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Así funciona la medicina que cura con arte en vez de fármacos: «Estamos ante un precipicio, no somos felices y tampoco estamos sanos» | La Lectura

Una dosis regular de cultura puede ayudar a sanar igual que la práctica deportiva y la nutrición equilibrada. El ensayo ‘Tu cerebro quiere arte’ (Paidós) acerca los últimos y creativos tratamientos aplicados en la atención sanitaria

Así funciona  la medicina que cura con arte en vez de fármacos: "Estamos ante un precipicio, no somos felices y tampoco estamos sanos"
Patricia Bolinches Ilustraciones

A principios de abril de 2015, un libro se encaramó por sorpresa a lo más alto de la lista de best sellers de Amazon en Estados Unidos. No se trató de la novela de Harper LeeVe y pon un centinela, el borrador perdido de Matar a un ruiseñor (Premio Pulitzer en 1961). Tampoco de El caballero de los siete reinos, precuela de la archipopular serie fantástica de George R.R. MartinCanción de hielo y fuego. Para pasmo general, el superventas del momento fue El bosque encantado, de la ilustradora escocesa Johanna Basford. Y en realidad no era un libro, sino un cuadernillo para colorear dirigido expresamente a adultos que desafiaba a esos lectores maduros a encontrar animales fantásticos y objetos mágicos entre la maleza mientras se afanaban con las ceras. Chic, chic, chic.

El bosque encantado vendió más de 225.000 ejemplares en EEUU en apenas mes y medio. La ilustradora acabó codeándose con Stephen King (Revival) y Ken Follett (El umbral de la eternidad) en el ranking anual de The New York Times. 2015, de hecho, se saldó con 12 millones de cuadernillos -no sólo de Basford- despachados en suelo americano. Y con la constatación de que la industria editorial se había topado con una mina de oro.

¿Infantilización repentina? Qué va. ¿Ataque masivo de nostalgia? Desde luego que no. El formato ni siquiera era novedoso. De las láminas para colorear como pasatiempo adulto ya se tenía noticia desde 1612, cuando se publicó el mapa-poema Poly-Olbion en Londres. La clave del bum la dio la propia Basford en un programa de la radio pública estadounidense, cuando le preguntó al presentador: «¿Cuántos niños de siete años estresados conoces?». Junto al testimonio de la autora, el espacio incluyó el de varias chicas de entre 18 y 29 años que confesaron haber recurrido al estuche de su niñez y al cuadernillo de marras para huir de la ansiedad, la depresión y la urgencia malsana de la vida contemporánea.

Intuitivamente, las jóvenes se percataron de algo que el psiquiatra Carl Jung barruntó a principios del siglo XX cuando visitó la India fascinado por los mandalas y que hoy la ciencia puede corroborar con sofisticados instrumentos de medición de la actividad neuronal: que una acción tan simple como pintar durante un rato acalla el ruido exterior, favorece la concentración y provoca en el cerebro una respuesta fisiológica similar a la de la meditación.

Esa «creatividad con c minúscula» -como la denomina la psicóloga neozelandesa Tamlin Conner– protagoniza en estos momentos una de las mayores revoluciones de la Medicina en su milenaria historia: la revolución neuroestética. O lo que es lo mismo, aquella que estudia cómo el arte es capaz de sanar cuerpo y mente al mismo nivel que la práctica deportiva o la nutrición equilibrada. Un enfoque que ya se está aplicando con un resultado notable contra enfermedades asociadas al deterioro cognitivo, por ejemplo, y que combina formidablemente el potencial de la arteterapia con la tecnología de precisión.

«Reino Unido y Australia recetan arte desde hace tiempo. Canadá lo está haciendo cada vez más. EEUU lo está comenzando a hacer ahora liderado por el estado de Massachusetts», confirma Susan Magsamen, profesora de Neurología en la Universidad Johns Hopkins. «Por todo el mundo, médicos, psicólogos, trabajadores sociales y otros profesionales sanitarios están prescribiendo visitas a museos, clases de canto, asistencia a conciertos o paseos por la naturaleza. Los diseñadores digitales están trabajando con neurocientíficos para hallar nuevos tratamientos para el trastorno por déficit de atención y potenciar la salud cerebral. Existe un programa de realidad virtual que alivia el dolor. Y dado que las investigaciones muestran que los entornos ricos en estímulos sensoriales contribuyen a aprender más rápido y a retener mejor la información, muchas escuelas, lugares de trabajo y espacios públicos están siendo repensados».

