El experto en culturas alimentarias de la Sorbona, Gilles Fumey, analiza la relación entre las políticas de los países y la nutrición de su población.
Más información:Hambre grave o alarmante en 42 países: la inseguridad alimentaria aumenta y azota especialmente a las mujeres
RAQUEL NOGUEIRA / Enclave ODS
«El fantasma del hambre amenaza en el mundo a 122 millones de personas más que en 2019, debido a la pandemia y a una serie de crisis climáticas y conflictos, como la guerra de Ucrania». Con estas palabras de Edward Mukiibi, presidente de Slow Food International, arranca el último libro del profesor de la Universidad de la Sorbona, Gilles Fumey, comienza su Geopolítica de la alimentación (Herder, 2024). Un texto en el que analiza en profundidad la relación entre política y comida.
Según el informe El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo (SOFI), publicado por Naciones Unidas, al menos 733 millones de personas pasaron hambre en 2023 y siguen haciéndolo este 2024. UNICEF eleva la cifra de quienes sufren hambre crónica a los 828 millones. Esto, recuerda Mukiibi en el prólogo del texto, está muy relacionado con las dinámicas de poder en el mundo.
Y es que, como explica Fumey en su libro, «la alimentación se ha convertido en un tema clave en los debates políticos sobre la actualidad». Pues cada vez es más patente esa relación entre dos realidades aparentemente inconexas: que en el sur global se pase hambre, mientras que en el norte se desperdicien alimentos.
«Incluso al margen de los aspectos técnicos sobre la disponibilidad de alimentos, la injusticia que plantea esta situación nos remite a asuntos de solidaridad», cuenta Fumey. Y matiza que no son solo de índole ética, sino también técnica y «eminentemente políticas».
Pero ¿qué tiene que ver esto con la geopolítica? ¿Y con la manera en que se distribuye y organiza el mundo? Para Fumey, la respuesta está en la crisis financiera de 2008, que él tilda de «violenta». En aquel entonces, ya «algunos países del sur expresaron su cólera contra la subida de los previos de las materias primas agrícolas».
Y fue entonces, dice, cuando estuvo claro: «La alimentación es un bien eminentemente geopolítico». Por eso, arguye, «una buena parte de las batallas que la humanidad debe librar tendrá lugar en este terreno».
Arma de guerra
En realidad, muchas de ellas ya se están librando: según Oxfam, «el hambre que provocan los conflictos se cobra hasta 21.000 vidas diarias en todo el mundo». Esto es, la comida se ha convertido ya en un arma de guerra.
Algo que, por ejemplo, puede observarse en el conflicto en Gaza: como explicaba en una columna de opinión Manuel Sánchez-Montero, director de Incidencia y Relaciones Institucionales de Acción contra el Hambre, los alimentos —o, más bien, su ausencia— son ya «un arma de destrucción masiva» en la Franja.
Emily Farr, responsable de Seguridad Alimentaria y Económica de Oxfam, apunta hacia el mismo lugar: «En un mundo asolado por los conflictos, el hambre se ha convertido en un arma letal del que las partes hacen uso, contradiciendo las leyes internacionales y provocando un alarmante aumento de las muertes y el sufrimiento».
Y añade: «El hecho de que en el siglo XXI se siga sometiendo a la población civil a una muerte tan lenta supone un fracaso colectivo«. Pero es que, como explica Fumey, «la historia de la alimentación humana está llena de interferencias con la política», porque cuando se trata de elegir lo que comen pocas veces los seres humanos son los únicos que deciden».
Carolyn Steel (arquitecta): “Esta es la razón por la que siempre ha habido crisis en el mundo”
Fumey habla en su libro cuatro hambrunas paradójicas: las de Bengala en 1943, Etiopía en 1972 y Sahel y Bangladés en 1973. Todas ellas, asegura, demuestran que «pueden producirse hambrunas cuando las cosechas son muy buenas«. Y lo explica: «La abundancia hace que caigan los precios y, por tanto, los ingresos de los más desfavorecidos, que ya no pueden permitirse comprar alimentos».
Así, insiste, «el hambre pasa de ser una cuestión técnica a una política«. Por eso reivindica que los Gobiernos se responsabilicen de alimentar a los más pobres, pues el hambre «debe considerarse una violación de un derecho fundamental»
Transformar la alimentación
En resumen, el profesor francés insiste en que son muchos los factores que intervienen tanto en el proceso de cultivar o producir los alimentos como en las elecciones de los consumidores. Asimismo, asegura que, aunque cueste creerlo, el actual sistema alimentario mundial es «la causa de la persistencia del hambre».
Esto no lo dice solo él. El secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, lleva desde la pandemia alertando del frágil equilibrio de la soberanía (y resiliencia) alimentaria. Voces de organismos internacionales como la FAO, la Organización Mundial de la Salud (OMS) o UNICEF se han unido a él en más de una ocasión.
Su mensaje no es otro que el de buscar la transformación de los sistemas alimentarios «para que nadie se vea privado de la posibilidad de acceder a una alimentación sana debido al precio de los alimentos y a la falta de ingresos». Guterres apunta también a que casi un tercio de la comida producida en el mundo se pierde o desperdicia y que alrededor de 3.000 millones de personas no pueden permitirse una alimentación sana.
Cuestión de geopolítica
En su libro, Fumey asegura que «todos los productos alimentarios se han convertido en geopolíticos». Para explicarlo, se remite a la lista de los diez primeros alimentos que conforman la mayoría de platos que se cocinan a diario en el mundo: arroz, trigo, patata, huevos, maíz, leche, aves de corral, mandioca, plátano y cerdo.
Aunque la lista parezca heterogénea, el francés recuerda que «el cambio climático alterará el orden». Y se pregunta si es «sensato» confiar a tres cereales casi el 60% de las calorías y proteínas de origen vegetal que necesitan 8.000 millones de seres humanos.
Según la FAO, de las entre 10.000 y 50.000 plantas comestibles que existen, solo se consumen 200. Un problema que destaca Fumey: «La uniformidad genética contribuye a la rápida propagación de enfermedades». En el caso de los animales, además, la biodiversidad es aún menor.
La escasez de variedad alimentaria se debe, en gran medida, a la globalización. Y, como indica el francés, tiene mucho que ver con el poder de ciertas economías, culturas y corporaciones para promover unos productos sobre otros.
Y mañana, ¿qué?
«Cada generación reinventa la alimentación, del mismo modo que construye su relación con el mundo con una cultura que le es propia», escribe Fumey. E indica que ya se puede observar como «la humanidad está comprometida en un nuevo enfoque» alimentario.
Y esto se empieza a ver, dice, a escala local. Donde ya hay quien se centra en «nuevas prácticas […] que no provoquen patologías relacionadas con malas prácticas industriales ni hipotequen el futuro dañando el medioambiente del planeta». La reducción de la ganadería intensiva, los impuestos al azúcar, las normativas respecto al desperdicio de alimentos… Todo ayuda, pero el profesor de la Sorbona alberga dudas sobre el futuro de los sistemas alimentarios.
«No podemos darnos por satisfechos con un modelo dominante que produce alimentos que, según los políticos, no son saludables, ocasionan considerables sobrecostes sanitarios e incluso plantean problemas en los sistemas de solidaridad que reclaman más productos frescos», escribe Fumey. Por eso, aboga por buscar alternativas, por apostar por la cercanía y por los precios justos de las materias primas de la cocina.