Por Dr. Fidencio Aguilar Víquez
¿Se puede realmente decirlo todo: lo que pensamos, queremos y/o sentimos? De ser afirmativa la respuesta, entonces, ¿por qué no lo hacemos habitualmente? ¿Por qué ocultamos con frecuencia, por ejemplo, nuestros más íntimos pensamientos, deseos o impulsos? Puede ser, quizá, porque tememos lastimar, o también porque no queremos ser juzgados, señalados, rechazados. La cuestión es que incluso familiar, social y culturalmente, desde que somos infantes aprendemos a ocultarnos, a no abrir nuestro interior.
Estamos habituados a usar máscaras, papeles, roles: el papá, la mamá, el hijo, el profesor, el sacerdote, el político. El problema, desde luego, no es la función, puesto que, a final de cuentas, las cosas deben de funcionar, servir para algo, cumplir su cometido: la familia, la escuela, el trabajo, la sociedad, la política. El problema es que la máscara puede sofocarnos, ahogarnos, anularnos en lo que de verdad somos: seres libres que desean mostrarse en su yo auténtico. Y para tal mostración es necesario decir lo que hay en nosotros.
Hay dos referencias clásicas en el pensamiento de Occidente al respecto. Una es la griega y otra es la cristiana. «Decirlo todo», en la cultura griega, coronaba la forma de construcción de la «polis»; demokratia, isegoria y parresia constituían los elementos para ejercer la ciudadanía. La primera era la participación de todos en el poder; la segunda, la asunción de las diferentes responsabilidades para los asuntos comunes; y la tercera, la participación en las discusiones, tener derecho a la palabra. Este decir suponía hablar con verdad y libertad.
Esa trilogía, sobre todo la parresia, el atreverse a decirlo todo, constituía la forma de participar en la política. De hecho, la palabra siempre fue vista en la Hélade (Grecia) como la forma de hacer política: hablar para ponerse de acuerdo y resolver los problemas que hay en la «polis», en la «ciudad». La palabra también es «logos», pensamiento, razón y «razón de ser» de las cosas. Pero aquí hay que destacar que parresia es, precisamente, el hablar con verdad, con franqueza y con la convicción de que uno mismo se empeña en ese decir.
La parresia, el «decirlo todo», formó parte también de la paideia griega, la llevaba a cabo el maestro respecto al discípulo. Como era responsabilidad del maestro «decirlo todo», ese decir era escuchado atentamente por el pupilo. Por eso era difícil encontrar un buen maestro, un parresiasta. A veces, incluso, el discípulo que buscaba un maestro batallaba para encontrarlo. Era difícil encontrar un parresiasta porque no siempre el discípulo estaba dispuesto a escuchar lo que no le gustaba que le dijeran. Era más fácil encontrar un adulador.
La parresia cambia de sentido cuando apareció el cristianismo. Ahora la responsabilidad de «decirlo todo» ya no recaía en el maestro, mejor dicho, en el director del alma, sino en el dirigido. Es lo que dio origen a lo que hoy conocemos como la dirección espiritual. «Decirlo todo» cobró, entonces, una connotación directamente sobre el «cuidado de sí». Este «cuidado de sí», basado en el «conócete a ti mismo», en los griegos, tenía como responsable al maestro; en el cristianismo tal responsabilidad pasó al discípulo, al dirigido, al penitente (1).
Como se aprecia, hay dos ámbitos sobre los cuales la parresia incide directamente: 1) el político y 2) el ético-antropológico. El «decirlo todo» tenía, tanto con los griegos como con el cristianismo de los primeros siglos (y el cristianismo en su núcleo), una fuerte connotación que iba más allá del discurso retórico como del discurso filosófico. «Decirlo todo» no buscaba convencer a nadie ni demostrar nada. Significaba simplemente «decir la verdad», pronunciarla, indicarla, mostrarla. En ese reconocimiento uno mostraba quién era.
El «conócete a ti mismo» era el fin del «cuidado de sí». No había tarea humana más relevante que esta, tanto para los griegos como para los primeros cristianos y los Padres de la Iglesia. En el cuidado de uno mismo estaba la clave para la felicidad, el vivir bien, la vida buena y la humanización. En el cristianismo esa tarea significaba, además, el cuidado del alma, el conocer el principio y fundamento de nuestro ser en Dios, origen y destino último de la existencia. Ni todo el dinero ni todo el poder valen lo que una persona vale.https://a3a67bcef28c42ded61260c931188241.safeframe.googlesyndication.com/safeframe/1-0-40/html/container.html
El «decirlo todo» tiene también una relevancia política. Decir la verdad es la mejor forma de construir la «polis». Participar en los asuntos públicos con el derecho de hacer valer nuestra voz es una prerrogativa que, como ciudadanos y ciudadanas, tenemos. Conocer la verdad es imprescindible para resolver los problemas que, como sociedad, padecemos. Hacer política de espaldas a la realidad es pervertirla, es caer en la demagogia. El gran error de muchos políticos es rodearse de aduladores. Necesitan un parresiasta, alguien que les diga lo que son realmente, lo que ven realmente, no sólo de la situación de la sociedad que gobiernan, sino de ellos mismos.
(1) M. Foucault, Discurso y verdad. Conferencias sobre el coraje de decirlo todo. Grenoble, 1982/ Berkeley 1983, Siglo XXI, México 2020, pp. 27-59.