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  • Redacción: JOSE MARÍA ROBLES. PATRICIA BOLINCHES (ILUSTRACIONES)

Susan Magsamen es coautora, junto a Ivy Ross (vicepresidenta de Diseño de Hardware en Google), de uno de los ensayos de la temporada: Tu cerebro quiere arte (Paidós). Como El bosque encantado hace casi una década, ha escalado a los puestos top de las recomendaciones de la prensa anglosajona. Y con absoluto merecimiento. No en vano, es una aproximación vibrante e inspiradora a los proyectos neuroartísticos más avanzados de Occidente, algunos de los cuales parecen sacados de un guión de Christopher Nolan. También es un bulldozer contra prejuicios tan profundos como los cimientos de cualquier rascacielos cultural. Uno: que las artes son simplemente entretenimiento o evasión. Dos: que las artes hablan esencialmente a una minoría o representan un artículo de lujo. Tres: que las artes exigen cualificación al receptor.

La profesora, como Joaquín Sabina, lo niega todo. «Nacemos programados para las artes y las experiencias estéticas. Llevan milenios abriendo las puertas a profundas transformaciones individuales y sociales porque alteran literalmente nuestra biología, psicología y comportamiento de formas innegables y significativas. Igual que podemos hacer ejercicio para reducir el colesterol e incrementar la serotonina en el cerebro, 20 minutos de garabateos o tarareos pueden ayudarnos de forma inmediata a mejorar nuestro estado físico y mental«, explica por videollamada desde Baltimore.

En esa dirección apuntan los estudios de Daisy Fancourt sobre el efecto de las artes en la salud. La investigadora en Psicobiología del University College de Londres ha demostrado que las artes ayudan en las enfermedades cardiometabólicas, la atención sanitaria materna y el desarrollo de la infancia temprana. Por ejemplo, ha constatado que los niños que leen ficción la mayoría de los días, ya sea un cómic o una novela, se comportan mejor y tienen menos probabilidades de probar las drogas y el tabaco en la adolescencia. Y justo al revés en relación a la fruta y la verdura.

Con todo, el mayor hallazgo de Fancourt tal vez sea el que tiene que ver con el efecto de las artes sobre la longevidad en general. La experta ha verificado que las personas que se relacionan con estas expresiones cada pocos meses, pongamos yendo al teatro o al museo, tienen un 31% menos de riesgo de muerte prematura en comparación con el resto de la población. Quienes asisten a un par de eventos culturales al año ya están disminuyendo el riesgo de mortalidad en un 14%. Los participantes en el test de Fancourt admitieron sentir menos angustia y tener mejor calidad de vida. Algo que quedó acreditado con independencia del nivel socioeconómico.

Tu cerebro quiere arte no incluye farragosas explicaciones técnicas sobre el impacto de la contemplación del Guernica o la participación en el coro de la iglesia en la corteza prefrontal y los sistemas límbicos. La liberación de neurotransmisores y hormonas no se aborda en ningún capítulo escrito sólo para los muy cafeteros. En su lugar, el ensayo incide en las asombrosas capacidades de los cinco sentidos y ahonda con lenguaje asequible en conceptos como la neuroplasticidad, los entornos enriquecidos o la red del modo por defecto.

En las primeras páginas de su particular vademécum, Magsamen y Ross recomiendan adoptar lo que definen como mentalidad estética con la misma naturalidad con la que cualquier médico de cabecera receta ibuprofeno. Se refieren a una actitud que combina un alto nivel de curiosidad, un amor por la exploración lúdica y abierta, una aguda conciencia sensorial y una predisposición a participar en actividades creativas como artífices y/o espectadores.

