El progreso nos ha proporcionado ventajas clave para nuestra supervivencia, pero también nos ha empachado de comodidades. Michael Easter nos prescribe en ‘La trampa del confort’ una vida con menos excesos y más actividad física frente a nuestro sedentarismo y glotonería
ISRAEL ZABALLA / PAPEL
Ni el smartphone, ni la inteligencia artificial, ni el avión supersónico: el mullido sofá reclama su derecho al trono como símbolo de nuestro tiempo. Con un desganado resoplido nos entregamos a sus acolchados brazos y matamos las horas remoloneando entre una jungla de cojines. Es cómodo el progreso: puedes quedarte tumbado en él a lo Homer Simpson y pedirte una pizza mientras ves por la tele la enésima temporada de una serie de zombis que mueven más los pies que tú.
Así es como nos hemos convertido en una sociedad de comodones: bienvenido al club del Homo Confortensis Occidentalis. O sea, nosotros: la generación humana que menos calorías invierte en sobrevivir. La del colchón visco látex, el aire acondicionado y los obedientes asistentes de voz. Solo un cavernícola – quién si no- renunciaría a estas condiciones para regresar a la fría y oscura cueva plagada de ratas y murciélagos.
¿Y? Pues que, aun así, hay una factura a pagar. Admitiendo todo lo bueno que la ciencia y la tecnología han aportado a la humanidad -ahí están las vacunas, el sistema de alcantarillado, o la lavadora, como diría Johan Norberg-, algunos expertos argumentan que estamos atrapados en algo así como un cepo de algodón.
Sí, tenemos comida en la nevera, pero también un sobrepeso dañino para la salud. Sí, tenemos móviles con todo tipo de apps, pero también adicción a las pantallas. Sí, tenemos coches conectados a internet, pero también el estrés por los atascos. Sí, tenemos sillas ergonómicas, pero también más cardiopatías. ¿Qué nos pasa, doctor?
La respuesta viene del escritor y aventurero Michael Easter, que ahora publica La trampa del confort. Por qué una vida sin comodidades puede sanarnos física y emocionalmente (Editorial Península). Este norteamericano nos prescribe el malestar en pequeñas dosis para ser más felices. Y predica con el ejemplo: él mismo probó de su propia medicina cuando el alcohol le echó un pulso y llevaba las de perder. «Me estaba matando», confiesa en su ensayo.PARA SABER MÁS
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Conectado por Zoom desde su casa de Las Vegas, Easter revive cómo fue el momento de su epifanía: «Había intentado dejar de beber de muchas formas, pero siempre buscando las fórmulas más sencillas y nunca funcionaba. Asumí que sería muy duro mantenerme sobrio y efectivamente lo fue. Pero aceptando aquella incomodidad a corto plazo mi vida mejoró radicalmente en el largo».
Aquella experiencia, además de abrirle los ojos en lo personal, le inspiró su tesis fundamental: «Los avances que más nos impactan en los países desarrollados están diseñados para hacernos la vida más fácil. Y eso, puesto en perspectiva histórica, es fantástico: se llama progreso. Pero debemos compensarlo con actividades incómodas que nos supongan un reto, de lo contrario enfermamos física y mentalmente muy rápido».
-¿Qué efectos secundarios le preocupan más?
-Probablemente la combinación de inactividad y sobrealimentación, origen de muchas enfermedades mortales en nuestra era: antes era raro ver tantas patologías cardiovasculares. También vemos un aumento de los problemas mentales, en parte por la introducción de las pantallas en nuestra vida. El aburrimiento ha sido secuestrado por los móviles y debemos recordar que el tedio, aunque sea incómodo, nos ayuda al activarnos para hacer cosas. Finalmente, no estar en contacto con la naturaleza nos priva de muchos de los retos que nuestra especie afrontaba en el pasado. Nuestros ancestros eran 14 veces más activos que nosotros.
Cuando Easter habla de desafíos lo hace conjugando cualquier verbo que tenga que ver con eso en primera persona. Un día cogió la mochila, metió dentro el saco de dormir y se embarcó en las vacaciones más incómodas imaginables. Eligió Alaska, el lugar con el catálogo de penalidades más completo que encontró: osos grizzlies hambrientos, temperaturas bajo cero y lodazales sobre los que caminar. Un destino con amenities cinco estrellas si lo que buscas es un infierno.
