El filósofo Javier Gomá sostiene que la vulgaridad es la hija fea de dos padres estupendos, la libertad y la igualdad. En la era del chándal, el reguetón y las sandalias con calcetines, ¿merece un respeto lo vulgar?
Por Esther Peñas / ethic
Calcetines blancos de deporte enfundados en chanclas, zapatillas de piscina o zapatos acharolados; chándal como uniforme libérrimo, distintivo del anarquismo estético; cadenas de bisutería con eslabones del tamaño de cerezas adornando el torso entre camisas desabotonadas; obviedades proclamadas como salmos, la palabra zafia por bandera, pantalones rotos y caídos que dejan ver ropa interior de marca (falsificada); tintes de pelo tan asimétricos como descoloridos; tatuajes en serie que no evalúan cómo lucirán cuando los nombres a los que se ha entregado un pedazo de piel sean reemplazados por otros…
Lo vulgar campa hoy en día en la calle, pero también en el estamento político («me gusta la fruta»), en los iconos musicales, cinematográficos, en youtubers, influencers y, en definitiva, entre famosos de toda ralea. Casas reales incluidas (recordemos las cejas teñidas de rosa de una Grande de España). Mancha, vulgaridad, feísmo, chabacanería. La baratija ha sustituido a la elegancia. Impera el estilo poligonero, macarra. Hasta luego, MariCarmen.
La Bruja Avería ya lo advirtió: «¡La basura es cultura! ¡La cultura es basura! Por Vidicón y por Carbura, con la basura haremos grandes esculturas. ¡Haremos grandes edificios solo con desperdicios! ¡Imitaremos a Fidias usando solo inmundicias! Pintaremos grandes obras usando solo sobras. En vez de dárselas al gato, pintaremos un retrato. ¡Viva la basura! ¡Abajo la humanidad futura!». Chao, pescao.
Aceptémoslo, lo vulgar triunfa. En el modo de vestir, de comportarse, de pensar y de escribir («Calma, mucha calma, cuando la mente está tranquila / todo, absolutamente todo / sale mejor», leemos en un poemario que obtuvo uno de los premios de poesía más prestigiosos —y mejor remunerados— de España). Poesía, no, lo siguiente.
Por fortuna, alguien aclara el estado de las cosas. Sí, la vulgaridad, «ese fenómeno radicalmente original y estrictamente novedoso de la cultura presente», es la hija deslucida de dos divinidades, la libertad y la igualdad, que comenzaron su romance en los inicios del siglo XX. Nunca antes se habían enamorado de tal modo. Palabra de uno de los pensadores más lúcidos de nuestros días, Javier Gomá (Bilbao, 1965), quien, en su último ensayo, Universal concreto, pide respeto para la vulgaridad.
Etapa transitoria
Explica Gomá, sin chanza alguna, que la vulgaridad es un progreso moral, ya que su existencia es posible gracias a que gozamos de libertad e igualdad. Por fortuna, nos recuerda que esta «espontaneidad no educada» es una etapa transitoria. Desde el inicio de los tiempos, la vulgaridad convivía con la alta cultura: arriba, la del canon, refinada, minoritaria y aristocrática; abajo, la llana, popular, colectiva y modesta. A veces, una se inmiscuía en la otra (la zarzuela, o los asuntos folclóricos o cotidianos como argumento de obras maestras: Oliver Twist, algunas pinturas de Goya, el cine de Ken Loach…). En la posmodernidad, sin embargo, la alta cultura ha sido suplantada por la vulgaridad como discurso oficial.
Esto se debe, en el decir de Gomá, a la escisión producida entre la esfera pública y la privada. En lo político, o lo público, nuestra época se sustenta en la democracia liberal; podemos mejorar el sistema, pero ya no podemos cambiarlo. Digamos que hemos «tocado techo». El fin de la historia, lo llamó Francis Fukuyama. Sin embargo, en la esfera privada reina la vulgaridad, que por fortuna no es Ítaca sino el punto de partida desde donde izar velas.
La vulgaridad es una expresión provisional que será sustituida por la ejemplaridad, que sí es el final del viaje. Cuando atraquemos en destino, la mayoría selecta sustituirá a su vez a la minoría distinguida del pasado. Dicho de un modo burdo: para apreciar y aspirar a un cine del estilo de Dreyer, Bergman, Kurosawa o Scorsese, comenzamos viendo Torrente. No es posible saltarse esta etapa, la recompensa es la libertad. Y la ejemplaridad nos espera, como una novia impaciente.
A lo largo de la historia, cada época ha estado regida por un ideal: el ideal griego, romano, medieval, renacentista, barroco, ilustrado, romántico, moderno… Pero los posmodernos hemos renunciado al ideal porque, si cada uno es único, si cada cual puede elegir el estilo de vida que estime adecuado, ¿no se recibe como una insolencia que uno entre los posibles se arrogue la potestad de ser deseable por encima del resto?
«La vulgaridad ha salido últimamente de los bajos fondos, a los que la había confinado la alta cultura, y ha devenido discurso oficial de la democracia». Y ni tal mal, oye. Pero ojo: no se trata de que la vulgaridad sea el precio que ha de pagarse por ser demócrata. Es un punto de partida, se insiste, no el territorio donde asentarse de por vida.
Sin milagro ni extravagancia
En el razonamiento de Gomá, la vulgaridad nos empuja no solo a ser excéntricos, sino a ejercer una excentricidad mal entendida. En las subjetividades prima la diferencia, aquello que hace a cada cual inimitable. Único. Somos libres de incurrir en lo vulgar, pero la vulgaridad no emancipa. Lo excéntrico, lo exclusivo o inimitable de nuestra subjetividad no es universalizable, porque solo concierne a cada cual. No se puede tomar como modelo porque nadie puede legitimarlo. El sujeto moderno deposita la esencia de su subjetividad en la espontaneidad libre y sin mediaciones, lo que «le confiere un estatus ontológico único, irrepetible, no solo diferente al mundo, sino diferente también del resto de sujetos».
La gente se obedece a sí misma: volenti non fit iniuria («no se comete injusticia con quien actuó voluntariamente», como afirma la clásica fórmula jurídica que resume el principio de respeto por la autonomía privada). Ante la vulgaridad como hechura de la dignidad democrática hay, según Gomá, tres actitudes posibles: el rechazo al estado actual de las cosas y el deseo de regresar a una situación previa, donde igualdad y libertad eran dos líneas paralelas que se cruzaban en el infinito; la resignación; o la propuesta de un ideal, capaz de desplazar la vulgaridad por la ejemplaridad.
Para que consigamos ser ciudadanos completos y plenos hay que encontrar un modelo que reforme la vulgaridad generando costumbres de excelencia, de buenas elecciones libres al alcance de todo el mundo. Y ese ejemplo, que nos sacará de lo vulgar conduciéndonos a la ejemplaridad, provendrá de «esas vidas hermosas que se conforman al modelo común y humano, sin milagro ni extravagancia». Entonces seremos libres, y también iguales. Iguales en la ejemplaridad que alcanzaremos libremente. Iguales en lo sencillo, que es lo que vuelve verdaderamente inolvidable el encuentro con otro ser humano, como cantaba el poeta.
Fuente: https://ethic.es/especiales-24/la-vulgaridad-un-respeto/