa, Burrell la veía con una amplia falda de algodón y montada en una bicicleta con un cesto en la parte delantera, recorriendo a toda velocidad el camino de acceso al palacio mientras los chicos pedaleaban enérgicamente tras ella. Cuando cumplió treinta y seis años, en junio, recibió noventa ramos de flores y Harry reunió a un grupo de compañeros de clase para que le cantasen el Cumpleaños feliz por teléfono.
Al igual que sucedió en su vida, las preferencias estilísticas de Diana se volvieron más sobrias y empáticas tras su divorcio. Sus nuevos trajes de noche eran minimalistas y con un toque sexy, algo que le había estado vedado mientras formaba parte activa de la familia real. “Sabía que tenía unas piernas espléndidas y quería lucirlas”, contó el diseñador Jacques Azagury. Lo cierto es que Diana ofrecía su mejor aspecto cuanto más informal se mostraba: estuvo espectacular, por ejemplo, al salir del coche, mostrando sus largas piernas, en una ocasión en que salió a comer con Rosa Monckton en Le Caprice, con unos vaqueros lavados a la piedra, una camiseta blanca, una americana azul marino con un corte precioso y unos zapatos planos sin calcetines (normalmente calzaba unos Jimmy Choo de grogrén negro, los “mocasines Diana”). Vanity Fair encargó al fotógrafo de origen peruano Mario Testino que la retratase tal como ella quería ser vista en ese momento: una mujer moderna, con un papel activo en la escena global, “llena de vida, energía y fascinación”, por citar las palabras de Meredith Etherington-Smith, la exdirectora de moda que presentó a Diana y Testino.
La princesa Diana de Gales en 1997.© GETTY IMAGES
Cuando Meredith conoció personalmente a Diana en el palacio de Kensington, le sorprendió lo distinta que era de la princesa pública de antaño. Ahora era una figura alta y eléctrica que no iba maquillada, lo que resaltaba de veras lo delicado y exquisito de su piel. Su cabello ya no parecía un casco rígido; sin laca, sin estar peinado hacia atrás, flotaba en torno a la cabeza de la princesa como el diente de león al viento. Con su infalible sentido para el dramatismo, Diana logró que las extraordinarias fotografías de Mario Testino en la portada de Vanity Fair se publicasen la misma semana en que se dictó su sentencia de divorcio.
Sin embargo, en el año posterior a dicho divorcio, sus relaciones con el príncipe Carlos alcanzaron al fin una cómoda estabilidad. La llegada en 1996 de Mark Bolland, que pasó a desempeñar el papel de vicesecretario privado de Carlos, inició un período de glasnost entre las oficinas del príncipe y la princesa. Bolland era un estratega hábil, había trabajado en marketing y, lo que resultaba muy útil, había sido director durante cuatro años de la Comisión de Quejas a la Prensa. Era un hombre que vivía en el mundo real, no en la burbuja de palacio. Parte de su cometido consistía en terminar la guerra entre los príncipes de Gales.
Ahora Diana buscaba una causa en la que implicarse con pasión, algo en lo que su presencia pudiera producir un resultado transformador, tal como había hecho a mediados de la década de 1980 con el sida. Mike Whitlam, por aquel entonces director general de la Cruz Roja Británica, tenía la respuesta. Esta institución formaba parte de una red de organismos globales que promovían la prohibición de las minas antipersona: pedían que se eliminasen y que se ayudase a las víctimas. Empezó a mandarle a Diana fotografías e informes sobre los efectos devastadores de las minas que no se habían retirado después de una guerra. Whitlam vio que esta era la mejor causa para Diana en el mejor momento.
Así pues, el lunes 13 de enero de 1997, con unos vaqueros azules y una americana, Diana aterrizó en medio del agobiante calor de Luanda, la capital de Angola, tras un vuelo comercial de once horas al sur de África. El país sufría las consecuencias de una guerra civil de veinte años. A lo largo de este conflicto se habían desperdigado quince millones de minas, entre una población de doce millones de personas, y apenas habían empezado a retirarlas. En las calles se veía a hombres, mujeres y niños sin piernas; pocos contaban con sillas de ruedas o siquiera muletas. Unos setenta mil inocentes habían pisado una mina; uno de cada trescientos treinta y cuatro ciudadanos padecía alguna amputación, pero solo se colocaban unos pocos cientos de prótesis al mes.