«Quise llevar al límite mi afirmación de que el malestar puede resultar beneficioso. Tenía la teoría, pero quise ponerla a prueba y comprobar si funcionaba. Y resultó que sí: disfruté mucho el tiempo que pasé allí», relata sobre su experiencia junto a dos curtidos compañeros de caza.
Este pasaje del libro, escrito como epílogo del viaje, serviría de reseña para el tripadvisor de los buscaincomodidades: «Llegué al hotel de Anchorage con pintas de actor de película posapocalíptica. Me había quemado con el sol y llevaba la barba larga. Tenía duricias, hematomas y cortes, estaba más fuerte y había adelgazado casi cinco kilos. Llevaba un mes sentándome, durmiendo y cagando en el suelo. Había embutido las manos en las entrañas de animales muertos y había transportado sus órganos sin guantes». O sea, un 10 si tu concepto de felicidad incluye pasar penalidades sin morir en el intento.
-¿De todo lo que vivió, qué fue lo peor? Seguro que echó de menos su sofá o el coche…
-Lo peor fue el hambre. Realmente te mueres de hambre porque es imposible llevar mucha comida hasta allí, comer acaba obsesionándote.
-Creí que me diría, como cuenta en el libro, el penoso regreso al campamento cargando el caribú que había cazado…
-Es que el hambre lo sufres durante más tiempo, es omnipresente. Pero sí, llevar a cuestas aquel caribú hasta el campamento fue increíblemente penoso, te diría que lo segundo más duro.
Por supuesto, Easter no le pide a nadie que sea el próximo Rambo. Sugiere más bien introducir pequeños ajustes de comportamiento para desprendernos, poco a poco, de la telaraña de comodidades con que nos inmoviliza la vida moderna.
«El fin de semana fui con mi mujer a dar un largo paseo andando. Yo simplemente llevaba un ruck encima, una mochila donde llevas un lastre», ejemplifica. «Al final cada cual puede encontrar su propia forma de moverse, cualquier cosita. Lo importante es no sucumbir a la tentación de sentarte y ponerte a ver la tele, algo que no es malo en sí mismo, pero que puede ser dañino si es lo único que haces».
Pero al final, casi siempre triunfa la pereza: «Te daré una estadística que me encanta: el 2%. Solo ese porcentaje de personas eligen las escaleras cuando también se puede coger el ascensor. El 100% de la gente sabe que las escaleras son la opción más saludable, pero el 98% prefiere no hacerlo. Eso te demuestra la predisposición que tenemos hoy en día hacia lo más cómodo y fácil».
«Lo importante es no sucumbir a la tentación de sentarte a ver la tele. No es malo en sí mismo, pero puede ser dañino si es lo único que haces»Michael Easter, autor de ‘La trampa del confort’
Optar por subir esos peldaños sería la clave para reconquistarle terreno a la dictadura de la comodidad. Pero en esa escalera simbólica del esfuerzo hay más escalones. Easter recomienda moderarnos en lo que comemos -«pasar un poquito de hambre de vez en cuando no viene mal» – y reconectar con la naturaleza. «No hay una sola bala mágica en este propósito, pero movernos más, comer menos y pasar tiempo al aire libre son pequeñas victorias», opina.
A Easter también le preocupa que el exceso de confort atrape entre sus tentáculos a los más pequeños: «Los niños no deberían acceder a las redes sociales hasta los 16 años y hay que reintroducirles en los desafíos. En mí país se estilan los padres y madres helicóptero, empeñados en resolverle a los niños todos sus problemas. Sería mejor permitirles explorar más el exterior y comportarse como lo que son, niños que necesitan asumir retos y aprender de ellos».
Podría así evitarse que engrosen las legiones de adultos entregados a la molicie que proliferan en todo el mundo. Para Easter, la imagen que mejor describe a sus compatriotas es de lo más cinematográfica: «Los pasajeros de la nave de Wall-E, rechonchos y aletargados».