«Aunque lo más importante es estar familiarizado con la expresión creativa y las experiencias altamente sensoriales desde una edad temprana», añade la codirectora del proyecto NeuroArts Blueprint. «Conectan las neuronas a nivel sináptico y construyen vías neuronales más fuertes. Son muy importantes para la resiliencia e incluso pueden prevenir enfermedades a medida que envejecemos«. Traducción: menos deslizar el índice por la pantalla del móvil y más dibujar monigotes en una libretita o jugar con las piezas de construcción del pequeño de la casa. Incluso en la preparación de una ensalada podemos y debemos permitirnos ser creativos.

¿Por qué la mayoría de la gente piensa en arte o en salud, pero no en ambas simultáneamente en una relación causa-efecto? «Hemos perdido el recuerdo de las experiencias artísticas y estéticas debido a los cambios sociales producidos durante la Ilustración o a consecuencia de la Revolución Industrial, donde ser creativo dejó de estar valorado. Si no eras bueno fabricando algo que pudieras vender, dejabas de hacerlo. Empezamos a sentir pudor y a considerar que no era importante para nuestra carrera», reflexiona la profesora Magsamen.

«Hemos creado una barrera artificial entre el arte y la ciencia»Antonio Salas

Y añade, con cierto tono autocrítico: «Los sistemas educativos están eliminando sistemáticamente las artes y los deportes. De manera que ahora tenemos a niños ansiosos en los colegios incapaces de expresarse, lo que conduce a la ira, el miedo, la rabia, la desconexión y el sentimiento de falta de pertenencia. De alguna manera nos han hecho creer que si adquirimos el nivel de consciencia de una máquina seremos felices y triunfadores. ¡Y ahora resulta que las máquinas van a ser más inteligentes que nosotros! También nos han inducido a pensar que si trabajamos en algo que nos hace sentir bien es porque no estamos trabajando lo suficientemente duro. Eso nos ha machacado».

Antonio Salas es investigador en Genética de Poblaciones en Biomedicina (GenPoB), catedrático en la facultad de Medicina de la Universidad de Santiago de Compostela y uno de los principales impulsores del proyecto Sensogenoma. Se trata de una iniciativa pionera que, con un equipo internacional y multidisciplinar, trata de averiguar desde 2017 cuáles son los interruptores moleculares que se encienden apagan cuando escuchamos una canción. Y a partir de ahí, una vez localizada la huella que la música deja en nuestros genes, explorar su potencial terapéutico.

Para Salas, «la separación entre la salud y el arte está profundamente arraigada en una visión utilitaristauna perspectiva que prioriza la utilidad práctica, el impacto de nuestros proyectos y acciones en la toma de decisiones y los resultados materiales», contextualiza por correo electrónico desde Galicia. «Todos hemos experimentado que, desde la escuela hasta la vida adulta, el conocimiento se nos presenta de manera compartimentada, como si cada disciplina -las asignaturas de una ESO o un grado- existiera de forma aislada y no existiesen vínculos comunes entre ellas. Así, nos enseñan que el arte es una forma de expresión cultural y emocional, pero rara vez se nos muestra su potencial como herramienta para el bienestar físico y mental. Sin embargo, no siempre fue así. Hemos creado una barrera artificial entre el arte y la ciencia, dos campos que a menudo se ven como disciplinas independientes, cuando en realidad son complementarias y pueden enriquecer mutuamente nuestra vida».

El investigador recuerda que en la Grecia clásica se confiaba ciegamente en el poder sanador de la música y de otras formas de expresión artística, como la danza, la poesía y el teatro. Hipócrates, considerado el padre de la medicina, ya empleaba música en el tratamiento de sus pacientes hace 2.400 años. Además, en aquella época existía una noción profunda sobre la armonía del alma. Se pensaba que la música podía restaurar los equilibrios internos cuando estos se encontraban alterados. En la mitología griega, Apolo, el médico de los dioses del Olimpo, también era el dios de la música, lo que simbolizaba esta conexión entre arte y salud.