La princesa Diana en Angola, 1997.© GETTY
A Diana le impactó lo que vio. En el desastre de Huambo, una zona todavía en disputa y repleta de minas, visitó un pequeño y aislado hospital que no tenía ni electricidad ni suficientes camas. En él estaba Rosaline, de dieciséis años, que había perdido la pierna derecha y el niño que llevaba en su vientre. También Helena, de siete años, que había salido a buscar agua y había pisado una mina que le había reventado los intestinos. Un suero salino la mantenía con vida. Arthur Edwards, que cubría el viaje para The Sun, cuenta que la niña se encontraba tumbada y expuesta cuando Diana llegó a su lado. Lo primero que hizo la princesa fue algo instintivo: adecentó a la pequeña, la tapó. Lo que una madre habría hecho. Le preocupaba la dignidad de la niña.
La bondad de ese gesto fue algo que el periodista nunca olvidó, ni tampoco el modo en que Diana habló suavemente con la pequeña mientras le acariciaba la mano. Cuando la princesa siguió su recorrido, Christina Lamb, la corresponsal en el extranjero del Sunday Times, se quedó junto a la niña agonizante. ‘Me preguntó: ‘¿Quién era esa mujer?’. Era muy complicado explicarle quién era Diana a alguien que no la conocía. Así que le dije: ‘Una princesa de Inglaterra, un sitio muy lejano’. Y entonces la pequeña añadió: ‘¿Es un ángel?’”. La niña murió poco después. “Lo último que vio”, relató Lamb, “fue a una bellísima mujer que le pareció un ángel”.
Sin embargo, para varios diputados tories y ministros del Gobierno en Londres, Diana no tenía nada de celestial. Era una persona que se dedicaba “a darse publicidad”, un ser “imprevisible”, según lord Howe, vicesecretario de Estado en el Ministerio de Defensa. A Howe le ofendía que el apoyo que Diana brindaba a la prohibición de las minas antipersona no coincidiese con las directrices del partido conservador. A Peter Viggers, miembro del Comité Selecto de Defensa de los Comunes, le dio un ataque. “No ayuda”, declaró, “que una princesa muy mal informada señale a los amputados y diga lo horrible que es esto”.
Lo cierto es que Diana si ayudó. Muchísimo. La princesa tan mal informada recibió el apoyo de la oposición laborista de Tony Blair, de los liberal-demócratas y de ciertas figuras militares. La aristócrata había acabado metida precisamente en el tipo de polémica que Henry Kissinger le había recomendado que evitase. Bueno, pues qué lástima. Angola fue el primer indicio del tipo de mujer en que Diana iba a convertirse.
El compromiso de Diana con el asunto de las minas antipersona no era, por emplear una de las expresiones desdeñosas favoritas de la reina, un “truco publicitario”. Aquello sacó todo lo mejor de ella, al estar al servicio de una causa que era desgarradora, poco conocida y controvertida. Perseguida en Angola por la prensa, el día después de que los tories hubiesen lanzado sus cortinas de humo en Londres, Diana no entró en la polémica. “Se trata de una distracción innecesaria… Es algo triste. Me dedico a las causas humanitarias, no a la política”.
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Efectivamente, pocos políticos habrían tenido la valentía de hacer lo que hizo ella a continuación. La Cruz Roja había llegado a la conclusión de que era demasiado peligroso ir a Cuito, la ciudad con el mayor número de minas de África, llena de bombas trampa. Varios niños acababan de morir mientras jugaban al fútbol en una zona que en teoría estaba limpia. Pero Diana se negó a cancelar su viaje. Al día siguiente se encontraba en Cuito con una visera, un chaleco antibalas por encima de una camisa de algodón blanco y unos pantalones caqui, preparada para que la guiasen con sumo cuidado por otra zona supuestamente limpia, aunque se distinguían minas expuestas y medio extraídas. Recurriendo a toda la osada valentía que había empleado para enfrentarse a la familia real, pero por una causa mucho mejor, la princesa se internó en un campo de minas a medio extraer. “Un par de periodistas”, contó Whitlam, “no habían podido hacer la foto que querían y le preguntaron en broma si le importaría repetir el recorrido. Para sorpresa de todos, ella accedió”.
