IGNACIO CRESPO / LA RAZÓN
El Sol acaba de emitir su llamarada más grande en casi dos décadas. Todo esto sucede en un contexto doblemente interesante. Por un lado, están las tormentas solares del pasado fin de semana que, si bien podían haber dañado nuestras telecomunicaciones, nos proporcionaron imágenes espectaculares de auroras boreales muy lejos de los polos.
Por otro lado, estamos en un máximo de actividad solar que se estimaba entre enero y octubre de este año. Porque, aunque el Sol nos parezca siempre igual, lo cierto es que pasa por un ciclo que se repite cada 11 años yendo de más a menos intensidad para, a continuación, volver a ascender.
La llamarada ha sido captada por el Observatorio de Dinámica Solar de la NASA y son ellos mismos quienes le otorgan el reconocimiento de ser la erupción más fuerte desde 2005. Aunque, en realidad, todavía están analizando parte de la información y podría ser que nos estuviéramos quedando cortos.
Por suerte, la llamarada no ha supuesto un peligro para la Tierra, pero los expertos insisten en que debemos seguir alerta ante futuras llamaradas. Y, con futuras, no se refieren solo a los próximos días, sino en general, porque son más frecuentes de lo que creemos.
Llamaradas solares
Lo cierto es que estos procesos son relativamente impredecibles y, aunque haya tendencias de mayor y menor actividad, podemos imaginarlos como una curva que sube y baja de forma suave y regular cada 11 años, pero sobre la que ocurren ondulaciones abruptas y rápidas de distinta altitud y profundidad.
Eso significa que, aunque es más probable que una de estas fluctuaciones bata récords durante un máximo solar, puede que rivalice con otras durante momentos de baja actividad. Pero… ¿qué es realmente una de estas tormentas?
Para entenderlo a grandes rasgos, podemos imaginar al sol como una gran pelota de pelotillas con carga eléctrica. En realidad, esas “pelotillas” son átomos de gas ionizado, mayormente hidrógeno y helio, pero podemos obviarlo un momento.
La cuestión es que, en ocasiones, una capa superficial del Sol llamada cromosfera libera grandes cantidades de energía en forma de radiación electromagnética. Y, con ese nombre, podemos empezar a imaginar lo que ocurre.
Como si fueran dos imanes que se repelen, esta radiación electromagnética impulsa bruscamente a las partículas cargadas de las que hablábamos antes. Ese conjunto de partículas cargadas y radiación electromagnética (luz visible, rayos X, ultravioleta, etc.) emitidas de golpe por una estrella es a lo que llamamos erupción solar.
Tormentas geomagnéticas
El problema de todo esto es que nuestro planeta está rodeado por una suerte de escudo magnético que nos protege de estas erupciones, frenándolas y redirigiéndolas hacia los polos. Sin embargo, cuando la llamarada es muy fuerte, esa interacción produce lo que conocemos como “tormenta geomagnética”: un aumento de la corriente eléctrica en capas altas de la atmósfera.
Así pues, lo que empezó como un puñado de partículas propulsadas de improviso desde el Sol, se ha convierte en perturbaciones eléctricas y magnéticas en nuestro planeta que acaban afectando a nuestra tecnología.
De hecho, la tormenta solar más intensa que hemos registrado tuvo lugar en 1859 y la conocemos como el evento Carrington. Por aquel entonces no había muchos dispositivos electrónicos, pero la actividad electromagnética producida por la tormenta chocando con la magnetosfera terrestre fue suficiente para destruir una gran cantidad de telégrafos.
Hubo confusión, incendios y fallos en las comunicaciones, y es cierto que nuestros sistemas eléctricos modernos están más protegidos, pero también son más y somos más dependientes de ellos.
Por eso los expertos insisten en la necesidad de estudiar las tormentas solares, para aprender a predecirlas y protegernos de ellas, porque puede que no sea mañana ni dentro de una semana.
Puede que no sea en este máximo solar ni en el siguiente, pero es esperable que, en algún momento, padezcamos una tormenta solar sin precedentes en la historia de la humanidad.
Fuente: La Razón