Son los «hijos de los asesinos». Así los llaman en Ruanda. Sus propios parientes incluso. Más de 20.000 niños nacidos de mujeres violadas por las milicias hutus durante el genocidio de 1994 se han hecho mayores. Un fotógrafo israelí recogió sus historias en plena infancia, cuando todavía ignoraban de dónde procedían. Ahora ya lo saben. Proceden del horror. El que han logrado combatir sus madres.
FOTOS Y ENTREVISTAS: JONATHAN TORGOVNIK | TEXTO: FERNANDO GOITIA / XL Semanal
Cuando mi madre me contó cómo fue violada, sentí que algo me perforaba el corazón. Mi padre fue un violador y un asesino». Faustin tenía 13 años cuando supo por qué sus compañeros de colegio, sus vecinos, su propio tío, lo llamaban «hijo de los asesinos». Se lo reveló su madre, Bernadette. «Tarde o temprano tenía que contarle la verdad –dice–. Fue duro, pero liberador».
La historia de Faustin y Bernadette se replica por toda Ruanda, una diminuta nación centroafricana a la que pocos prestaron atención hasta 1994. Entre abril y junio de aquel año, en apenas 100 días, más de 800.000 personas fueron asesinadas y miles de mujeres violadas durante el genocidio de la población tutsi alentado por el Gobierno hutu.
Pasados 28 años, el país presume de ser uno de los más seguros, estables y con sólido crecimiento económico de África, pero muchas de las heridas que dejó aquel horror siguen abiertas. Supurantes incluso, como las que sufren más de 20.000 niños, fruto de las violaciones masivas, y sus madres, la mayoría contagiadas de sida por sus agresores.
Muchas fueron violadas por sus vecinos; solo unas pocas llegaron a declarar contra ellos
Cargan secuelas físicas de las violaciones y sobre todo traumas severos, incurables, con los que conviven, casi todas, despreciadas por parientes y vecinos, un factor que redobla el dolor, la vergüenza de sentirse, en parte, también culpables.
Insultos, mentiras y exageraciones llevan años tiñendo los días de Bernadette, violada por un hutu de su propio vecindario contra el que testificó ante un tribunal y a quien perdonó tras salir de prisión. «En mi comunidad, alguien se dedicó a propagar por ahí que los Interahamwe (‘los que atacan juntos’, en bantú; sanguinarias milicias hutus) me dejaron atada a un árbol y que un montón de hombres fueron pasando para violarme», cuenta Bernadette, cuyo hijo se negó a conocer a su padre, hoy desterrado de su comunidad.
Testimonios como los de Bernadette y Faustin han sido recogidos por el fotógrafo israelí Jonathan Torgovnik como parte de su proyecto Disclosure (‘Revelación’), respaldado por el Pulitzer Center for Crisis Reporting, para denunciar el uso de la violación como arma de guerra y sus consecuencias. El título alude al momento en que una madre se decide al fin a revelarle a su hijo la verdad sobre su origen.
«Viajé a Ruanda por primera vez en 2006, preparando un reportaje para Newsweek sobre VIH –cuenta Torgovnik–. Y allí conocí a Odette». Esta mujer, infectada con sida durante el genocidio, le contó historias terribles que nunca había compartido con nadie y que cambiaron para siempre la vida del reportero.
«Estas mujeres son los seres humanos más fuertes con los que me he topado jamás», dice Torgovnik
«Me describió con detalle el asesinato de toda su familia y las múltiples violaciones que sufrió –prosigue Torgovnik–. Se quedó embarazada y tuvo a su hijo Martin. Tras escuchar su testimonio, decidí documentar las historias de las mujeres como Odette y mostrárselas al mundo». El fotógrafo israelí empezó así a retratar y a escuchar a madres violadas por los Interahamwe y a sus hijos, entonces con 11 o 12 años, y comenzó a divulgar sus casos.
Años después, ha visitado de nuevo a aquellas madres y sus hijos, hoy veinteañeros, para ver qué ha pasado con ellos. Descubrió que tras aquel primer viaje de 2006 su vida no era la única que había cambiado. «Hablar con usted me curó –le confesó Odette–. Fue como vomitar todas las cosas malas que sentía hacia los hombres. Ahora estoy casada, tengo trabajo y otra hija».
Muchas mujeres como ella sienten que sus vidas han mejorado. A ello ha contribuido la ONG Foundation Rwanda (www.foundationrwanda.org), con educación para sus hijos y atención sanitaria y psicológica para las madres. «Estas mujeres son los seres humanos más fuertes con los que me he topado jamás», sentencia Torgovnik, su fundador.
