Como los grandes vinos, hoy se nos aparece en todo su esplendor y complejidad: thriller criminal en clave musical de resonancias demoníacas
SANTIAGO NAVAJAS / Libertad Digital
He vuelto a ver Amadeus de Milos Forman para ilustrar mis clases sobre Estética con algunas secuencias de películas que muestran diversos aspectos de la teoría y la práctica artística. Además de la de Forman, otras películas que usaré con una clave sobre arte y estética son Andrey Rublev, El último concierto, El club de los poetas muertos, El manantial y Fahrenheit 451 (Truffaut) y Alien Covenant. En 1984 Amadeus fue elevada a los altares en los Oscar, ocho estatuillas, pero muchos melómanos arrugaron la nariz y bastantes críticos la miraron por encima del hombro. Cuarenta años después, no creo que casi nadie le ponga un pero, al contrario. Como los grandes vinos, hoy se nos aparece en todo su esplendor y complejidad: thriller criminal en clave musical de resonancias demoníacas en la superficie, ¡brillante superficie, vive Satán!
Tras el envejecimiento en barrica de roble americano, podemos percibir mejor que en su estreno esta viril, compleja y llena de aristas historia de amistad entre dos hombres cimentada en la admiración y el respeto. Además, Forman tuvo el talento de convertir a una leyenda, Mozart, en una persona corriente pero sin vulgarizarlo. Por otro lado, transformó a una figura relativamente olvidada, Salieri, en un compositor envuelto de un aura de color mítico. Tom Hulce como Mozart, capaz de cambiar en milésimas de segundo del registro frívolo de juerguista empedernido
A partir de la semilla de una sospecha en la ficción que había plantado Pushkin, desarrollado Doctorow y hecho florecer Peter Shaffer, Miloš Forman conservó el enfrentamiento soterrado entre sus Mozart y Salieri para trazar un monumental fresco del Sacro Imperio Romano Germánico durante el siglo XVIII, en el que Mozart ejerce de rebelde con causa de la autonomía del arte frente a los que pretenden convertir la música en una sierva de fines sociales rebajándola, en el mejor de los casos, a un entretenimiento decorativo. Salieri nunca llega a entender que su subordinación musical respecto a Mozart no depende de Dios o, como dirían hoy los que han sustituido el determinismo teológico por el biológico, los genes, sino de su cobarde sumisión a la norma social y los poderosos políticos. Tampoco lo supieron ver los críticos cegatos del día del estreno, que no supieron ver la gran interpretación de Tom Hulce como Mozart, capaz de cambiar en milésimas de segundo del registro frívolo de juerguista empedernido al campeón de la supremacía artística que desafiaba a reyes y cardenales. Si Wagner posteriormente acompañó a reyes como un igual fue porque Mozart se atrevió a mantener la mirada de los poderosos allí donde Antonio Salieri (Murray Abraham) bajaba la suya a las alfombras palaciegas. Mozart fue el Rimbaud de las salas de conciertos allá donde Salieri se quedó en eficiente músico de corte.
Mozart, cancelado
Lo de Hulce tiene especial mérito porque a Forman trataron de imponerle galácticos de la interpretación o del pop, de Al Pacino a David Bowie, por lo que finalmente ninguna de las grandes productoras hollywoodenses se quiso hacer cargo del proyecto. Pero el polaco Forman no había escapado de las directrices comunistas estatales para acabar claudicando ante los imperativos capitalistas de mercado. La interpretación heteróclita de Hulce casa a la perfección con la incomprensión y cancelación a la que se enfrenta Mozart: la de Salieri, la del cardenal, la del rey, la del público de su época… la de los melómanos puritanos y adocenados críticos de cine de nuestra época. Adorado hoy por la gerontocracia de los festivales de música, la pedantería de las revistas especializadas y las encopetadas orquestas, Mozart fue en el siglo XVIII una especie de Sid Vicious que hubiese azotado a todo lo anterior con el látigo de su batuta heterodoxa, gamberra y escandalosa para las almas bellas y los espíritus fosilizados.¿Qué importa más el reconocimiento de la mayoría inculta o el de la minoría competente?
