Desde que decidió arrancar en el lejano 2022 su sucesión presidencial, el presidente no se ha cansado de violar el principio básico de cualquier elección democrática, que es la equidad
ANA FRANCISCA VEGA / EL PAÍS
Hace un par de días el presidente López Obrador usó el micrófono de la mañanera para hablar sobre un posible golpe de Estado en México, en esta ocasión, orquestado desde el Poder Judicial. No es la primera vez que lo hace. La consultora SPIN de Luis Estrada, que ha hecho un meticuloso seguimiento de todas las conferencias de prensa del presidente, desde el arranque de su sexenio, ha documentado 167 ocasiones en las que López Obrador se ha referido a la posibilidad de que en el país ocurra un golpe de Estado en su contra. El enemigo es siempre el mismo, aunque vestido del estilo y color que convenga ese día: medios de comunicación corruptos, oligarcas conservadores, empresarios que buscan recuperar sus privilegios, organizaciones hipócritas y manipuladoras.
En esta ocasión, la amenaza viene de jueces y magistrados, acusa el presidente en una mañanera. La oposición, dice, a través del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, órgano encargado de calificar las elecciones del próximo 2 de junio, está buscando promover un “golpe de Estado técnico”, un “golpe de Estado desde los tribunales”. Se queja el presidente de la ley, que él mismo impulsó, porque le ordena no hablar sobre las elecciones: “Con la amenaza de que van a levantar un listado de todas las supuestas infracciones que yo cometa, para darle valor o utilizarlas las infracciones en el momento de la calificación de la elección”.
La nueva acusación de López Obrador prenderá entre sus seguidores ―siempre dispuestos a defender al presidente-víctima― y será repetida ad nauseam durante la campaña electoral. Su candidata rápidamente ya comenzó a hacerlo.
Sin embargo, a estas alturas del sexenio ―y francamente de su carrera pública― se vuelve cansada la historia del político-víctima y del político-a-mí-no-me-vengan-con que-la-ley-es-la-ley. Desde que él decidió arrancar en el lejano 2022 de forma adelantadísima su sucesión presidencial jugando con nombres de los posibles aspirantes en su conferencia ―a los que después llamó “corcholatas”― el presidente no se ha cansado de violar el principio básico de cualquier elección en una democracia funcional, que es la equidad. Qué bien que el Tribunal se lo recuerde las veces que sea necesaria, aunque se enoje; qué bien escuchar de su presidenta que los magistrados serán imparciales y calificarán la elección tomando en cuenta el contexto y sus resultados. México necesita instituciones electorales fuertes y autónomas.
Esta semana el analista José Antonio Crespo proponía en su columna en El Universal un análisis de cuatro escenarios posibles basados en dos variables básicas: quién gana la elección y por cuánto; Claudia Sheinbaum por amplio margen, Claudia Sheinbaum por margen estrecho (3% o menos), Xóchitl Gálvez por amplio margen o Xóchitl Gálvez por 3% o menos. El esquema es útil para pensar en los posibles escenarios postelectorales y su eventual nivel de conflictividad, pero también para revelar por qué el presidente quiere sembrar la idea de un fraude electoral, golpe de Estado técnico o como se le ocurra llamarlo en los próximos dos meses.
Debe quedar claro que la idea de un golpe de Estado técnico le sirve al presidente solo en el escenario de una elección que se cierra entre su candidata y la opositora Xóchitl Gálvez. Si hoy López Obrador usa esa carta es porque hay algo en su plan que parece no ajustarse a lo planificado. Por ello pone en tela de juicio la autonomía y buen trabajo del sistema electoral mexicano, como lo ha hecho ya en el pasado. Haciéndolo no solo abre un camino para no reconocer un eventual triunfo de la candidata de oposición, sino que abre una vía para seguir interviniendo y manipulando el proceso electoral y las decisiones de los integrantes de las instituciones que componen el sistema.
Si, por otro lado, el presidente López Obrador piensa que su candidata está haciendo una campaña espectacular y que, con su ayuda y la de los gobernadores morenistas, va a arrasar en las elecciones, ¿por qué hablar sobre un golpe en su contra? ¿Para debilitar aún más a las ya de por sí golpeadas instituciones electorales? ¿Para tratar de eliminar el margen de acción de la oposición que, sin duda, impugnará el proceso? Cualquiera que sea su razón, es injustificada y la peor de las señales del que se exhibe como todo, menos demócrata.
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