Por Jesús Manuel Hernández
Zalacaín releía al filósofo danés Kierkegaard, “In vino veritas” -en el vino está la verdad- animado por recordar las discusiones y meditaciones de los cinco estetas en torno al amor y la mujer. Muchas veces había reflexionado con alguno de sus maestros de vida de la importancia de la mesa, con quién se debe compartir el pan y la sal, quiénes son merecedores de disfrutar los vinos, las viandas, la plática en torno a un mantel blanco de preferencia y donde los gritos y el mal humor estén ausentes.
Y siempre salía a colación una de las meditaciones de Antelmo Brillat-Savarin relacionado precisamente al placer de la mesa.
Para don Antelmo había cuatro condiciones para calificar a una buena mesa: la comida debía ser pasadera por lo menos, tener un buen vino, contar con comensales gratos y tener el tiempo suficiente para el disfrute.
Seguidor de la musa Gasterea, llamada por Brillat-Savarin a presidir los deleites del gusto y por ende la gastronomía, el aventurero Zalacaín había intentado siempre ser cuidadoso para convocar a una comida, a un disfrute, buscaba siempre a personas con afinidad entre sí y con un común denominador: tener muy en alto el placer de comer y no solo para cubrir la necesidad de alimentarse para sobrevivir.
Y Zalacaín citó el texto donde don Antelmo dilucidaba sobre las diferencias entre comer y el placer de la mesa:
“El placer de comer es la sensación actual y directa de una necesidad que se satisface.
“El placer de la mesa es la sensación refleja que nace de diversas circunstancias de hechos, de lugares, de cosas y de personas que acompañan la comida.
“El placer de comer no es común con los animales; no supone más que el hambre y lo que se necesita para satisfacerla.
“El placer de la mesa es particular a la especie humana; supone cuidados anteriores para los preparativos de la comida, para la elección del lugar y la reunión de los comensales.
“El placer de comer exige, si no el hambre, cuando menos el apetito; el placer de la mesa suele ser independiente de una y del otro.
”Los dos estados pueden observarse siempre en nuestros festines…”
Las reflexiones de Brillat-Savarin estaban fundamentadas en la observación de la evolución de las civilizaciones y su alimentación.
El hombre, decía, dejó de nutrirse de frutos y vegetales cuando descubrió el fuego y empezó a “asar” a cocer la carne, en ese acto se dio el intercambio de comida de unos y otros, cortar al animal en trozos y repartirlos entre los suyos primero y los vecinos después fue el primer paso de la convivencia en torno de la comida.
Vendrían después los viajeros, seres cuya actividad les permitía ir de un sitio a otro y con ello descubrir la “hospitalidad”.
El viajero llegaba a un establecimiento a comer, a descansar, a convivir con otros viajeros, eso le permitió conocer otras lenguas, otras costumbres, enterarse de las noticias de sitios desconocidos.
El viajero se sentaba primero solo, después conviviría en una gran mesa y luego se decidiría a “compartir” el pan y la sal, los alimentos, con lo cual establecía relaciones, amistades y evitaba las riñas.
Zalacaín había retomado los viejos textos de Brillat-Savarin, siempre útiles para intervenir en las conversaciones de sus invitados cuando se trataba de homenajear, agasajar o simplemente disfrutar del placer de la mesa.
Solo los humanos tienen este placer de comer, requiere de cuidados en los preparativos de la comida, la selección del espacio, los invitados, no depende del hambre, sí del apetito, sí, de la necesidad de intercambiar ideas y reflexiones para obtener la felicidad.
Y esa había sido una de las premisas de Zalacaín en sus comidas, la satisfacción del hambre en el placer de la mesa deriva en la reflexión, se dejaba de ser “consumidor” y se entraba en un nuevo rol social, se convertía en un “comensal”.
Cerró el texto y buscó el teléfono, empezó a seleccionar una lista de amigas y amigos cuyo común denominador debía ser el placer de la mesa, no la borrachera.
Y he aquí, Zalacaín se topó con unos cuantos, menos de diez, quizá seis, el número ideal para sentarse a la mesa era siete, pues de una botella de vino bien servida siempre saldrán siete copas, pero esa, esa es otra historia.