Mucho más cerca en el tiempo, en los siglos XVII y XVIII, La teoría de los afectos defendió que la música tenía la capacidad de evocar emociones específicas en el oyente, emociones que a su vez influían en el estado emocional y físico del oyente. Los compositores barrocos seguían esquemas precisos para provocar ciertos sentimientos. Esos mismos patrones de composición todavía guían en parte la música occidental contemporánea.

En las dos últimas décadas se ha multiplicado la literatura científica que prueba cómo las prácticas artísticas mejoran nuestras vidas, crean comunidad y son esenciales para nuestra subsistencia. ¿Por qué la neuroestética ha florecido justo ahora? Hay sobre todo dos factores que lo explican. Uno es, evidentemente, el avance en investigación y el desarrollo tecnológico. Un estudio de la Universidad de Exeter (Inglaterra) ha permitido descubrir que la lectura de poemas activa la región del cerebro asociada con el estado de reposo. El hallazgo ha sido posible gracias a imágenes obtenidas mediante resonancia magnética funcional.

Es una de las técnicas de mapeo, como la espectroscopia funcional de infrarrojo cercano o la electroencefalografía, que están propiciando un entendimiento de los procesos cognitivos inédito hasta la fecha. En Reino Unido, por cierto, se está desarrollando el estudio SHAPER, el mayor esfuerzo mundial por integrar el arte en los tratamientos de salud mental que ofrece la sanidad pública.

A su vez, hay que mencionar el desarrollo de entornos de última generación para la interacción artística con fines terapéuticos. La firma Studio Elsewhere ha reconvertido los laboratorios sin uso del hospital Monte Sinaí (Nueva York) en salas de recarga para los trabajadores sanitarios construidas con realidad virtual. Es decir, espacios específicamente diseñados para aliviar el estrés de los profesionales de las batas blancas con una experiencia multisensorial inmersiva. El artista visual Refik Anadol crea entornos oníricos monumentales con IA basados en la actividad de las ondas cerebrales humanas que pretender servir a los espectadores a gestionar mejor su dolor.

El otro factor es netamente clínico. Por primera vez desde que se tienen estadísticas, en los países desarrollados los trastornos mentales están aumentando a un ritmo más rápido que las dolencias físicas. Una progresión que tiene consecuencias en lo individual y en lo colectivo, con el aumento del absentismo laboral/escolar, el desbocamiento del índice de divorcio, la propagación de la falta de fe en el futuro y la crecida de la sintomatología asociada a la desesperación: drogadicción, alcoholismo y suicidio. Situaciones contra las que los tratamientos tradicionales parecen no tener respuesta.

«Estamos ante un precipicio. No somos felices y tampoco estamos sanos. La farmacología es muy importante, pero nunca va a resolver estos problemas. Es importante que analicemos en profundidad qué es lo que nos hace humanos y tratemos de recuperar nuestra esencia», advierte Magsamen.

De la obesidad a la artritis; de las cardiopatías a los cuidados paliativos; del TDAH a la insatisfacción vital… Hoy, las artes se están usando al menos de seis maneras diferentes con propósitos curativos para todo tipo de patologías y perfiles, subraya la profesora: como medicina preventiva; como alivio para los achaques diarios; como tratamiento o intervención para la enfermedad, los problemas de desarrollo y los accidentes; como apoyo psicológico; como una herramienta para vivir mejor con problemas crónicos; y, al final de la vida, como instrumento para brindar consuelo y sentido.

El proyecto Sensogenoma empezó a ofrecer sus primeros resultados hace seis meses, revelando que la música tiene un efecto beneficioso en las personas con trastornos neurodegenerativos. Antonio Salas y su equipo han trabajado con 1.200 pacientes con deterioro cognitivo leve y Alzheimer, a los que el 30 de septiembre de 2022 invitaron a un concierto de la Real Filharmonía de Galicia. Los investigadores tomaron muestras antes y después del recital, basado en piezas de Vivaldi, Mozart, Ravel y Gardel. Con tecnología de última generación, han analizado los cambios en la expresión del genoma de cada uno de ellos. Eso les ha permitido saber que la música modifica la expresión de más del doble de genes en personas con deterioro cognitivo o Alzheimer que en personas sanas.