Usualmente, las películas se adjudican a productoras, Disney o Paramount, o a sus directores, Hitchcock o Godard. Por supuesto, son obras colectivas y, desde este punto de vista, de multipropiedad, si me permiten el término inmobiliario. Pero también es cierto que incluso en lo colectivo hay diferencias jerárquicas entre las piezas. No es lo mismo la reina que el peón en el ajedrez. Pero hay películas que finalmente destacan en cuanto a su construcción orgánica por los actores que devienen actores. Es el caso de grandes como Spencer Tracy, Cary Grant, Isabelle Huppert, Pepe Isbert, Jean Gabin y José Luis López Vázquez. Eran actores que se adueñaban de las películas ideadas y realizadas por otros hasta el punto de que no podemos imaginar a otro intérprete en su papel. Así Marlon Brando encarnando a Vito Corleone, Paco Rabal con Nazarín, Vivien Leigh con Escarlata O’Hara o Burt Lancaster transmutado en el príncipe de Salina. Es el caso, a 40 años de su estreno, de Murray Abraham y Tom Hulce fusionándose en los roles respectivos de Antonio Salieri y Wolfgang Mozart en Amadeus.
¿Fiel a la historia?
Plantearse hasta qué punto es fiel una película de ficción a la historia en la que se basa es absurdo. La ficción no mantiene el mismo contrato de veracidad que el documental. A la ficción cabe exigirle verosimilitud a partir de unas premisas imaginativas, mientras que el documental está comprometido a las normas de la verdad entendida como correspondencia. ¿Es verosímil que los vampiros tengan colmillos del tamaño de tigres sable para morder yugulares? Pues claro. Ahora bien, la verdad es que los vampiros son la transmutación mítica de una enfermedad real, muy real, la protoporfirina eritropoyética. Si el conde Drácula realmente existió, su pasión por matar no vendría dado por ser un milagroso muerto viviente sino un vulgar asesino en serie con tendencias sádicas.
La plegaria del niño Salieri como ruego a Dios fue la de convertirse en un gran compositor, alguien de renombre universal y eterno. A cambio se comprometía a entregarle su vida como si fuera un sacerdote. Un sacerdote cuyo templo serían las salas de concierto del mundo entero. Pero Dios traicionó a Salieri. Al menos en su patológica imaginación. Y la figura de su traición era el genio descomunal de Mozart cuyo nombre, Amadeo, significa el que ama a Dios. Frente a Amadeus, Salieri se convirtió en Asmodeo, un demonio sirviente de Satanás: el que odia a Dios.
La película se transforma así no en una investigación psicológica sobre la envidia sino en una epopeya filosófica sobre la cuestión de los talentos innatos en relación con la meritocracia y el abismo del resentimiento vital. También del reconocimiento social y moral entre personas como categoría antropológica. Del mismo modo que García Márquez decía que escribía para que lo quisieran, Salieri y Mozart, tan lejanos, tan cercanos, componen para ser aclamados como los más grandes. Pero, ¿qué importa más el reconocimiento de la mayoría inculta o el de la minoría competente?Mozart y Salieri, hermanados en el dolor, la envidia, la incomprensión, la duda, la admiración
La película se basa en una doble paradoja. Mozart cree que Salieri lo odia y Salieri piensa que Mozart lo desprecia. Sin embargo, bajo las apariencias, Salieri no puede dejar de amar y admirar el talento descomunal del prodigio de Salzburgo y Mozart respeta y reconoce la rigurosa maestría del músico italiano. A pesar de la apariencia vulgar y frívola de Wolfgang, Antonio es el único que es capaz de percibir la profundidad de su talento y la seriedad con la que dirige y compone.
