#ElRinconDeZalacain | Las imágenes de los cocineros, los reales y los celestiales. Un repaso por la literatura culinaria
Por Jesús Manuel Hernández*
Zalacaín hojeaba una reproducción facsimilar de 1607, había sido impreso originalmente en Salamanca, la editora Antonia Ramírez, había recopilado las recetas de Domingo Hernández de Maceras quien era el Cocinero del Colegio Mayor de Oviedo en la ciudad de Salamanca.
El colegio había sido fundado por Diego Muros, obispo de Oviedo en Asturias quien se retiró a Salamanca y fundó con ese nombre una especie de internado para los estudiantes pobres.
Había ciertos requisitos para entrar al Colegio Mayor de Oviedo, primero, ser pobre, demostrar la pureza de sangre y una preparación académica básica. El colegio daba el resto, hospedaje, alimentación y posibilidad de continuar los estudios.
Domingo Hernández de Maceras era el cocinero responsable de dar de comer a 16 estudiantes, llamados colegiales, y dos capellanes responsables del grupo.
Pero domingo tenía poco presupuesto y necesitó de un gran ingenio y habilidades en la cocina para cumplir su tarea de dos comidas diarias acomodadas a las estaciones del año y de las festividades religiosas, como la Cuaresma, por ejemplo.
Así logró Domingo reunir 142 recetas donde se describen los detalles de su preparación y el libro revela además de las costumbres la riqueza en hidratos de carbono y proteínas.
Por ejemplo, cada alumno recibía “libra y media de carne de carnero por persona y día”. Por lo leído aquella tarde, Zalacaín concluía sobre la preparación de Domingo Hernández de Maceras, el uso de los términos de cocina especializada, a principios del siglo XVII, las técnicas usadas eran por ejemplo lamprear: “Componer o guisar una vianda, friéndola o asándola primero, y cociéndola después en vino o agua con azúcar o miel y especia fina, a lo cual se añade un poco de agrio al tiempo de servirla”, dice el diccionario de cocina.
Escalfar: “…es una técnica de cocción que consiste en calentar un alimento en un líquido a una temperatura alta pero no hirviendo, mientras se agita lentamente. La palabra escalfar proviene del latín excalfacĕre, que significa ‘calentar’”, también lo dice el diccionario.
Diego Hernández de Maceras también registró algunas normas de urbanidad en la mesa como por ejemplo no tirarse los huesos unos a otros, no limpiarse el sudor con el mantel, y “dar la propina en alimento a los examinadores”.
El ”Libro de Arte de Cozina” estaba dedicado a “Don Pedro González de Azevedo, Obispo de Plasencia, del Consejo de su Majestad” y estaba avalado por el mismísimo rey.
No era fácil leerlo, la copia facsimilar era eso, una reproducción del original, escrito en castellano antiguo de 1607, por tanto, muy difícil de interpretar, se necesitaba paciencia.
¿Cómo habrá sido Domingo Hernández de Maceras? Se preguntaba el aventurero, ¿acaso un hombre delgado, alto, o de mediana estatura, fuerte, o un hombre bajito regordete, medio calvo, con manos muy grandes y aficionado a beber vino?
Usualmente uno se imagina a las personas por su oficio, su profesión, a un médico lo identificamos con la higiene, la pulcritud, la bata blanca, a una nutrióloga la imaginamos delgada, y a un cocinero, de los nuevos, un hombre o una mujer esbeltos, cuidados en su apariencia, pero en el pasado las cocineros o los cocineros no eran así, la imagen común era de personas “regordetas”, prueba de su buena alimentación.
Zalacaín recordaba a las “mayoras” del Café Aguirre de la 5 de Mayo, o de “La Princesa” del Portal Iturbide.
