Era mucho más que un actor de época, o que un espejo en el que se miraron tantos actores. La rabia con la que se revolvió contra el pedestal que le tenía preparado el cine, sólo es comparable a la gran dedicación y la furia que puso en destruirse a sí mismo: del exceso de gloria al exceso de carne y de tragedia
OTI RODRÍGUEZ MARCHANTE / ABC
UNO: Marlon Brando está envuelto de lo que todo el mundo hubiera querido ser. Dos: Mirar a Marlon Brando fue siempre mirar a una brújula. Tres: Pero ni las brújulas se llevan a sí mismas a ninguna parte ni Brando consiguió llegar a donde su destino presagiaba. Nadie, ni siquiera él, dudó nunca de su talento para la interpretación al borde del precipicio: ser Marco Antonio en «Julio César» o ser sólo la primera parte de «El padrino». Pero, tal y como sospechaba, tener un talento descomunal es el mejor modo de despeñarse.
Este Brando despeñado es el chasquido, la imagen, el flash de su biografía. Un hilo de tragedia ha recosido sus dos vidas, la de actor y la otra, dejándolo como un Frankenstein que interpretara su papelón mientras que todo el mundo, desde Strasberg o Kazan hasta usted o yo, aplaudimos mientras se quema por completo en la última escena.
De todos los Brandos posibles, el más despeñado, el más hundido, el más quemado era aquel que compartió un piso vacío con María Schneider en «El último tango en París». Era aquel hombre enlutado por dentro y viscoso por fuera la versión deprimida y desfondada del Stanley Kowalski de «Un tranvía llamado deseo»… Entre el uno y el otro no existe más terreno que el que hoy o mañana le echarán encima. El estertor y la tensión de Kowalski se apaga y se aplasta con un gesto obsceno —como una toba contra un cenicero, como un chicle contra una barandilla— en ese Paul canoso que se humedece por dentro a la arrancada de un tango.
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De cómo llegó Marlon Brando a llenar ese gran espacio vacío que tenía Coppola en «El padrino» se ha escrito tanto que es imposible no ver los algodones en la mandíbula de Don Vito (se presentó de incógnito a una prueba con la boca llena de relleno, el aspecto arrugado de Don Vito y la voz quemada por el uso del poder). Hiciera o no hiciera Brando el número del algodón, el susurro del padrino atravesará los siglos sin perder ni un decibelio ni una gota de su eficacia. Y se puede atar otro nudo: del grito de Kowalski al susurro de Vito Corleone.
«El padrino 2» vino con un trío de certezas: superar al primero, construir un pequeño dispositivo por el cual se echara de menos a Brando sin que faltara nadie y…, hacer imposible una relación lógica entre el Brando de «El padrino» y su pasado en el Terry Malloy de «La ley del silencio», aquel ex boxeador que cuida de las palomas mensajeras, del silencio en los muelles neoyorquinos y del presente de subjuntivo de Eva Marie Saint.
Sabemos por el segundo «padrino» que el pasado de Don Vito Corleone es Robert De Niro, pero no hay que descartar la masa poética que pondría en ese pasado el muchacho Malloy, tan poco hablador y con la misma «chupa» a cuadros que De Niro. Aceptemos que Terry Malloy y Vito Corleone nunca tuvieron nada que ver; pero sólo a cambio de aceptar también que ambos personajes le dieron un Oscar a Marlon Brando. Estuvo nominado en otras seis ocasiones, pero sólo lo ganó estando en ellos.
Pero Marlon Brando es mucho más que un actor de época, o que un espejo en el que se miraron tantos actores grandes. La rabia con la que se ha revuelto contra el pedestal que le tenía preparado el cine sólo es comparable a la gran dedicación y la furia que ha puesto en destruirse a sí mismo: del exceso de gloria al exceso de carne y de tragedia. Nada había en sus últimos años próximo a él y se enfrentaba al cine con la risotada de Falstaff. Su vida era como un helado derritiéndose en un cucurucho demasiado pequeño, y el concepto «los suyos», sus mujeres, sus hijos, no era más que una cáscara de nuez en la cisterna de su Niágara.
Afortunadamente para él, el verbo escuchar nunca lo conjugó, y de ese modo se pudo ahorrar el ruido de los golpes que también le dieron cada vez que se acercó al cine (si alguien tuvo la delicadeza de ver anoche «The score» —«Un golpe maestro»—, vio también al último Brando junto a los dos únicos actores capaces de mirarle a los ojos sin temblar, Robert De Niro y Edward Norton).
Despreció siempre las críticas y los críticos, y tal vez por eso nunca tuvo otra cosa que elogios envueltos en displicencia o desprecios envueltos en admiración. En «Ellas y ellos», en «Sayonara», en «Reflejos de un ojo dorado», en «Queimada», en «Supermán», en «La condesa de Hong Kong»…, hasta en «Apocalypse now», donde consigue impregnarte los ojos de atrocidad, en todas estas películas, y en muchas más, Brando ha sido cazado a arponazos. Sólo dirigió una película, «El rostro impenetrable», un alud de provocación cinematográfica y peculiaridad que le cayó por completo encima.
Su última época fue peor, y puede encarnarla casi en soledad el Torquemada que hizo para John Glen y su «Cristóbal Colón». Su paso por España para rodar aquello fue equiparable en «mala prensa» y en postura torva al del personaje que interpretó.
Hace un par de años, Coppola tuvo el gran acierto de remontar de nuevo el río arriba de «Apocalypse now», una versión completa de la película que incluía tres escenas clave que se habían suprimido en su estreno por cuestión de tiempo o de espacio. Una de esas escenas era entera de Marlon Brando: esa larga y espeluznante escena final con la sombra del coronel Kurtz recociéndose en los líquidos de su propia locura. La complejidad y minuciosidad con la que el mejor Brando había captado y reflejado el alma de Kurtz aparece en todo su esplendor oscuro en esta nueva revisión de «Apocalypse now». Y ésa es la última vez que Marlon Brando miró a una cámara con furia, para doblegarla, para ponerla a sus pies como a un animal vencido.
A Brando, aquí no le quedaba más que morirse. Hollywood y él se miraban con asco y desconfianza, y la vida hace ya tiempo que le retiró la tarjeta de crédito: ni un centavo para Brando. Pero él se va con paso de paquidermo y la risotada de Falstaff. ¿Qué le ha dejado Brando a la muerte?… Sólo su excedente: carne de más. Que se la lleve, pues. El resto nos lo tendremos que quedar por aquí, su orla, su brújula, su significado, su póster… y ya veremos lo que hacemos con ello en los próximos milenios.
Esta ‘Tercera’ fue publicada en ABC tras la muerte del actor en 2004
Fuente: https://www.abc.es/play/cien-anos-marlon-brando-poster-20240403104934-nt.html