Los Periodistas

Opinión | Los Encuentros de Centros de Cultura

Es necesario un mundo que tenga cabeza, que tenga sentido, que encuentre sentido

Los Encuentros de Centros de Cultura organizados por la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (UPAEP) tienen una historia, y por lo tanto una evolución, una maduración. Hay venas de continuidad y de cambio, como toda historia humana. Desde el ya lejano 1997 en que arrancó el primero de esa serie hasta el más reciente —llevado a cabo los días 19, 20 y 21 del presente mes en esa casa de estudios—, forman una suerte de corpus cuyas dimensiones vale la pena ver.

Desde luego, hay datos objetivos para mirar esas dimensiones y experiencias que dejan, o no, huellas en quienes participan o han participado en esos Encuentros. Me gustaría referirme a estas experiencias en mi persona. En éstas también hay una mirada a las mencionadas dimensiones. Trato de plantear —si se me permite el término— una suerte de conciencia histórica de esos eventos, cómo fueron pensados, para qué fueron planteados y cuál era el horizonte que se vislumbraba en los inicios.

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Ahora bien, es verdad que el inicio está más absorbido por el momento de entonces (1997), tanto a nivel global como regional y, sobre todo, local. Esos ámbitos estaban, por así decirlo, “conectados”. Y uno de los que vio esa “conexión” fue Manuel Díaz Cid. A nivel global estaba planteado el Gran Jubileo del año 2000, convocado por Juan Pablo II; en América Latina estaba en efervescencia la tercera ola democrática: México se estrenaba en esa experiencia. Puebla bullía en sus universidades, pero sin encuentro.

No quiero decir que no había deseo de encuentro, sino que no había espacios adecuados para ello. Fue curioso para mí que los temas acerca de los centros de cultura como ámbitos privilegiados de humanidad y de humanismo tenían poco eco en la universidad; en ésta estaba el paradigma del éxito, la calidad total y, si acaso, del conocimiento como medio eficaz para lograr aquéllos. Lo más curioso fue que Díaz Cid invitó a un grupo de amigos a departir estos temas en su casa, en plan de amistad.

Podría decir que tales Encuentros surgieron a partir de reuniones de amigos, como si una de sus notas fuera la amistad, entendida ésta como “encuentro”, reconocimiento, aceptación y diálogo. Ese camino de “encuentro” lo vivió don Manuel —como le decíamos familiarmente a Díaz Cid— hasta el final de su vida, primero cada ocho días, luego cada quince. La mesa de su casa se volvía el espacio de la voz que pregunta y del oído que atiende cualquier observación o comentario. La formalidad era apagada por una copa de coñac, un café o un helado. El anfitrión mostraba su cercanía con cada uno.

Después Díaz Cid planteaba lo anterior a las autoridades universitarias y con su grupo de amigos las convencía para llevar a cabo esos “encuentros” entre los diversos centros de cultura. Los cuatro primeros correspondieron al Gran Jubileo del 2000, dedicados a las personas divinas —los tres años previos— y al tránsito de milenio. Hubo un vínculo con la Santa Sede, con el entonces Consejo Pontificio para la Cultura. En el año 2000 el tema era, como en el más reciente, nuestra América.

Ese Encuentro fue memorable para mí por dos cosas: 1) La presencia de Alberto Methol Ferré; 2) Mi primera participación en tales eventos: don Manuel me aventó al ruedo. Desde luego, objetivamente, la primera de suyo era extraordinaria. No diré sino algo destacable del pensador uruguayo que me impactó de entrada: 1) Su capacidad de síntesis y de análisis: en media hora se despachó toda la historia de la humanidad desde los albores hasta el presente; 2) Su tartamudez, pese a la cual tenía al auditorio cautivado y fascinado. Desde luego, su gran cultura. Él y Díaz Cid eran una delicia.

Hubo a lo largo de este camino personalidades grandes y distintas. Lo que miré ahora, en el Encuentro reciente, fue algo que don Manuel intuyó y también algo que ni se imaginaba. Dos amigos participaron en él con un toque muy especial, respondiendo al momento presente y a los retos subyacentes: los signos de esperanza, pese a los tiempos recios para la democracia y para el cristianismo, y la posible y necesaria conversión política. Rodrigo Guerra y Rocco Buttiglione encarnan esa intuición.

Los Encuentros, sin embargo, han ido más allá de las perspectivas del iniciador. Esto indica que de una u otra forma se han institucionalizado. Las instituciones significan un paso importante para quienes las integran: la amistad inicial pasa a ser amistad social, amistad de instituciones. Lo curioso es que, ahora que casi todas las instituciones se encuentran en crisis, una amistad entre instituciones puede romper la inercia burocrática —tentación de toda institución— y los juegos de poder.

No estoy insinuando nada, simplemente que tales inercias rompen con la confianza que da origen y sostiene a las instituciones. Las universidades no están exentas de ello. De hecho, dijo el prefecto del Dicasterio para la Cultura y la Educación —José Tolentino de Mendonça—, tales instituciones no están siendo “laboratorios para el futuro” y tienen la gran tentación de “momificarse”. El reto de las universidades católicas, más allá de la calidad, es la credibilidad, porque testimonian una fe. Y a partir de ahí podrían integrar a sus egresados a la vida pública, como ciudadanos auténticos.

Habló de otros temas, como las nuevas síntesis sapienciales, las nuevas racionalidades centradas en la persona humana, su dignidad y su valor. Mientras hablaba, me vino a la mente la novela de Elias Canetti, Die BlendungEl resplandor (Auto de fe, como fue traducida al castellano). Miré entonces, como el Nobel de literatura plantea, una cabeza sin mundo (como son algunas universidades y algunos centros de cultura), pero también un mundo sin cabeza, como la sociedad actual.

Desde luego, es necesario —para vivir nuestra humanidad— un mundo que tenga cabeza, que tenga sentido, que encuentre sentido. Pero más allá de esto es preciso que el mundo, además de cabeza, tenga alma. Necesitamos un mundo con alma. Los centros de cultura pueden colaborar en esto de manera sustancial. La universidad no puede renunciar a esto, mucho menos la universidad católica. Si renuncia a su propósito, puede terminar como el personaje de la novela de Canetti.

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