En 1874, un grupo de artistas franceses se reunió en París para organizar la primera exposición de arte impresionista. Escandalizaron al público, a la academia y a la prensa. Marginados de los salones burgueses de entonces son hoy un valor seguro de museos y subastas
ANTONIO LUCAS / PAPEL
No lo podían saber, pero de algún modo rompieron las amarras del siglo XIX volteando la pintura, a la contra de sus coetáneos, casi en boicot, de espaldas a la Academia y a todos los cánones. Tampoco se bautizaron como grupo, ni pretendían ser otra cosa que opositores del arte gastado, perlado y burgués que se hacía sitio en los salones. El nombre genérico, eso de «impresionistas», lo asestó el crítico Louis Leroy en un artículo publicado en 1874 -hace 150 años- y en un semanario satírico, Le Charivari. Escribió con burla del grupo de pintores que ese año, en el estudio del fotógrafo Félix Nadar, configuró su propia aventura con la firma del acta de constitución de la «Société anonyme coopérative des artistes peintres, sculpteurs et graveurs«. Y semanas después juntaron allí mismo algunas de sus obras para dar cuenta de otra manera de pintar, para salirse del surco oficial.
Dicen que 3.500 personas visitaron aquella exposición inaugural. En esa primera cita hubo 30 artistas, entre ellos Monet, Renoir, Degas, Morisot, Pissarro, Sisley y Cézanne. Leroy extrajo el lema de su artículo, La exhibición de los impresionistas, del título de uno de los cuadros expuestos. El de Monet: Impresión, sol naciente (1873). Así prendió todo, entre risas y suspicacias por su trabajo, mientras eran marginados en el pomposo Salón de París (1863-1881) y, por suerte, los periódicos se escandalizaban por lo que venían a hacer.
Los impresionistas surgieron sin más protocolo, pero con la conciencia clara de ser lo opuesto al sistema del arte de finales del siglo XIX. Entre 1874 y 1886 realizaron ocho exposiciones en la ciudad. La pincelada suelta. El caballete instalado principalmente en la calle, en el campo. Tres colores dominan: azul, rojo y amarillo. Buscan dar cuenta de la naturaleza cambiante. Apuestan por la disolución de la forma. Excluyen el dibujo y se sugiere el volumen. Hay una intensa vibración en esta pintura. Durante mucho tiempo, los artistas que orbitan alrededor de esta escuela fueron considerados unos pintamonas por parte de los artistas biempensantes, del público adecuado a las convenciones. Pero un hombre sagaz y anticipado se obsesionó bien con ellos, Paul Durand-Ruel (1831-1922), marchante de arte, monárquico hasta lo blando del hueso, contrario al sufragio universal, católico de misa diaria instalado en Londres, donde la guerra franco-prusiana y el polvorín de La Comuna (1870-71) exiliaron también a algunos de estos creadores rebeldes. Por ejemplo: Monet y Pisarro.
Durand-Ruel fue el primer marchante capacitado para entender lo que tenía delante. Después llegó Ambroise Vollard. Con París espantado, ayudó a los impresionistas, financió materiales de trabajo, alquileres, médicos. Pasaba de las burlas. Jamás firmó con ellos un papel: se creyeron mutuamente. Era un pacto entre caballeros. Le debían la posibilidad de vivir pintando. Así que Paul Durand-Ruel aguardó sin prisa. E, irremediablemente, acertó.
Sus protegidos estaban abriendo la puerta al cubismo de Picasso, al fauvismo de Matisse, al abstracto de Kandinsky. Fundaron una nueva astronomía. Después de incordiar en París, el marchante dio a conocer los cuadros de su pálido rebaño de pintores en Nueva York, en la American Art Association. Expuso 300 obras y el éxito prendió, como no estaba previsto. Algunos coleccionistas compraron con entusiasmo. Poco después abrió galería propia en Manhattan. Era 1888. Después los expuso en Londres. Y aupó los precios hasta que en los primeros compases del siglo XX, el impresionismo fue aceptado y ya era caro. Al poco de morir Durand-Ruel, Monet dijo esto: «Los impresionistas habríamos muerto de hambre sin él. Se lo debemos todo»».
Más de un siglo después son los monarcas de las subastas del último medio siglo. Un ejemplo: en mayo de 2019 una pieza de Monet pintada en 1890, Meules, y tasada en precio de salida en 55 millones de dólares pulverizó cualquier estimación al alcanzar el remate de los 110 millones en la subasta que se celebró en la sede neoyorquina de Sotheby’s. Tres años después, en 2022, el gigante de otra sesión de mercado fue un cuadro de Georges Seurat, Les Poseuses, Ensemble (Petit version), fechado en 1888, que llegó a los 149,24 millones de dólares. Y así se fueron sumando cifras siderales sucesivamente.