“La princesa se dio cuenta de que esa era una de las imágenes que iba a crear un verdadero impacto en todo el mundo”, añadió Whitlam. “Así que hizo el trayecto por segunda vez”. En este segundo paseo quedaron perfectamente sintetizados la valentía, la capacidad estratégica y el poder mediático brillantemente dirigido que tenía Diana. El Gobierno conservador, que había perdido de forma estrepitosa la batalla de las relaciones públicas, reculó, afirmó que todo había sido un malentendido y prometió que apoyaría la defensa de una prohibición mundial.
Demasiado tarde. Aquello solo fue otro síntoma de que el Gobierno estaba desconectado del sentir popular. Pocos meses después, los tories sufrieron una tremenda derrota en las elecciones generales. Tony Blair, el nuevo defensor de Diana, se convirtió en primer ministro con cuarenta y cuatro años. Su victoria, en un brillante día de mayo tras dieciocho largos años de dominio de los conservadores, se recibió con la euforia de un nuevo amanecer.
Ojalá pudiéramos terminar aquí la historia de Diana. En ese momento era una mujer plena que había hallado su futuro. Pero la princesa siempre se mostró frágil al asumir un nuevo papel. El amor, o su ausencia, siempre le causaba tristeza. Junto al abatimiento, apareció en ella una emoción que nunca había frenado sus innovadoras iniciativas en favor de las víctimas de las minas, o de los pacientes de sida: el miedo. Su amante, Hasnat Khan, se alejaba definitivamente de ella. Que el hombre se negase a hacer pública la relación entre ambos significaba, en la práctica, que no quería casarse con ella. Khan les dijo a sus amigos que no podía enfrentarse a la vorágine que supondría convertirse en la nueva pareja de Di en todos los tabloides.
Como sabía que iba a ser rechazada, Diana empezó a deprimirse. Sentía que no tenía donde ir, nadie con quien compartir sus cuitas. No se hablaba con su madre: Frances había enfadado mucho a Diana al conceder una entrevista pagada a la revista Hello! en mayo de 1997, en la que había comentado inocentemente que el hecho de que su hija hubiera perdido el título de alteza real era “una auténtica maravilla, ya que así ha podido encontrar al fin su identidad”.
Hasnat Khan y Diana de Gales, en los 90.GETTY / GTRES
En períodos malos como este, la insegura Diana se sentía observada, espiada. En un viaje a Roma con su amigo argentino Roberto Devorik, inquietó a este al contarle sus tremendas sospechas. Sí, Diana vivía con miedo, pero no era la muerte lo que temía, sino la idea de “volver a hundirse en la oscuridad”, según le contó a Devorik. Siempre había llevado esa oscuridad en su interior, desde niña. Siempre la había combatido con el brillo deslumbrante que poseía. Ahora, más que nunca, tenía miedo de quedarse a solas en la oscuridad.
El miedo de Diana a quedar marginada se intensificó a medida que se acercaba agosto. Sus hijos desaparecían entre los brezos agrestes de Balmoral, cosa que les encantaba. Tras la entrevista en Panorama y el divorcio del príncipe de Gales, dejaron de llegarle invitaciones a similares y aisladas fincas aristocráticas, en la que los niños podían practicar tiro. Con ella, Guillermo y Harry no tenían más remedio que quedarse en Londres, verse agobiados en Disney World o verse obligados a comportarse con corrección en la casa de campo de algún nuevo rico multimillonario. La princesa le confesó a la escritora Shirley Conran, madre del diseñador Jasper Conran, que le parecía que, cuando llegaban las vacaciones, no podía ofrecerles nada a Guillermo y Harry que estuviese a la altura de Balmoral. “Se dedican a hacer esas actividades tan de chicos, a matar cosas”, explicó con un suspiro, “y además hay una estupenda pista de karting”.