Ojo, en España no salimos mucho mejor parados si nos miramos en el espejo. Según el Observatorio Global de la Obesidad, el 37,8% de los adultos pesa más de lo recomendable y el INE pone cifra a una de las causas: los españoles pasamos 5,37 horas sentados cada día. Además, un 35% del tiempo que estamos despiertos lo dedicamos a mirar el móvil, la tablet o el ordenador como señala Electronics Hub. ¿La consecuencia? Vivimos al borde de un ataque de nervios y cada vez con más achaques físicos.
¿Cómo compara esta situación con la de quienes todavía viven privados de las comodidades modernas? Para averiguarlo tendríamos que irnos en Jeep y canoa a los enclaves más recónditos de África, Asia o Sudamérica. Y eso es precisamente lo que ha hecho durante 40 años Francisco Giner Abati, catedrático emérito de Antropología en la Universidad de Salamanca, médico y doctor en Filosofía.
«Estamos pagando un precio muy alto por el progreso y el confort», responde Giner Abati por teléfono. «La tecnología y las comodidades nos están suponiendo más estrés, ansiedad e insomnio. Solo hay que comprobar el gasto en antidepresivos, ansiolíticos o hipnóticos en las farmacias de los países desarrollados, ahí se aprecia claramente el impacto».
Giner Abati se ha pasado media existencia estudiando a distintas comunidades indígenas, entre ellas los Himba de Angola o los Batak de Filipinas. Estas «sociedades originarias o de pequeña escala», como él las llama, nos muestran cómo era la existencia del ser humano antes del desarrollo tecnológico. Y quizá, ciertos ingredientes de la fórmula -sin nada de Coca Cola- de la felicidad.
«La tecnología y las comodidades nos están suponiendo más estrés, ansiedad e insomnio»Francisco Giner Abati, catedrático emérito de Antropología en la Universidad de Salamanca
«Piensa que el estilo de vida que ellos tienen es el que nosotros, hablando en términos evolutivos, hemos llevado hasta hace poco. La primera revolución cultural neolítica es de hace 10 o 12 mil años, o sea, de hace nada. Y luego, la revolución industrial es, como quien dice, de anteayer. Por tanto, nuestro vertiginoso estilo de vida urbano es muy reciente: en realidad todavía estamos adaptándonos como podemos», refiere el profesor.
O sea: que nos cuesta apagar los interruptores biológicos que han determinado nuestra supervivencia durante millones de años. Nuestro cerebro nos decía que comiéramos mamut hasta saciarnos y que después echásemos una buena siesta para ahorrar energía. Esa inercia tan hominida nos empacha ahora de hamburguesas con queso y hace ganar millones a los fabricantes de sillones.
Ante las comodidades parecemos seres insaciables. «Queremos más y más», resume Giner Abati. Y ese resorte lo ha observado incluso en las tribus más remotas: «En cuanto ven un todoterreno o un smartphone también lo quieren». Podría decirse que en cuanto el confort pone el cebo, nuestros primitivos instintos pican en el anzuelo. Por eso todos caemos en la trampa.
Para el catedrático, hay alternativas: «Una de las tesis que dirijo es sobre estilos de vida que prescriben lo contrario: los minimalistas. Un pensamiento que conecta con filosofías muy antiguas, como el estoicismo, que es la ausencia de deseo. Es decir, lo contrario de nuestra sociedad».
-Sin embargo estamos más bien en el hedonismo, casi como la caricatura que se hace siempre de la fláccida caída del Imperio Romano…
-Yo hablaría más bien de lujuria, caer en la decadencia por el lujo. Es en lo que ha caído nuestra sociedad ahora mismo. Eso nos hace menos resistentes al esfuerzo, al sacrificio… por eso nos aburrimos.
Sustraerse a los cantos de sirena del confort no es tarea fácil, como explica Albert Vinyals, profesor de Psicología del Consumo en la Universitat Autònoma de Barcelona: «Una de las promesas de nuestra sociedad es que si consumes más, eres más feliz. Y en paralelo está la idea de que cuanto más comodidades tienes, mejor te sientes».
-¿Y dónde está la famosa trampa?