La película es un retrato fidedigno del ascenso de la burguesía, representada en ambos compositores, frente a la aristocracia y el clero, instituciones a las que todavía sirven pero que se están desintegrando desde dentro. Amadeus ama sobre todo la música, lo que significa que defiende su autonomía estética frente al utilitarismo del Estado y las censuras políticas y religiosas. Mozart defiende la ópera en alemán, enfrenta las prohibiciones artísticas del emperador y lleva al escenario la ideología masónica relacionada con los nuevos tiempos revolucionarios. Como dije, cabe sospechar que el histrionismo bufonesco de Mozart no es sino una máscara tras la que se esconde un espíritu rebelde que anticipa a Beethoven y a Wagner en ambas orillas del espectro político-musical.
Amadeus es también un manifiesto a favor de la posibilidad de la perfección, de la más absoluta belleza. En este mundo compuesto de materia la perfección es imposible salvo en el ámbito de la música. Cuando Salieri lee las partituras originales de Mozart, sin apenas una corrección, se da cuenta de que es como si limitase a escribir al dictado del mismísimo Dios.
«Quitas una nota y empeora sensiblemente; cambias una frase y la estructura se desploma.»
La gran historia de amistad a pesar del odio
Como apunté, aunque los necios todavía andan dando la tabarra sobre la «traición» a Mozart y Salieri, lo que permanece y destaca es la gran historia de amistad a pesar del odio. Una paradójica relación de amor infernal y varonil basada en la admiración y la genialidad. Se podría dar un curso entero sobre Arte y Estética con secuencias de Amadeus. Sobre todo, cuando Mozart le dicta a Salieri el Réquiem, con el maestro italiano haciendo de amanuense del genio austríaco. Contemplamos la técnica, que se puede aprender, pero, sobre todo, el Espíritu, innato. Los culturetas se quejan de que dañó tanto la reputación de Salieri como la imagen de Mozart. Como si los que no distinguen una película de ficción de un documental fuesen habituales de Bayreuth. Con el tiempo la interpretación de Hulce se ha puesto al nivel de Abraham. Salieri no odia a Mozart, al revés, sino que detesta a Dios. Cuando un Salieri que ha intentado suicidarse, el pecado más vil por imperdonable en la concepción cristiana, susurra «a partir de ahora somos enemigos, tú y yo» no se refiere a Mozart, sino a Dios por haber elegido al infantil e inconsciente Mozart en lugar del soberbio e interesado Salieri. El austríaco no lo adivina, pero se ha convertido en la víctima de la imaginación satánica de un psicópata teológico.
Hulce interpreta magníficamente desde el histrionismo como Abraham lo hace desde la contención. Las risitas histéricas de Wolfgang se contraponen a la seriedad mortal de Mozart cuando dirige y compone. Como si fuera la versión musical del doctor Jekyll y mr. Hyde. El golferas Wolfgang y el genio Mozart. Entre Wolfgang y Mozart, el misterio y el milagro de Amadeo, el que ama a Dios, pero, sobre todo, el amado de Dios. Pocas películas como esta son capaces de dar cuenta del proceso de creación artística sin caer en la banalización ni la infantilización, a bote pronto se me ocurren Andrey Rublev de Tarkovski y El manantial de King Vidor. Forman jamás cae en la vulgaridad de creer que el público es tonto, así que desprecia olímpicamente ese dogma de la edición norteamericana que dicta que un libro de ciencia no debe tener fórmulas y una película sobre música jamás debe mencionarse nada que huela a solfeo.
Se dice que cuando Dios quiere escuchar música convoca a su Presencia a Johann Sebastian Bach, pero que cuando quiso componer él mismo lo hizo usando como voz a Wolfgang Amadeus Mozart. Desde entonces, Dios está en silencio. Lo que nos queda es el espacio de la creación artística compartido por Mozart y Salieri, hermanados en el dolor, la envidia, la incomprensión, la duda, la admiración, en fin, humanos, demasiado humanos. No parece muy probable que volvamos a escuchar, en estos tiempos de mercantilismo y repetición, su Voz como en Amadeus.