Los Periodistas

Opinión | Perspectivas episteme-históricas

 A mi hijo Rubén,
Por su cumpleaños 27

Comprender nuestro tiempo es una de las inquietudes que asalta a cualquier persona en algún momento de su vida, sobre todo si se dedica al ejercicio intelectual. Pero por tal ejercicio no hemos de ir lejos: se trata de comprender, desde la luz de la inteligencia (intus – legere: leer dentro), el significado de lo que percibimos, de lo que conocemos y de lo que decidimos. No sólo eso, sino, además, de lo que estamos viviendo (presente), lo que hemos vivido (pasado) y lo que queremos vivir (futuro), cosa no fácil.

La percepción, el conocimiento (o los saberes) y la decisión, constituyen tres de las grandes dimensiones sobre las que se sostiene la realidad de la vida humana. Son tan reales esos ámbitos que conforman nuestra vida cotidiana. Tienen, además, un vínculo de cierta continuidad y superación uno respecto del otro que, si no los distinguimos adecuadamente, no sólo nos podríamos confundir, sino abiertamente caer presas de la manipulación de sus órdenes de verdad y de sus límites. Se requiere agudeza.

Desde que nos levantamos y tomamos una taza de café o té, hasta que nos vamos a dormir, nuestra jornada cotidiana se despliega en el mundo de la percepción. Vemos, olemos, tocamos, oímos, gustamos muchas cosas a lo largo del día. Es nuestra realidad más inmediata. Literalmente, sentimos que es la realidad entera porque todo el día estamos percibiendo: a las personas, a las cosas y a nosotros mismos. Llegamos a creer que sólo lo que se toca es real. Lo diferente es el sueño.

Pero no es así. Una vez que levantamos la mirada sobre el mundo de los sentidos caemos en la cuenta de que, además, existe un ámbito caracterizado por diversos saberes, lo que podríamos denominar en general la ciencia y su aplicación, la tecnología. De hecho, también nuestra vida cotidiana está inundada de sus productos: el teléfono, el automóvil, las comunicaciones, nuestras casas, nuestras ciudades, el globo en general y todo aquello que, de una manera u otra, es operado por el conocimiento. Al grado que éste puede contradecir, y lo hace, a la percepción.

El saber, sin embargo, tampoco es todo. Los grandes conocimientos científicos, como la capacidad de clonar seres vivos (incluso humanos) o la inteligencia artificial (AI) tienen el límite de las decisiones humanas. Llega un momento en el que los grandes científicos (pensemos en Oppenheimer y la bomba atómica) dejan la decisión en manos de otros. Esto significa que la decisión es de naturaleza distinta a la del conocimiento. Se puede saber algo y decidir otra cosa distinta y contraria a aquél.

Si en adición a lo anterior consideramos la mirada sobre el pasado, el presente y el futuro (la historia en general), la realidad se vuelve más compleja. El pasado es ya un universo entero, en cualquier ramo del conocimiento. Pensemos en el terreno literario; estudiar tan solo a los autores clásicos contemporáneos o de los siglos recientes: Balzac, Stendhal, Flaubert, Proust, Kafka, Gide, Lawrence, Joyce. Inmediatamente tenemos esa sensación de mar abierto, inmenso, ¿y los griegos? Y antes de ellos, ¿los caldeos? Y junto a estos, ¿los chinos, los hindúes y los japoneses? ¿Y los primitivos? (1).

El presente no por cercano nos es accesible, ¿cómo entender la guerra en Ucrania y en Palestina y en otros lados del globo? ¿Entendemos la violencia en América Latina y, particularmente en algunos lugares de México tan cercanos? Acabamos de presenciar la juramentación de Maduro en Venezuela sin haber mostrado una sola acta electoral donde se avale su triunfo. ¿Entendemos el fenómeno? Vimos, eso sí, el aparato de poder a todo vapor protegiéndolo. No tiene el talante ni el talento de Bolívar ni de Francisco de Miranda.

El futuro es quizá el más insondable y es también una constelación abierta. Creíamos que las ideologías, desde la caída del comunismo a partir de 1989, estaban fallecidas y hoy vemos con sorpresa su resurgimiento. Ciertamente no por su fuerza filosófica o histórica, sino por la gran manipulación del poder y desde el poder. Precisamente se trata de una tergiversación del ámbito del saber y del ámbito de la decisión. Como si el saber fuera lo mismo que la decisión, la ideología decide en nombre del saber, pero sin éste, es decir, fuera del saber. La decisión se rige más bien por cuestiones éticas.

En efecto, los saberes de la ciencia (sobre todo en su sentido moderno) buscan conocer —y por ello dominar— el funcionamiento de las cosas, a fin de conducirlas a fines determinados, con tales medios. La conciencia moral no responde a la pregunta: ¿cómo funciona esto?, sino a esta otra: ¿nos es lícito conducirla a estos fines, a estos propósitos? Esos fines y propósitos, ¿son lícitos? Las decisiones tienen esa connotación especial: su licitud o no; en suma, si son buenos o no humanamente.

La ideología resurgida, en sus vertientes de derecha o de izquierda, no descansa sobre el conocimiento ni sobre los saberes. En realidad, manifiesta una dislocación del mundo de las decisiones: le ha quitado su fuente ética y moral y ha colocado, en su lugar, el culto al poder. Quiere, además, adornarse con el conocimiento y con la historia, simplificando ad nauseam toda realidad: amigos y enemigos. Por eso polariza. Los gobiernos de Estados Unidos (a partir del 20 de enero próximo), México y Venezuela están en ese horizonte.

Orwell ha detallado en 1984 el perfil de la ideología: la invención de una neolengua y el control central del poder. No hay verdad más que la que dice el poderoso. Y tal verdad puede cambiar al gusto de quien detenta el poder, por eso dicha verdad se reinventa cada día. ¿Se puede escapar de tal sistema? Smith, el protagonista, es reducido a una suerte de piltrafa humana. Lo más humano que permanece en él es el recuerdo y la sensación de que, antes del Gran hermano, la realidad estaba ahí, en su percepción y en su mente. Lo primero que destruye la ideología no es la realidad, es el lenguaje.

Esto lo descubrieron los sofistas en la antigua Grecia. Y lo siguen utilizando los poderosos para dominar y controlar. El antídoto a esas pretensiones fue Sócrates. No el convencer, sino la virtud es lo que humaniza. La virtud en la «ciudad», en la comunidad, agregaría su discípulo Platón, ejercitando la politeia, siendo polités, siendo ciudadano, con los derechos de decir lo que siente y lo que piensa, con entera libertadconvicción y verdad, con parresía (2).

Notas
1 Octavio Paz, Cuarenta años de escribir poesía. Conferencias en El Colegio Nacional, DGE/ Equilibrista, El Colegio Nacional, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México 2014, p. 16.
2 Véase mi artículo “Parresia y política”, e-consulta, 17/abr/2024, https://goo.su/BjQDIoD.

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