-Cualquiera te dice que sus vacaciones ideales son estar en una tumbona y la máxima meta es que nos toque la lotería y poder estar sin hacer nada. Pues bien, esto nos condena a comernos mucho la cabeza. Recuerdo una encuesta donde la gente que sentía más ansiedad era la que había dejado de trabajar. En cambio, los que seguían en activo, aunque las cosas les fueran fatal, se sentían mejor psicológicamente.
Vinyals señala cómo nosotros mismos nos estamos encadenando a los móviles: «La sobreestimulación a la que estamos expuestos no nos deja tiempo para las cosas que nos hacen fluir. A mí, por ejemplo, me gusta componer música o pintar. Y sin embargo, hace días que no cojo la guitarra y meses desde que no agarro el pincel. Y no es por falta de tiempo, al final yo mismo me quedo embobado delante de una pantalla».
En las redes sociales actuamos como los polluelos en los nidos, abrimos el pico y nos tragamos una versión de la realidad predeglutida por los algoritmos y los influencer: «Nos viene todo muy masticado y no solo se pierde así la creatividad, sino el pensamiento crítico. Yo a veces a mis alumnos les digo alguna burrada para ver si saltan y ya no lo hacen. ¿Te cuento una anécdota?».
-Adelante…
-A veces, a principio de curso, me hago pasar ante mis alumnos por un gurú que pretende curar las enfermedades con piedras de poder, hablándoles de chakras, energía universal y las virtudes del cuarzo para la esquizofrenia, este nivel de burradas.
-¿Y qué te dicen?
-Cuando empecé a hacerlo, hará unos ocho años, los propios alumnos de la Facultad de Psicología me paraban los pies y me acusaban de estar zumbado. Pues bien, de un tiempo a esta parte yo mismo tengo que cortar el teatrillo, porque a los alumnos les parece estupendo.
«La sobreestimulación a la que estamos expuestos no nos deja tiempo para lo que nos hacen fluir»Albert Vinyals, profesor de Psicología del Consumo
La reflexión de Vinyals cierra muy bien el círculo. La trampa del confort no es solo física o emocional: también ponemos grilletes a las posibilidades de la mente. Algo que nos limita, como sugiere el artículo Persiguiendo el malestar motivamos el crecimiento personal publicado por dos investigadoras de la Universidad de Cornell tras realizar cinco experimentos con 2.163 personas.
En contacto con Papel, Kaitlin Woolley, una de las autoras del paper, y profesora asociada de marketing de la Facultad de Negocios, resume los superpoderes que desarrollan quienes mejor toleran el malestar. «Abrazar la incomodidad, como demuestran nuestras investigaciones, aumenta la motivación, anima a asumir riesgos, fomenta el desarrollo de habilidades y mejora el crecimiento emocional», explica por email.
Esta habilidad se testó en entornos de improvisación o escritura creativa y, como se podía esperar, quienes salieron de anestesiante conformismo perseveraron más y lograron mejores resultados. Sin embargo, la conclusión más sorprendente de la investigación fue en otro ámbito: el político.
«Las personas que buscaban activamente la incomodidad manifestaron más interés en conocer los puntos de vista de sus oponentes políticos», refiere Wolley. «Es decir, los demócratas eran capaces de leer artículos de medios de comunicación republicanos y viceversa». ¿Habrán descubierto el antídoto para polarización?
Quién sabe. Salir de una posición política radical para explorar la del contrario requiere redaños: eso sí que es una zona de confort bunquerizada. Para algunos, irse de acampada con un grupo de antagonistas ideológicos puede que sea incluso más extremo que convivir con lobos y osos salvajes. La prueba de fuego para superar la aversión al malestar: seguro que a Michael Easter le haría gracia el reto.
Pero, recuperando su analogía de la escalera, mejor ir peldaño a peldaño. Hoy, si puede elegir, no coja usted el ascensor. Use eso que tiene debajo del cinturón: las piernas. No se sentirá Tarzán, pero por algo se empieza.
Ale… p’arriba.
LA TRAMPA DEL CONFORT
Michael Easter
Península. 368 páginas. 20,90 euros. Puede comprarlo aquí
Fuente: https://www.elmundo.es/papel/historias/2024/02/10/65c61361e85ece68798b45b8.html