La cercanía entre Eton y Windsor había fomentado el establecimiento de un estrecho vínculo entre Guillermo, la reina y el duque de Edimburgo. A veces, por las tardes, el joven salía a pasear por el Great Park de Windsor con el príncipe Felipe, y reaccionaba a los modales bruscos y el sentido del humor de su abuelo con un entusiasmo del que el príncipe Carlos siempre se había mofado. Felipe, al haberle fallado a su hijo, veía a Guillermo como el vástago que siempre había deseado tener. A ambos les apasionaba la historia militar. Aquello le gustaba a Diana, pero también le provocaba celos. Guillermo era su más íntimo confidente.
El joven era más maduro de lo que cabría esperar por su edad; sobrellevaba tanto el peso de las confidencias maternas como de sus futuras responsabilidades. Diana había repasado con él los términos del divorcio antes de acceder a ellos. Empezó también a incluirlo en algunas de las comidas que celebraba en el palacio de Kensington con la prensa. “Todas mis esperanzas están ahora puestas en Guillermo”, me contó. “Espero que cuando se haga mayor se le dé tan bien lidiar con la prensa como a John Kennedy Jr.”. Pero Guillermo no era hijo de John F. Kennedy, sino el heredero al trono británico. Por mucho que Guillermo se pareciese físicamente a ella y sonriese como ella, no cabía duda de que tenía un vínculo tan estrecho con el príncipe Carlos y la Corona como el que guardaba con lady Diana Spencer, quizá aún mayor. De forma inevitable, Guillermo tendría que acabar “windsorizado”. En tanto que futuro rey de Inglaterra, ese era su destino.
Aquel último verano, la princesa estuvo pululando de un sitio a otro hasta que acabó recalando en París. No obstante, en los días que le quedaban libres entre sus paseos en yate con Dodi Al Fayed, dio la impresión de que tenía ideado un claro futuro en Londres. Junto a Shirley Conran, trazó el plan de algo que nunca había tenido: una carrera profesional. “Quería sentirse realizada en ese aspecto”, declaró Conran. “Quería hacer algo por sí misma para demostrar que no era tonta”.
Diana leía con avidez los informes de las asociaciones benéficas; por fin se estaba formando. Mike Whitlam, de la Cruz Roja, le recordó lo siguiente en el viaje de ambos a Angola: “No olvide que los británicos dejaron diez millones de minas antipersona en los desiertos del norte de África”. Ella contestó: “Mike, creo que acabará descubriendo que son veintitrés millones”. La princesa acertaba.
Si hubiera vivido, cabe la posibilidad de que perder el título de alteza real hubiera sido lo mejor que le había pasado en la vida, tal como había declarado su madre. Sí, estaba perdiendo casi todas las ventajas y la protección de la burbuja real. Pero el poder de su toque mágico con los medios de comunicación y la opinión pública era algo que nadie podía arrebatarle. Y lo que estaba ganando era la libertad: la libertad de actuar sin las restricciones ni las limitaciones de palacio, de los burócratas de la política, la libertad de dedicarse a las causas que ella eligiera con independencia de lo polémicas que pudiesen resultar, la libertad de influir en las cosas importantes y ver los resultados.
En 1997, Lady Di con Dodi al Fayed.@GTRES
En Ottawa, no mucho después de su paseo por los campos de minas, ciento veintidós Gobiernos sellaron un tratado para prohibir el uso de las minas antipersona. Cuando el comité del Nobel le concedió a esta campaña el Premio Nobel de la Paz, lo hizo asociándolo al nombre de la principal promotora estadounidense, Jodie Williams. En la Cámara de los Comunes, en la segunda lectura de la Ley de Minas Antipersona de 1998, el secretario de Exteriores, Robin Cook, le rindió un bello homenaje a Diana, la princesa de Gales, por su “enorme contribución para que muchos de nuestros ciudadanos fueran conscientes del coste humano de estas minas”. Diana no estuvo para oírlo. Se hallaba sola en una isla, en su tumba de Althorp.
Tina Brown es una galardonada periodista y escritora, y ha sido directora de Tatler, Vanity Fair y The New Yorker
Traducción de Ismael Attrache.
Fuente: https://www.revistavanityfair.es/realeza/articulos/princesa-diana-como-seria-su-vida-hoy/50566