¿Y como se aúpan aquellos artistas desclasados hasta convertirse en el estatuto de la nueva modernidad? Lo explica Guillermo Solana, director del Museo Thyssen-Bornemisza y experto en este periodo: «Desde mediados de la década de 1860, algunos pintores que admiraban a Manet (entre ellos Bazille, Degas, Monet, Renoir y Sisley) y se veían todas las semanas en el Café Guerbois de la Avenue de Clichy, decepcionados por los repetidos rechazos en las exposiciones anuales del Salón oficial, planearon organizarse para exponer su obra. Más que expresión de un combativo espíritu vanguardista, las exposiciones independientes eran el único camino entre la opresiva tutela estatal y la debilidad del mercado de arte. Y los impresionistas inventaron la fórmula mágica que haría escuela durante un siglo de arte de vanguardia: separarse de las instituciones oficiales para presentarse ante el público como un nuevo grupo independiente».
También Estrella de Diego, ensayista y catedrática de Arte Contemporáneo de la Universidad Complutense, diagnostica: «No olvidemos que los impresionistas preludian un ocio burgués que está aún por venir. Y que una vez asumidos, no incomodan a nadie, no complican nada. La suya es una pintura bonita… Cuando los impresionistas aparecen, la sociedad francesa está (de algún modo) lista para afrontar algunos cambios. Y tampoco hay que olvidar el valor del arte fotográfico, que crece en paralelo a ellos. La fotografía también impulsa la misma modernidad que buscan los impresionistas: vitalista, moderna, novedosa. Igual que Picasso no se puede entender sin el cine, a estos artistas es difícil hacerlo sin la foto».
De hecho, fue en el estudio del fotógrafo Nadar donde se dieron cuerda a sí mismos. El tiempo los ha convertido no sólo en Midas del mercado del arte, sino en el tumultuoso apostolado de la pintura burguesa. Solana tiene explicación para concretar por qué su legado permanece en el tiempo casi inalterado, incluso la razón por la que las generaciones últimas, pantallizadas, acuden a las salas de museo cuando el reclamo es el impresionismo. «Es que el impresionismo francés representa todavía, como el Renacimiento italiano representó durante mucho tiempo, un momento de mágico equilibrio. Objetividad y subjetividad, naturaleza y pintura, realidad y abstracción (por decirlo de una manera muy tosca) aparecen en ellos compensadas entre sí antes de que el caudal de las vanguardias desbordara todos los diques. Y ese es un punto al que el público siempre desea volver».
Así el impresionismo se consolidó amortizando bien el leve conflicto causado. Pasó años de purgatorio, pero nunca decayó el interés de los coleccionistas internacionales por abatir una pieza. Los museos de arte moderno también saben que los impresionistas son un ajuar rentable. Sus recintos sagrados en Francia son el Musée d’Orsay, el de la Orangerie, el de Giverny, el Musée Granet, el Musée des Beaux-Arts André Malraux, el de Le Havre. En Londres, la National Gallery y el Courtauld Institut Gallery. En Rusia, el Pushkin y el Hermitage. En Madrid, el Museo Thyssen-Bornemisza. En EEUU, el Metropolitan y el MoMA de Nueva York. «Los impresionistas, como los artistas pop, son invocados por el mercado. El consumismo está de su parte», dice De Diego. «Ambos movimientos alimentan la trampa de la figuración: nos tranquiliza porque creemos que la entendemos».
Y en este sentido, Guillermo Solana es tajante: «Ellos no tienen la culpa de lo que se ha hecho con su obra y con su leyenda. La fama siempre es un malentendido…». El impresionismo es un valor seguro. Su estela no influye estéticamente en el arte de las últimas décadas, pero su valor simbólico continúa dando sístole y diástole a tantos museos. Y pensar que todo comenzó con unos artistas airados, el rechazo general a su obra, la invención del tubo de pintura de estaño con tapón de rosca que les permitió salir a pintar plein air, un marchante huroncísimo y un cuadro de pequeñas dimensiones (48 x 63 cm.) donde Monet da cuenta de la luz del amanecer, a las 7.35 de una mañana de noviembre de 1872, desde una habitación del tercer piso del hotel de L’Amirauté, frente al puerto de El Havre, y lo titula Impresión, sol naciente… Lo que parecía un amanecer era, en verdad, un desplante colérico contra los valores del arte establecidos en aquel tiempo. El impresionismo tardó en impresionar, pero pronto se afianzó como una cantera formidable de negocio. Todos ganan. La historia es así.
Fuente: https://www.elmundo.es/papel/cultura/2024/02/13/65cb996cfc6c83917e8b45d1.html