Por Dr. Fidencio Aguilar Víquez
¿Puede verse la paciencia como algo vivo, serio, profundo, hermoso, que valga la pena? ¿Algo que nos saque del circuito moralista en el que con frecuencia nos colocamos o la colocamos? En una época en que prevalece el espíritu de aventura, la paciencia no parece ser una fuerza que nos impulse a tomar la sustancia de la vida; por el contrario, solemos mirarla como una suerte de resignación de la persona conformista ante una realidad que no puede, o no quiere, cambiar, una suerte de justificación de su pasividad. Pero entenderla así es quitarle la sustancia de virtud, de fuerza para vivir.
No; como toda virtud, areté (en griego: fuerza, impulso, dinámica), la paciencia para ser tal posee esa fuerza discreta, escondida, a veces invisible, imperceptible de momento, pero luego de un tiempo, desarrollada, crecida, madurada y, sobre todo, con fruto. Desde la mirada de la fe cristiana, el gran paciente, como escribe Romano Guardini, es Dios. Dios creó al mundo y, pese a su perversión o deformación, no lo ha destruido, como lo han hecho otros dioses que, por su impaciencia, crean y destruyen y vuelven a crear otro mundo, otra cosa (1).
Ya había leído el texto guardiniano hace algunos años; la paciencia era una de las virtudes que parecía perderse discretamente entre otras virtudes como el orden y la veracidad. Hace algunas semanas lo volví a releer a propósito de un par de sesiones que expuse, con el tema del binomio enfermedad-paciencia, en un diplomado sobre “El rostro humano”, organizado por el CISAV. La tesis planteada era si la paciencia es la actitud humana más adecuada al fenómeno de la salud minada. En ese contexto, además de mi propia experiencia con la enfermedad, el texto volvió a relucir.
La pregunta guardiniana, y de toda teología, es por qué Dios creó al mundo si no tenía necesidad de éste, si era en sí mismo feliz, suficiente, todopoderoso y pleno. Es un misterio que haya creado al mundo y a nosotros. Pero es un misterio porque, dice Guardini, tenemos una mirada naturalista, incluso siendo creyentes. Por eso, a lo más que llegamos es a verlo como causa primera. La respuesta, empero, se nos ha revelado: El Todopoderoso nos ama, ama al mundo que ha creado, lo sostiene y espera, con paciencia, que sea lo que Él ha querido al crearnos y al crear al mundo.
En el fondo, no sólo crea al mundo y lo sostiene, sino que le guarda fidelidad. Dios no se harta del mundo, como Shiva, el dios creador de la religión hindú, que crea en un arrebato de emoción y destruye en otro arrebato de hartazgo, para crear nuevamente un nuevo mundo y así indefinidamente. Dios crea al ser humano y le da conciencia, interioridad, espíritu, corazón; y le confía al mundo para que prosiga su obra. Y su plan no sólo es que el mundo exista, sino que sea vivido. El ser humano tiene entonces la tarea de generar, a partir del primero, un segundo mundo en justicia y verdad. Ese es el mundo que está llamado a ser el auténtico, el que Dios quiere.
Esa tarea no la ha cumplido el ser humano, por el contrario, ha desfigurado al mundo. Pero, aun así, Dios no lo rechaza, es paciente. La parábola del trigo y la cizaña también ilustra esto. Un señor siembra trigo en su terreno, pero un enemigo, de noche, siembra en aquél cizaña. Los siervos del señor le avisan de la situación y le preguntan si arrancan la planta venenosa. El dueño les contesta que esperan al momento de la siega. De nuevo, sale a colación la paciencia de Dios ante la libertad que, a veces o frecuentemente, genera mal y perversión.