Sus historias
JUSTIN Y ALICE
«No sé quién es tu padre, porque me violaron muchos hombres, y después naciste tú»
¿Quién es mi padre? Esta pregunta taladró los oídos de Justin durante 23 años. Alice, su hija, se la repitió hasta el hastío. «Nunca quiso responderme». Hasta el día en que, hace un año, la madre regresó a casa, la llevó a su habitación y le pidió que se sentara. «Hija, he estado asistiendo a unas sesiones con mujeres violadas durante el genocidio y quiero contarte lo que llevo años evitando –le lanzó–. Fui violada durante aquellos días y después naciste tú. No tengo idea de quién es tu padre, porque me violaron muchos hombres». Ambas mujeres se miraron en silencio. Alice, en estado de shock; Justin, preocupada por su hija, pero aliviada, como si se hubiera despojado de una piedra de cien kilos. «Deseé que me hiciera más preguntas, pero se quedó callada –rememora Justin, la madre–. Todavía no le había contado que tengo sida». Sumida en su mutismo, la mente de Alice recordó a las mujeres violadas que había visto en documentales sobre el genocidio y las lecciones de historia en el colegio. «Entre lo que me acababa de contar y lo que ya sabía tenía suficiente –contrasta la hija–. Desde aquel día hablamos con más libertad. Ya no hay nada que esconder».
YVETTE E ISAAC
«Saber de quién era hijo me afectó mucho, pero tuve que aceptar la realidad»
Durante 16 años, Isaac creyó que su padre estaba muerto. Es lo que le decía su madre. Así que no entendía por qué sus tíos lo llamaban «hijo de asesinos». «Estaba traumatizado; iba mal en la escuela, no se aceptaba…», revela Yvette, la madre. Un día, al fin, le contó la verdad. Había sido violada por tres hombres nueve meses antes de que él viniera al mundo. «Desde que conoce la verdad –cuenta Yvette–, es más responsable y trabaja duro mirando al futuro». Saberse hijo de un asesino violador fue, sin embargo, un choque brutal para Isaac. «Me afectó mucho –admite–, pero tuve que aceptar la realidad. Ahora aprecio todos los sacrificios que mi madre hizo por mí». Como «hijo del genocidio», de madre tutsi y padre hutu, Isaac reniega de esta distinción étnico-social atribuida por muchos al colonialismo belga. «No soy ni hutu ni tutsi. Yo soy ruandés», proclama. Sentimiento que su madre, infectada de sida por sus violadores y víctima directa del odio y la violencia, le inculcó desde niño. «Siempre le dije que fuera respetuoso con los demás, que amara al prójimo y que no odiara a nadie –dice Yvette, puro orgullo–. Es un chico de pocas palabras, pero ha seguido ese camino».
ISABELLE Y JEAN-PAUL
«Respeto mucho a las mujeres. Sé lo que es capaz de luchar una madre»
La mente de Isabelle bulle al observar la foto que Torgovnik le tomó con su hijo cuando era un niño. «Mi vida era miserable, estaba traumatizada; cada vez que miraba a mi hijo, todo volvía a mi cabeza. Ahora soy más fuerte y feliz por haber tenido a Jean-Paul. Él da sentido a mi vida. Ya no siento que hubiera sido mejor haber muerto». Este sentimiento, hoy un residuo en su memoria, la persiguió desde que vecinos y parientes descubrieron su embarazo. «’¿Cómo vas a dar a luz a un bebé sin padre?’, me dijeron primero. Después supieron que el padre era uno de los asesinos –cuenta–. Así que nunca pude hablar con nadie sobre ello». Tardó 19 años en contárselo todo a su hijo. «Le dije que me violaron varios hombres, que después huyeron al Congo y que no sé quién es su padre». Conocer la verdad despertó en Jean-Paul un sentimiento protector hacia Isabelle. «La admiro, sé bien lo que es capaz de luchar una madre –dice–. Cuando tenga hijos, los educaré con amor». En su proceso personal valora sus encuentros con otros chicos como él, promovidos por la Foundation Rwanda. «Me ayudaron a lidiar con mi situación», comenta Jean-Paul, que se siente tutsi, como su madre.
ANNET Y PETER
«Hoy soy feliz, ayudo a otras mujeres, mi marido quiere a mi hijo, aunque no sea suyo»
En 2006, el fotógrafo Jonathan Torgovnik retrató a Annet y a su hijo Peter en Kibuye, un enclave turístico en el lago Kivu. El niño, de 12 años, no sabía entonces que su madre había sido violada por un miliciano hutu en este idílico entorno durante el genocidio de 1994, cuando el 90 por ciento de los tutsis de la ciudad fueron asesinados. Annet se lo contó después de su primer encuentro con Torgovnik. «Compartir mi historia con un extranjero me liberó –revela Annet–. Hoy soy feliz, ayudo a otras mujeres, mi marido quiere a mi hijo, aunque no sea suyo, y Peter estudia Ingeniería en la universidad».
Fuente: https://www.abc.es/xlsemanal/a-fondo/ruanda-los-hijos-del-genocidio-fotos-ok-texto-ok-seo-ok.html