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Pánico a sufrir: por qué las sociedades modernas ya no saben convivir con el dolor | El Mundo

Más de un año de pandemia ha acentuado uno de los rasgos patológicos de la sociedad moderna: la fobia al dolor de una ciudadanía infantilizada. El fin del estado de alarma añade otra capa de inquietud: ¿seremos capaces de afrontarlo sin miedo?

JOSETXU PIÑEIRO

REBECA YANKE / EL MUNDO

ILUSTRACIONES: JOSETXU PIÑEIRO

Que si la herida pica significa que está curando lo sabemos porque nos lo repetían siendo niños. También que no hay que rascar la costra sino dejarla ahí hasta que caiga sola, porque tal proceso implica la cicatrización. Pero, a día de hoy, hasta la palabra costra resulta algo obscena, un tanto fea, prácticamente fuera de lugar. La costra no cae porque no llega a formarse, y ya no puede uno ni chulear en el patio de que aquel golpe sufrido en pleno juego se ha curado y estamos en plena forma.

Perdida la naturalidad a la hora de hablar de dolores y caídas, «convertidos los tanatorios en supermercados», «asistiendo a la cuarta ola en India por televisión sin haber visto las nuestras», «bajo la obligación moral de ser positivo y de vender en redes sociales una vida exitosa, real o inventada, da lo mismo», nos encontramos en situación de alarma respecto al dolor: uno de los grandes aprendizajes vitales, quizá el único, pues es el que nos ayuda a vivir, a la larga, con mayor conocimiento de causa.

El sufrimiento, y la capacidad de encararlo como algo inevitable y vivir sin tener por él un tremendo miedo, ha ido perdiendo puestos en el engranaje de lo que constituye nuestra identidad. Las comillas anteriores pertenecen a varios pensadores que, desde distintos lugares del mundo, analizaron ya el último libro de uno de los filósofos que más colores nos saca con sus escritos desde hace años.

El filósofo coreano Byung-Chul Han ya nos dijo hace una década que éramos «la sociedad del cansancio y de la transparencia». Ahora, aún en mitad de una pandemia, nos advierte de que somos también La sociedad paliativa (Editorial Herder), la que atenúa el dolor, la que se aleja de él, la que teme perder su presunta zona de confort y ha sucumbido al mandato de la felicidad y el rendimiento y no quiere saber nada del aprendizaje -¿qué aprendizaje?- que conlleva verdaderamente conocer el daño.

Pararse incluso a extraer de él mayor conocimiento. «El dolor agudiza la percepción de uno mismo. Perfila el yo. Traza sus contornos», escribe Han. Desde lo individual hasta lo colectivo, desde el hogar hasta el ágora, sostiene este intelectual que «impera en todas partes la algofobia, la fobia al dolor, un miedo generalizado al sufrimiento».

En lo sentimental, «hasta las penas de amor resultan sospechosas». En lo político, «aumenta la presión por acatar acuerdos». Y nos acomodamos en «zonas paliativas» que nos roban «vitalidad». Vivimos a medias. O cómo dice Byung-Chul Han: «La vida se sacrifica a cambio de una agradable supervivencia».

Precisamente hoy termina el estado de alarma, lo cual instaura entre nosotros un nuevo piso en la casa de la incertidumbre: ¿lo afrontaremos sin miedo a sufrir?

«Lo que carece de sentido no es el dolor sino sobrevivir para evitar vivir», sostiene desde Italia el escritor Fabrizio Andreella, donde el pensador coreano ha generado una pequeña revolución. «Si rechazas el dolor, rechazas la vida, vives tratando de vivir lo menos posible para no arriesgarte a encontrar dolor». Habla Andreella de una «violencia del bien, la felicidad y el positivismo que, negando su contrario, nos mutila de algo importantísimo, como es el dolor».

Acostumbrados a vivir en la superficie, «muere también la aventura y el descubrimiento». Lo que Han denomina «sentimiento vital fuertemente aminorado», una actitud que el psicólogo José Carrión, miembro del gabinete madrileño Cinteco, describe así: «Miramos de perfil la realidad. Pero cuando la miramos de frente o ella llama a nuestra puerta todo se complica. Por eso nos ha pegado tan fuerte lo ocurrido, porque no imaginábamos algo tan duradero y tan amenazante. Pensábamos que el dolor estaba lejos, que el dolor se resolvía lejos…».

«En tiempos de pandemia», se lee en La sociedad paliativa, «el sufrimiento de los demás nos resulta aún más lejano. Se disuelve en número de casos. Los hombres mueren en soledad en las UCI, faltos de todo cariño personal. Proximidad significa contagio. La distancia social agudiza la pérdida de empatía».

Un vivir a lo zombie, de refilón, sin querer ahondar en nada pero contándolo todo por TikTok o Instagram. «Más que anestesiada, somos una sociedad frívola, poco gallarda, y no acabamos de aceptar el dolor necesario, el que habita el mundo del comercio, el sentimental, el del sistema judicial, el académico…», reflexiona Javier Moscoso, profesor de investigación de Historia y Filosofía de la Ciencia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).