En el fondo, como en toda virtud, la paciencia supone la libertad, la de Dios al crear al mundo y serle fiel, y la del ser humano al cumplir o no lo que se la ha encomendado. En el caso del animal no puede decirse propiamente que sea paciente ni impaciente. La impaciencia sólo cabe en el hombre, en ese deseo de querer elevarse a lo que todavía no es. Aquí se aprecia la tensión entre el ser y el querer —o deber— ser. El paciente se sostiene en tal tensión, el impaciente no. Éste vive en conflicto con su propia existencia, como el Fausto goethiano que la maldice y prefiere la magia.
Una y otra vez, “vuelve a presentarse la tensión entre lo que es el hombre y lo que querría ser; lo que ya ha realizado y lo que todavía le queda por lograr.” La paciencia es lo que sobrelleva esa tensión. La impaciencia no la soporta y la bota, prefiere la figuración, la ensoñación, hemos dicho, el acto mágico. La persona paciente reconoce lo que es, lo que tiene, lo que puede; acepta las circunstancias, lo real, con lo que nace, sus condiciones biológicas, sociales, históricas, incluso —y esto es relevante— su destino. Y, sobre esto, el paciente sabe que su voluntad tiene espacio y lugar.
De hecho, la maduración de la persona, el ser adulto, consiste en tener presente la realidad y, ante ella, asumir la propia responsabilidad. Siempre estarán los riesgos de la fantasía, las ficciones y las ilusiones, tan de moda en nuestro tiempo. No es erróneo tener sueños, anhelos, deseos de ser mejores o distintos. Lo riesgoso es fantasear y al final encontrarnos en el mismo punto. En cambio, si tomamos lo real como es, tomamos la fuerza para cambiarlo y darle forma. Eso es la paciencia: ser fiel a lo real y esperar, suscitar y cuidar que brote lo que está llamado a ser, como la vida en general.
Las personas con las que deberíamos de ser pacientes, desde la dinámica de las libertades, son nuestros padres, nuestras(os) cónyuges, nuestros hijos, nuestros amigos o nuestros compañeros de trabajo; sobre todo con nosotros mismos. Ser pacientes con nosotros mismos es la aceptación de quienes somos (2). A veces querríamos ser distintos, mejores, pero, si seguimos nuestros deseos de ser, basados en ilusiones, volvemos a los mismos defectos, las mismas mezquindades y las mismas debilidades. Incluso podemos llegar a un hastío de nosotros mismos (eso ocurre hasta con espíritus grandes). Es importante, por ello aceptarse a sí mismo, sobrellevarse (3).
Es bueno tener una imagen, una idea, un deseo de nosotros mismos en su forma idónea, la mejor versión de sí mismo, dirían algunos; pero en esa nuestra propia imagen no demos por bueno lo que no es tal. Tampoco hay que contentarse consigo mismo (no ser filisteo); es pertinente mantener cierta insatisfacción ante nuestras insuficiencias y defectos, tener una sana autocrítica, que es la base de todo mejoramiento personal, interior, moral. Solamente así, esa fuerza interior que da la tensión entre lo que somos y lo que estamos llamados a ser puede crecer, desarrollarse y dar fruto. Es la garantía de nuestra transformación en seres mejores.
La transformación no ocurre en la fantasía, sino en nuestra realidad, como se ha dicho, a veces defectuosa. Dejarse caer en manos de la ficción puede ser muy atractivo, pero consume mucha energía moral y, al final, queda uno en el mismo lugar o, todavía peor, en el fastidio, en el hartazgo, en el ser viejo de nosotros mismos que queríamos superar. Para que la transformación sea real se requiere justamente de la paciencia, es decir, de nuestra comprensión y adecuación a nuestra realidad que es, como el punto de apoyo de Arquímedes, la palanca para hacer surgir en nosotros a la persona nueva, al homo interior de san Agustín.
