El papa Francisco recordó recientemente que el celibato no es dogma de fe y «siempre tenemos la puerta abierta para cambiarlo».
Esther Peñas / ethic
Y dijo Jehová Dios: «No es bueno que el hombre esté solo», se nos refiere en el Génesis. Entonces, ¿qué ocurrió para contravenir el enunciado divino? ¿Por qué quienes a él se consagran no pueden mantener relaciones sexuales? ¿Siempre fue así? ¿Es una práctica exclusiva de la Iglesia católica u otras confesiones también la practican?
El celibato, del latín caelibatus, aludía en sentido genérico a quienes permanecían solteros. De ahí, célibe. En origen, no guardaba relación con credo alguno, pero con el tiempo fue un sustantivo vinculado a quienes hacían voto de castidad por motivos religiosos, hasta quedar asociado de manera inequívoca con el catolicismo. El hombre (sacerdote, misionero, eremita o monje) o la mujer (monja o misionera) renunciaban al disfrute de su cuerpo para dedicarse plenamente a los servicios religiosos, de manera que pudieran canalizar toda su energía en Dios.
El papa Francisco recordó recientemente que el celibato no es dogma de fe (verdad revelada que ha de acatarse sin cuestionamiento alguno), sino un reglamento de la Iglesia, es decir, una norma que se da a sí para su correcto funcionamiento. Pese a que aseguró que era una pauta que apreciaba «mucho», aclaró que «no siendo un dogma de fe, siempre tenemos la puerta abierta para cambiarlo».
Hay quien sostiene que esta es una práctica atávica que ha perdido su sentido, mientras que otros siguen defendiendo su valor y necesidad. Pero no siempre los sacerdotes tuvieron que renunciar a su vida sexual para ejercer el ministerio.
Orígenes del celibato
Mucho antes de la llegada del cristianismo, la opción de ser célibe era popular en la India a través del hinduismo, sobre todo con el auge de anacoretas y ascetas, que abandonaban el mundo material (sexualidad incluida) en busca de los dones de la trascendencia. También fue acogida por el budismo: el propio maestro Siddharta Gautama, Buda, abandonó a Iashodhara, su esposa, para entregarse a la contemplación.
Asimismo, las vestales, vírgenes consagradas a la divinidad del hogar y el fuego, Vesta, preservaban su castidad y Platón recomendaba el celibato a cuantos se dedicasen a la búsqueda del saber y del conocimiento. Kierkegaard, siglos después, acató esta condición por motivos religiosos, así como otros tantos filósofos se quedaron en ella a voluntad propia o a su pesar (Hume, Kant, Schopenhauer, Nietzsche).
En cambio, tanto el judaísmo como el islamismo han rechazado esta práctica a lo largo de su historia. Para los judíos, la soltería es vista como una maldición, ya que acatan el mandato divino de poblar la tierra (de nuevo, el Génesis). Lo mismo sucede en el Islam, fiel a la vocación de la fecundidad, estimulada incluso a través de la poligamia, vigente hoy en países como Egipto, Catar, Argelia, Bangladesh o Emiratos Árabes.
En las primeras comunidades cristianas, el celibato surgió tímidamente, como práctica minoritaria, durante los siglos III y IV, acogiéndose a ella algunos fieles de manera voluntaria por imitación a Jesús de Nazaret. Aunque a diferencia de Buda, Cristo no plantea el celibato como condición sine qua non para alcanzar a Dios. Es el apóstol Pablo quien en sus Epístolas (las dirigidas a Timoteo) habla de la doble condición, la de quienes «se abstienen de mujer», preocupados por «cómo agradar al Señor» y la de quienes «tengan cada hombre su mujer y cada mujer su marido», que se desvelarán «por las cosas del mundo».
Los «padres del desierto», que se retiraban de la vida en común para entregarse a la vida contemplativa, practicaban y predicaban el celibato, pero la preocupación sobre la necesidad de imponerlo emerge a partir del siglo XI, sobre todo con los papas León IX y Gregorio VII, que temían por la «degradación moral» del clero que daba rienda suelta a excesos carnales, desatendiendo sus obligaciones religiosas.
Así, el celibato acabaría instituido en los dos concilios de Letrán (1123 y 1139), cuando quedó decretado que, bajo ningún concepto, los clérigos podrían casarse o relacionarse con mujeres. Por aquello de que «no es bueno que el hombre esté solo», la Iglesia permitía, cuando no fomentaba, el «matrimonio espiritual», que consentía a la mujer convivir con un cura siempre y cuando se abstuvieran en los intercambios carnales. Pero tanto va el cántaro a la fuente… que la convivencia se tornó más licenciosa de lo previsto, originando el zarcillo de «barragana», vocablo con connotaciones sombrías para designar a la mujer que atendía todas las necesidades del cura. A tenor de su presencia en obras como El libro del Buen amor, del Arcipreste de Hita, u otros textos del Gonzalo de Berceo, su existencia era no solo conocida por todos sino celebrada por muchos, que veían en las barraganas un alivio que evitaba el abuso de otras mujeres.
Además de tratar de enderezar la ascética de los cuerpos, el celibato obligatorio convertía por imperativo eclesiástico a los hijos de los curas en sacerdotes, de manera que no peligrara ni se diezmara el patrimonio por cuestiones de herencia, quedando todo en casa. En el II Concilio de Trento (1545-63) ya se observó que un cura soltero era más económico para las arcas, y se comprobó que el celibato era un modo eficaz para que la Iglesia preservara y aumentara sus propiedades. En tanto que cura, no puede tener bienes registrales, por lo que sus posesiones (herencias, premios, etc.) son capital de la Iglesia.
Sin embargo, las continuas alusiones, recordatorios y amenazas por incumplimiento del celibato en los siglos posteriores hacen pensar que era una norma bastante laxa en la práctica, si bien trató de resultar inflexible sobre papel.
Habría que esperar a 1951, durante el pontificado de Pío XII, cuando se establecen algunas excepciones a la norma. Aquellos pastores luteranos, calvinistas y anglicanos que se convirtiesen al catolicismo, podrían continuar ejerciendo las prorrogativas del matrimonio. Algo similar permite la constitución apostólica Anglicanorum coetibus, de Benedicto XVI, que concede a los anglicanos que abracen la fe católica seguir con su matrimonio y su ministerio, aunque no podrán alcanzar, en ningún caso, la distinción de obispo.
Menos conocido es el hecho de que existen iglesias católicas orientales con clero mixto, es decir, célibe o no, a placer del cura, como la Iglesia católica riso-malabar o la siro-malankara. Asimismo, se recoge la figura del «sacerdote secularizado», aquel que pide dispensa para casarse. Su condición sacerdotal no se pierde, pero se les prohíbe ejercer. A esta condición tuvo que acogerse Jerónimo José Podestá, un argentino muy combativo con el celibato, que fundó la Federación latinoamericana de sacerdotes casados. El padre Fábio de Melo, uno de los intelectuales de la Iglesia más respetados, considera el celibato «algo propio de la Edad Media», por lo que pide incansable su abolición. Queda por ver si el papa Francisco, receptivo a las corrientes más progresistas de la Iglesia, escucha estas peticiones. Al fin y al cabo, «no es bueno que el hombre esté solo». Palabra de Dios.
Fuente: https://ethic.es/2024/09/el-celibato-una-norma-irreversible/