Zalacaín siguió hojeando libros de cocina, encontró las crónicas “De sabores y de amores” de Manuekl Julbe, con bellísimas ilustraciones de Xosé Cobas, una edición de Everest en 2004, donde se describen varias crónicas de cocineras extraordinarias. Seleccionó una para leer en voz alta:
“Dudo que mi palabra les merezca mucha credibilidad, pero se la doy. Yo lo he tenido entre mis manos; no era más voluminoso que un tomo de cualquier Enciclopedia. El tacto de sus páginas era suave, y me daba la sensación de que mis dedos iban a traspasarlas. Cuando consultaba cualquier receta en el índice, fuera cual fuera la página indicada, allí estaba en la 425223 encontraba uno el estofado de cordero con romero, salvia hierbabuena, en 726868 las tejas de almendra con miel. Era el recetario de la corte celestial. Así me lo juró reiteradas veces Trinidad.
Ella no sabía explicar por qué su familia poseía tal divino libro. Padres, abuelos y bisabuelos lo tuvieron desde siempre en su biblioteca, y por muchos esfuerzos que hicieron no llegaron a desvelar su procedencia. Las tapas que eran de un azul claro, no presentaban imperfección alguna a pesar de las numerosas manos que lo sobaron y el tiempo transcurrido; sus páginas estaban inmaculadas, sin rastro de huellas dactilares ni ennegrecidas por los bordes y, tanto en el lomo como en la tapa se podía leer en refulgentes y doradas letras “Recetario de la Corte Celestial”. La autoría de tan beatífico vademécum culinario era atribuida a los Santos Cocineros de la Sacrosanta Morada y, según se afirmaba en una pequeña nota, había sido escrito con agua bendita de las fuentes del Sinaí.
Trinidad afirmaba con vehemencia que, cocinando exactamente con los ingredientes citados en las miles de recetas y siguiendo las indicaciones de elaboración, le salían unos platos divinos. Según el recetario, Dios era un poquito glotoncicillo; disfrutaba con los buenos asados se regodeaba con el marisco y era inmensamente feliz con los platos de cuchara. Tampoco decía que no a los postres de tipo conventual y a las recetas de dulces de Santa Teresa de Jesús. En sus bodegas rezumaba el vino tinto de gloriosas añadas y los más frescos blancos, y tomaba Albariños del Rosal con inusitada frecuencia. Los días de tormenta destapaba botellas de champán que ensordecían a sus angelicales tropas, y las dulces noches de primavera se solazaba con el Pedro Ximénez o alguno que otro Tokay. Jesucristo era más parco, casi un asceta en las cuestiones de boca; muy dado a la la verdura, era amante de las cremas de espinacas y de los revueltos de ajos tiernos, y despreciaba el vinagre, aunque fuera de Módena. La Virgen destacaba por su refinado paladar; era partidaria de pequeñas y aromáticas raciones que le cocinaba el fallecido Troigros, y de pastas y cremas ligeras. Los más golosos resultaban ser los innumerables serafines y querubines que se pringaban las alas con las salsas de chocolate y los helados de caramelo.
En una de las innumerables notas del libro, se explicaba que la caída en desgracia del Ángel soberbio se debió a una discusión con el Sumo Hacedor sobre el punto de cocción de un enorme chuletón de buey. El íncubo abogaba por una carne muy hecha, mientras que Yavé defendía una carne sonrosada, tierna y jugosa, con un punto de sangre. El resultado es de todos sabido. Satanás fue condenado a achicharrarse entre las llamas hasta el fin de los tiempos.
Consulté miles de veces tan santo libro, pero cuando más disfrutaba era cuando Trinidad me cocinaba. La verdad es que comía como Dios.”
Vaya tarde de lecturas en busca primero de la distracción, pero realmente el placer fue despertado, tentado, Zalacaín intentaría hacer alguna de las recetas de Don Domingo Hernández de Maceras y elogiar su cocina, pero esa, esa es otra historia.
* Autor de “Orígenes de la Cocina Poblana” Editorial Planeta.
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