Lo anterior exige la paciencia para comenzar de nuevo, no de manera mecánica, sino de forma viva. En lo vivo se avanza sólo si se vuelve a comenzar; se trata de una potencia iniciadora, de la iniciativa que cada día tengamos, en suma, de nuestra libertad. Esto significa tener sentido realista, prudencia, mesura para la superación de sí mismo, abrir camino a todo lo que haya de llegar a ser. Este es el fundamento del esfuerzo y el fundamento de todo devenir y lograr. Es un camino arduo, como toda virtud, que requiere ejercicio constante y, como tal, no se da sola, sino en armonía con otras virtudes. La paciencia es comprender cómo funciona la vida.
Y la vida da fruto a través de un proceso a veces largo, invisible, oculto, discreto. La paciencia es también sabiduría, esto es, conocer el modo como un pensamiento, una idea, una imagen cobra realización, se hace realidad. Todo esto siempre a partir de lo dado: “Tengo esto, no más”, “soy así, no de otro modo”, “la persona con quien estoy vinculado es así, no como los demás”, “me gustaría que fuera distinta, pero en principio así es”. Ser paciente es vislumbrar que dentro de esa persona, hay una vida, una realidad que está latente, in nuce, que está desarrollándose y brotará. Es un proceso lento y en riesgo constante, como la semilla, como la planta, como el brote.
La paciencia requiere mucha fuerza, profunda, silenciosa; en el caso de Dios es la suprema fuerza, el Todopoderoso que tiene paciencia con el mundo que ha creado y con el ser humano a quien le ha confiado su cuidado. La paciencia como una virtud viva requiere a una persona fuerte para recibir en sí, una y otra vez, lo que es y empezar de nuevo cada día. Sin esa fuerza, entonces sí, hay mera pasividad, superficial tolerancia y un habituamiento a ser cosa.
Qué curioso: Ser paciente es tener amor a la vida, y hoy parece que es el impaciente el que tiene esa pasión por la vida. Pero ésta es una ilusión, en realidad no es así. El paciente es un apasionado por la vida, se compromete con ella, le guarda fidelidad (como Dios al mundo y al hombre). Amor a la vida y saber que ésta crece despacio, tiene su tiempo, su proceso, sus horas y, además, marcha por muchos caminos y rodeos. La paciencia supone confianza en la vida y sólo el amor confía.
“Quien no ama la vida, no tiene paciencia con ella. Entonces vienen: las vehemencias y los cortocircuitos, y hay heridas y roturas.” (4).
Puede decirse, entonces, que la paciencia viva es la persona entera en tensión entre lo que querría ser y es, entre lo que querría tener y tiene y entre lo que querría hacer y hace. Soportar esa tensión y esa dinámica día a día, concentrarse en la posibilidad de cada momento, de cada minuto, de cada hora, eso es ser paciente. Con esta actitud, con esta disponibilidad prosperamos nosotros mismos en nuestras personas y prosperan las personas que se nos han confiado: los hijos, los discípulos. De no hacerlo así, a los primeros les hacemos daño y a los segundos los asustamos y les arrebatamos la sinceridad.
Sintetizando, la paciencia es esa fuerza profunda y silenciosa que trabaja (arduamente y en tensión) por la vida que prospera, crece y da fruto lentamente. “La paciencia es la fuerza bajo cuya custodia puede desplegarse la vida que nos está encomendada.” (5). En tal sentido, el Dios vivo (y no Shiva) posee una larga y sabia voluntad que conserva y deja madura al mundo (su creación) que no necesita, pero que ama. La paciencia es, por eso, amor a la vida, pasión por la vida. Al final, Guardini cierra con broche de oro, una oración sentida y vivida que puede hacernos recordar para qué estamos aquí:
«Señor, tenme paciencia, y concédemela, para que las posibilidades que se me han concedido crezcan y den fruto en el corto intervalo de mi vida en estos pocos años.» (6).
Referencias
1) Romano Guardini, La esencia del cristianismo / Una ética para nuestro tiempo, Cristiandad, Madrid 2013, pp. 153ss.
2) Ib., p. 159.
3) Ib., p. 160.
4) Ib., p. 164.
5) Ib., p. 165.
6) Ídem.