«La línea de investigación promete tener un largo recorrido«, apunta Salas. «La misión principal de Sensogenoma es arrojar luz sobre los procesos moleculares que sustentan los beneficios atribuidos a la música. Estos beneficios están bien documentados; existe una amplia literatura científica que los respalda en contextos como el trastorno del espectro autista, las enfermedades neurodegenerativas y el daño cerebral, entre otros. Actualmente, Sensogenoma colabora con 15 asociaciones de pacientes con éstas y otras dolencias: discapacidad visual, auditiva, síndrome de Down, miastenia, etc.».

El centro de investigación de la Fundación Pasqual Maragall (BarcelonaBeta Brain Research Center) ya impulsó en 2020 el proyecto Life Soundtrack, la música de mi vida para estudiar qué aporta escuchar una selección de música personalizada a personas con demencia.

Por su parte, Ace Alzheimer Center Barcelona y el Festival de Peralada acaban de presentar hace sólo unos días los resultados preliminares de su proyecto Dit-Dit, que demuestra el papel de la danza como herramienta terapéutica para mejorar el bienestar emocional de las personas con esta enfermedad. Un total de 25 pacientes han participado los dos últimos años en un taller semanal que fomenta la estimulación cognitiva a través del movimiento, la música y el tacto (dit es dedo, en catalán) y promueve el equilibrio físico y la conexión social de los participantes. Una iniciativa que complementa las que desde 2016 ofrece a los usuarios de la Unidad de Atención Diurna a través del programa Estimul’Art con actividades relacionadas con la música y las artes visuales y escénicas.

«Dit-Dit nos demuestra el potencial de la danza para generar bienestar en el momento presente, especialmente en personas con Alzheimer, que experimentan y recuerdan las sensaciones de felicidad durante las sesiones», destaca la doctora Mercè Boada, fundadora del centro. «Los participantes en el programa pueden bailar como les dé la gana. No existe un patrón coreográfico. La única condición es que se toquen: empiezan acariciándose con los dedos y después siguen con la cabeza, la espalda… A su manera, se acercan al otro y dejan al otro que se acerque. Pierden el miedo a tocarse… De vez en cuando, aparecía algo mágico: un individuo con expresividad corporal espléndida. Además, a través de la danza han mejorado el equilibrio. Eso, en nuestro mundo, quiere decir evitar caídas, uno de los riesgos de mortalidad más importantes«.

Un estudio publicado en 2021 en la revista Frontiers in Psychology destacó que en tiempos de crisis nos agarramos desesperadamente al arte como el náufrago al tablón. Sucedió durante el confinamiento, cuando el Covid nos encerró en casa y se produjo un repunte histórico del interés por la música, la pintura, la escritura, la jardinería o la repostería. Las actividades artísticas fueron un refugio mezcla de quirófano, confesionario y diván que permitió a millones de personas canalizar sus emociones. Las actividades artísticas fueron un refugio mezcla de quirófano, confesionario y diván donde millones de personas canalizaron sus emociones. Vivamos o no en incertidumbre, las expresiones más creativas son unas supervitaminas imprescindibles para personas de cualquier edad, raza y poder adquisitivo. No parece descabellado creer, por tanto, que la neuroestética podría llegar a expandirse a la salud, la educación y los negocios.

¿Qué tres consejos le daría a alguien que realmente no tenga tiempo para disfrutar del arte?, preguntamos a la profesora Magsamen. «Algo que no requiere un gran esfuerzo es cantar en la ducha Otra, colocar un cuaderno en la mesita de noche y anotar en él lo que te haya hecho pensar o sonreír ese día. Lo último, bailar el viernes por la noche. Aunque sea cinco minutos», dice. «Yo lo hago cada semana».

Fuente: https://www.elmundo.es/la-lectura/2024/11/21/6737816de9cf4a465e8b456d.html

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