Por Dr. Fidencio Aguilar Víquez
Agradezco al Señor por el don de la vida,
por estos 58 años de existencia. ¡Gracias, Señor!
No todo lo que se ve puede decirse tal como se mira. La realidad siempre es más amplia que nuestra representación de ella. Por su parte, lo representado en nuestra mente, no puede decirse del todo. Nuestra palabra viene, así, a ser todavía más limitada respecto de la realidad de la cual quiere decir algo. Muchos factores de la realidad quedan fuera tanto de la mirada como del decir. Con todo, la mirada misma y el decir, son lo más viable para ubicarnos en el horizonte de lo real, aunque también son lo más frágil y escurridizo que hay.
De ahí que el decir y la escritura, el lenguaje mismo, cobren un lugar preponderante para caminar sobre los senderos de lo real y de la existencia consciente que los alumbra. Podemos caminar sobre los senderos ya establecidos o, bien, incursionar sobre su maleza para descubrir nuevos secretos y trazar nuevos rumbos de ese bosque tan amplio y, a veces, inabarcable. Podemos también perdernos y, si no vamos bien provistos, perecer o, al menos, sufrir los estragos de una pérdida que nos convenza de ya no regresar a ese lugar.
El lenguaje, pues, se vuelve vital, como una suerte de mapa que nos va a orientar en la realidad que vemos y tocamos. Si volvemos la mirada hacia esos asuntos que denominamos “la política” o “lo político” podemos apreciar por qué el decir se vuelve relevante. Primero, porque la política es un decir que pretende resolver problemas de una comunidad (ciudad, provincia, país). Es un decir, además, que pretende convencer a los interlocutores de que lo que se propone es algo viable, posible, para superar el problema o conflicto.
A partir de ese decir que busca las soluciones a los problemas comunes, el político (hombre y/o mujer), es la persona que logra acuerdos porque convence, porque su decir presenta los suficientes argumentos para adherirse las voluntades de sus interlocutores en torno de su propuesta. Así nace, siempre, la política. Se trata, por tanto, de un decir convincente. Convincente porque trata, se esfuerza en ello, de reflejar la realidad. En el fondo, es la realidad misma la que, en los avatares de la vida, nos presenta problemas, obstáculos y conflictos para nuestra existencia cotidiana. La política es un instrumento para superarlos.
El poder convencer a los demás de una propuesta para resolver los problemas de la vida cotidiana, la política, es un arte, un arte del decir que se vuelve hacer. No todos pueden, porque carecen de ese poder-decir, tomar las energías sociales para resolver dichos problemas. ¿De qué depende que ese decir se torne poder y se encamine a la decisión para superar los multicitados problemas? ¿Es el percibir y mirar con atención la realidad para ubicar los problemas y sus posibles soluciones? ¿Es el saber que brota incluso superando la mera percepción sensible, como lo es la ciencia y el conocimiento calificado? ¿O es la decisión final, por las instancias de poder establecidas legitimadas por el Estado y sus instituciones?
El decir, el lenguaje, que nunca abarca la realidad toda, pero que incide en las decisiones de la colectividad y sobre ésta, puede no sólo desvincularse de esa realidad, sino que puede pervertirse; de hecho, en la dinámica política, suele pervertirse. Los sofistas y la sofística siempre están como amenaza latente de lo político, de lo político en el sentido genuino del decir que busca y logra resolver los problemas (en este sentido, no hay auténtica política que no dé buenos resultados). Tal amenaza la vemos desde los albores de la civilización hasta nuestros días.
De espaldas a la realidad, el lenguaje puede pervertirse y manipularse. Esto se debe a que hay una “zona gris” epistemológica entre la representación de la realidad (y su respectiva codificación cultural para que cada individuo de una comunidad se “ubique” a sí mismo) y las teorías científicas y filosóficas que explican el principio del orden empírico comprensible. Merced a esa “zona”, se ha desvinculado, particularmente desde el siglo XIX, la representación de las cosas y el lenguaje como el decir de esas cosas (M. Foucault dixit) (*)*.
El lenguaje, entonces, deja de ser el vínculo y el vehículo de las cosas y su representación. Las cosas y el mundo de lo real manifiestan sus fenómenos y el lenguaje camina, aparte, por su lado. Por ello es posible, volviendo a la política, mirar la realidad y generar otra configuración epistemológica, “otros datos”. La esfera de esa caterva discursiva, más que epistémica, es volitiva. No es lo que se mira, las cosas tal como son y/o como se manifiestan, sino lo que se decide: la voluntad de poder, los “valores” propios que el poderoso crea.
Esos valores pueden ser unos en un momento y en otro, otros distintos y contrarios. No hace falta que repita yo lo que varios analistas políticos han señalado respecto del presidente López Obrador y de su gobierno. Tampoco lo que la candidata presidencial oficialista repite de aquél. ¿Esta actitud se da en la oposición? Quizá no en la misma medida que el Ejecutivo federal y su movimiento, pero hay un detalle que muestra fehacientemente nuestro aserto. Cuando los líderes de la coalición opositora dijeron que se abrirían a la sociedad para que ésta ocupara espacios de elección popular, no pasó del mero discurso.
Vemos a los políticos de siempre. Los mismos que señalan el divorcio entre el Presidente de la República y la realidad, son los mismos que se divorciaron de la sociedad, en cuyo nombre hablaban y siguen hablando. Y ahora buscan convencerla de que son la mejor opción. No niego la grave situación en que está la República, y el apremio con que exige a sus ciudadanos de participar copiosamente en los procesos electorales que corren. Pero debe advertirse también su incongruencia política y su manipulación del lenguaje.
La defensa de la República, de la división de poderes efectiva y de la democracia, exige una reforma del Estado de derecho donde eso quede bien establecido y fortalecido. Pero exige también una profunda reforma de los partidos políticos, para democratizarlos y hacerlos, efectivamente, entidades de interés público, donde la sociedad intervenga en su vida interna. Así como se necesita acotar el presidencialismo, para que no invada ni coopte a los otros poderes ni absorba o destruya a los organismos autónomos, así es preciso acotar a los partidos políticos para que no sigan siendo burbujas de poder burocrático. A poco menos de dos meses de la elección, la sociedad puede dar una sorpresa, tanto al oficialismo como a la oposición.
* Cf. M. Foucault, Las palabras y las cosas, Siglo XXI, México 2012, pp. 14ss