En 2011, publicó uno de los mayores compendios sobre el asunto: Historia cultural del dolor (Taurus). Ahora, Moscoso piensa que la idea de dolor como algo ajeno y lejano esconde un escenario aún peor: «Lo consumimos como nunca, como una suerte de espectáculo, de entretenimiento, como si fuera una serie, mientras que con el dolor propio tenemos una relación muy diferente, el umbral está en otro sitio. Consumimos el dolor ajeno de forma impúdica, como pornomiseria, y esto supone casi un retorno a la estética medieval».

Pone un ejemplo actual: «Lo que sucede hoy en India con la cuarta ola y aquí aún no hemos enseñado nada en las noticias». Otro más: «Las narraciones del dolor, la periodística, por ejemplo, la realizamos desde el testigo al que no le sucedió nada, el que estuvo a punto de coger aquel avión, el que estuvo a punto de sufrir un atentado, pero sobrevivió». Es decir, una visión «contrafáctica del dolor» en la que «nos imaginamos en el lugar del otro para alegrarnos de nuestra supervivencia».

Sacrificamos nuestra vida a cambio de una agradable supervivencia

BYUNG-CHUL HAN

El profesor afirma que, «sobre todo» no soportamos la idea del dolor físico»: «Consideramos que tenemos derecho a no sufrirlo, hemos pasado de un mundo en el que se consideraba que había que educar en el máximo dolor posible, el medieval, a uno en el que se consideraba que el dolor tenía una función y un fin noble, pero se buscaba el mínimo dolor necesario, como en el siglo XIX, a un mundo, el de hoy, donde se busca el mínimo dolor posible».

Los tres -Han, Andreella y Moscoso- consideran, además, que nos han vendido la moto con la cuestión de la resiliencia, la idea de que podemos hacernos más fuertes tras una adversidad. Para Han es un «mandato capitalista»; para Andreella «una palabra de moda que simboliza nuestra relación con el dolor» y, para Moscoso, «uno de los fenómenos más curiosos que ha sucedido en España en los últimos tiempos».

«La reivindicación de la resiliencia en España se llama resistencia, aquel ‘#saldremosmasfuertes’ del Gobierno. Pedro Sánchez escribe sus memorias y las titula Manual de resistencia, la canción del confinamiento fue Resistiré… Ya lo dijo Camilo José Cela para describir España: ‘Quien resiste gana’… Se nos dice: ‘Tú resiste porque no queda otra’».

Una «fobia al dolor» y una «apología de la resistencia» aderezadas con otros fenómenos de nuestra época: «Si se lee la realidad como un dualismo conflictivo entre el bien y el mal, como hemos hecho en la cultura occidental, es normal y obvio que tarde o temprano se llegaría a negar y disminuir la existencia del dolor. Si le agregas el narcisismo y el culto al placer no como goce de la vida sino como huida de ella, la algofobia es muy clara».

Moscoso destaca también «cierta impudicia y exceso de expresividad». «Por eso sólo estoy en parte de acuerdo con la idea de Byung-Chul Han de que somos una sociedad anestesiada, porque expresar las emociones está sobredimensionado. Ahora todo el mundo llora. No hay sobriedad. No hay pudor. En las reglas del cortejo social, si no lloras no sientes».

Les para un poco los pies el psicólogo Carrión: «Hay que afinar el término resiliencia. En la Edad Media se te moría un hijo y lo enterrabas con la misma azada con la que cogías patatas. Aceptaban el hambre, el frío y la penuria. Ahora hay que aceptar el estar mal porque el malestar forma parte de la restauración. Contar con el dolor como algo posible, y que el miedo no nos paralice».

Sensaciones con las que llevamos teniendo una intensa relación desde que en marzo de 2020 se instaurara el estado de alarma. Dice la también psicóloga Lucía Fernández que, en el último año, ha aumentado el número de personas, especialmente jóvenes, que acude a terapia. «Ante una situación dura afrontada al unísono se revela también el deseo salvaje de mejorar, de sobrevivir, haciendo lo que haga falta para poder llegar a sitios, a veces físicos, pero sobre todo mentales, en los que la experiencia vivida comienza a cobrar sentido».

Miramos de perfil la realidad. Pero cuando la miramos de frente o ella llama a nuestra puerta todo se complica…

JOSÉ CARRIÓN

Habrá algofobia, sí, pero también hay muchos que al dolor lo miran de cara.

Para los «atrincherados», como dice Carrión, «con miedo a no llegar a algo o a conseguirlo y perderlo», el mensaje es claro: «Ser más dueños de nuestras vidas». Y con respecto al sufrimiento, «defender el dolor necesario, el de la experiencia humana, pero combatir el innecesario», matiza Moscoso.

Resulta que es un proceso colectivo y no sólo individual. Señala Javier Moscoso que «determinar el dolor necesario del innecesario es una dificultad política, filosófica y económica». Y remata: «Determinar si los que se quejan son los que deben quejarse, si se quejan demasiado o verdaderamente necesitan un cuidado ha supuesto toda la política del siglo XX, y lo seguimos arrastrando».

Fuente: https://www.elmundo.es/papel/historias/2021/05/09/60951e03fdddffb3428b45ba.html

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