A mi hermano Filo, en su cumpleaños;
a mi compadre Tito, también en su cumpleaños;
y a la memoria de don Rodolfo Ruiz, por el mismo motivo.
Por Dr. Fidencio Aguilar Víquez
Muchos vimos el debate presidencial del domingo próximo pasado. Ríos de tinta y/o de megabytes han corrido y desembocado en la opinión pública (y publicada). Las hermenéuticas se han expresado, desde las más comunes hasta las más sutiles. Unas han sido pensadas, otras más bien sentidas al calor de las entrañas (y de los instintos, sin duda alguna). Hay una cierta opinión dominante en el sentido pugilista que se rige por la pregunta: ¿Quién ganó? O por su contraria cuando lo anterior no es posible: ¿Quién perdió?
En principio son buenas preguntas y buena la imagen (boxística), pero tampoco dicen todo lo que hay en el fondo. No hay que olvidar que las lecturas políticas tienen que apuntar hacia lo no dicho, pero sí expresado latentemente. La imagen, para comenzar, no es tanto la del boxeo, sino, de ser así, la de la lucha libre, aunque no aplica del todo, porque en ésta la gente grita, se emociona, lanza objetos al cuadrilátero. La gama de opiniones, en general, se divide entre quienes vieron el evento como un buen ejercicio democrático y los que no.
Lo que se vio ahí está: las candidatas y el candidato hicieron lo que hicieron y dijeron lo que dijeron, igualmente la moderadora y el moderador. Eso es un hecho, un dato, algo perceptible por todos. Fuera de ello, todo es lectura, interpretación, hermenéutica, que, más allá de lo perceptible sensiblemente, es sin embargo lo más relevante para formarse una opinión. Y esto, en realidad, es el auténtico debate, porque debatir, en efecto, es confrontar ideas, planteamientos, argumentos, posturas y todo lo que tenga que ver con un análisis lo más pormenorizado posible. Desde luego, eso no lo vimos en el debate.
El debate hubiera sido tal, si se hubieran analizado los asuntos públicos con detalle, viendo pros y contras de los enunciados, de las propuestas o planteamientos lanzados en las preguntas. Las preguntas, por cierto, fueron lo mejor del evento, porque recogieron inquietudes, problemas, asuntos que afectan a la sociedad en general o a algunos de sus sectores. Las preguntas representan problemas (visibles o latentes) y, como la política busca resolver los problemas de una comunidad, provincia o país, era lo más lógico presentarlas a quienes buscan encabezar la solución política de tales asuntos.
El único que se quejó de tal aluvión de inquietudes y planteamientos fue el presidente de la República; dijo que tales comentarios, cuestionamientos y preguntas suponen que “no se ha avanzado”. Descalificó ese ejercicio porque “no toma en cuenta lo avanzado”, dijo. Hay un terrible divorcio de él con algunos sectores de la sociedad. Pero volvamos al debate sobre el llamado debate. No se dio el análisis propiamente y, por tal motivo, no alcanzó ese estatus. No hubo, lo que en el pensamiento clásico se denomina disputa, con un claro vencedor o vencedora en virtud de sus argumentos.
Si buscamos una buena referencia de los debates podemos mirar las llamadas Quaestiones disputatae de la escolástica clásica. Tomás de Aquino, Duns Escoto, Pedro Abelardo, entre otros son excelentes representantes de tales ejercicios. La dinámica era más o menos esta: 1) Se planteaba la cuestión, el tema, la situación (quaestio) al debatiente; 2) El debatiente analizaba los argumentos en contra (los que ponían en entredicho su postura o tesis); 3) Luego, basado en una evidencia o argumento de autoridad (hoy diríamos, alguna tesis científica o evidente) planteaba que tales argumentos en contra son inválidos, incompletos o falsos; 4) En base a tal evidencia o argumento, refutaba cada uno de los cuestionamientos.
Con ello, el debatiente confirmaba la validez de su propia tesis o planteamiento. Así procedía cada uno de los debatientes. Todo esto ante el claustro de los profesores (en el caso de las universidades) o de los integrantes de una comunidad. Hoy sería ante la sociedad misma, o, para ser más específicos, de los posibles electores. Sólo aludo a lo que era un buen ejercicio para debatir y a partir de lo cual se denomina debate a una confrontación de ideas y argumentos, en donde quien lo hacía mejor ante una determinada comunidad, vencía.
Lo que vimos el domingo estuvo lejos de esos ejercicios. La candidata oficialista no tomó los cuestionamientos para analizarlos minuciosamente, ver su estructura, mostrar su insuficiencia, deficiencia o falsedad. Simplemente eludió y evadió todos los cuestionamientos a su forma de hacer política y/o a lo que representa. Varios analistas señalan que asumió su papel, siguió el guion que le marcaron y de ahí no se salió. Y eso lo dan como victoria. Pero seguir el guion no significa ser buen actor ni, mucho menos, debatir y ganar un debate. No al menos en lo que es y significa un debate.
La candidata opositora, por su parte, si bien tenía muchos datos y aludió a hechos visibles, no pudo articular un argumento consistente, claro y demoledor. Les habló a los candidatos y no tanto a los electores (al claustro que escuchaba). Su evidente nerviosismo eclipsó su espontaneidad y soltura con que suele abordar los temas. Por así decirlo, por atenerse al guion que tenía o que le dieron, no pudo ser ella misma y argumentar con claridad. El guion, insisto, no lo es todo. Y no lo fue ni para la oficialista ni para la opositora.
De Máynez, como él mismo se catalogó, no me queda sino su sonrisa forzada. Además, sus planteamientos no rebasan ciertas falacias entre la fundamental distinción que quiso entablar. La de la “vieja política” y la “nueva” que dice representar. No se trata más que de un discurso que contrasta con los hechos. Critica la “vieja política” que, dice, no quiso verlo en la boleta electoral, pero no critica a Dante Delgado, prominente personaje de esa “vieja política”. Desde luego, tampoco critica a los “chapulines” de ese sector que ahora son fosfos naranjas, como Alejandra Barrales y Sandra Cuevas. Con los hechos desmiente su decir.
El ejercicio no deja de ser positivo, pero, si quienes intervienen en él no están dispuestos o dispuestas a contestar en serio y a proponer en serio, ¿cómo pueden convencer a los electores, sobre todo los indecisos, que buscan pistas, alguna al menos, para orientar el sentido de su voto? No sólo eso, ¿cómo van a gobernar para resolver, en serio, los grandes y graves problemas del país? Las cerca de 24 mil preguntas recogidas, de las cuales los moderadores formularon sólo algunas, muestran que hay problemas serios en el país.
Soslayarlos y decir que estamos bien o que vamos bien, no sólo es no saber debatir, sino darle la espalda a la realidad. Gobernar de ese modo nunca va a resolver ningún tipo de problema ni va a abrir un horizonte de paz, bienestar, progreso y desarrollo humano auténtico. Para resolver problemas primero hay que reconocerlos, saber que están presentes y que nos afectan. Luego hay que conocerlos a fondo, ir a su entraña para saber cómo desactivarlos, reconducirlos y/o transformarlos en oportunidades de crecimiento para el país. Si se hiciera eso, estoy convencido que los jóvenes y las nuevas generaciones estarían aprendiendo a involucrarse en el conocimiento y la solución de problemas comunitarios.