El filósofo Javier Gomá (Bilbao, 1965) ha conseguido en su último ensayo, ‘Universal concreto’ (Taurus, 2023), destilar su teoría de la ejemplaridad, asunto que ha ocupado buena parte de su obra. Con la complejidad que reviste analizar cuestiones que no son demostrables, que dependen del consenso, el autor, lejos de derrotismos aciagos, se propone responder a dos de las preguntas fundamentales del ser humano: qué hay en el mundo y qué hacer con ello.
ESTHER PEÑAS / ETHIC
¿Podría decirse que su universal concreto es un imperativo categórico reformulado, postmoderno?
Es un imperativo, no sé si categórico, que es una expresión kantiana que hace referencia al tipo de juicio que va distinguiendo, y esta distinción de juicios a mí no me involucra tanto. En todo caso, en mi libro trato de responder a las dos grandes preguntas de la filosofía: qué hay en el mundo y qué hacer con lo que hay. La gran pregunta ontológica sobre el ser es qué hay en el mundo, y a eso respondo que el universal concreto. Y a la segunda gran pregunta, qué hacer con lo que hay, respondo con la pragmática: qué conducta, cómo obrar con lo que hay. Quizás ahí, en la pragmática tendría su asiento el imperativo, que es imperativo en tanto que llama a actuar de determinada manera; no tiene sentido un imperativo sin su ontología. Lo que el imperativo, sea o no categórico, dice es que, dado que de hecho todos somos ejemplos para todos y todos tenemos impacto moralizante o desmoralizante en nuestro entorno, nuestra conciencia nos obliga (de ahí el imperativo) a que nuestro ejemplo sea cívico o social, con influencia positiva para quienes están cerca de nosotros.
Con tanto estímulo, tanto sucedáneo, tanta paparrucha… ¿cómo reconocer la ejemplaridad y que no nos den gato por liebre?
No hay nada en este mundo que esté exento de su manipulación o de su corrupción. En la Política, Aristóteles enuncia tres formas de gobierno: la que reside en una única persona, la que recae en una minoría de personas y la que descansa sobre la mayoría. Monarquía, Aristocracia y Democracia. Dice, ninguno de estos regímenes está a salvo de su manipulación y de su corrupción. De la monarquía puede pasarse a la tiranía, de la aristocracia, a la oligarquía y de la democracia, a la demagogia. No hay posibilidad de hallar con toda claridad, en el reino de la moralidad aquello que es cierto y bueno o verificable como ley física. Una de las ideas que se mantiene en mi libro es que la verdad moral no puede ser verificada, nadie ha demostrado nunca la igualdad entre el hombre y la mujer. Durante milenios, la mujer ha tenido una posición subordinada como consecuencia de una sociedad explotada o dominada por el varón, que sometía a la servidumbre a la mujer. Durante siglos era normal lo que ahora se ha convertido en indigno por evidencia. Hoy, la evidencia nos dice que ambos, hombre y mujer, tienen la misma dignidad. Lo asombroso es que no se hubiera reconocido antes. ¿Qué ocurre entretanto? Que se produce una evidencia. La manera en que funciona la moralidad no es a través de la prueba científica, sino de la evidencia social. De pronto, la igualdad es un valor, o la dignidad, o la justicia social, y eso convence a la mayoría de una sociedad. Cuando me preguntas cómo podemos captar o discernir lo bueno, la única manera que expongo en mi libro es la educación del corazón. Aristóteles, en un momento que para mí es muy, muy importante da una definición hoy olvidada de lo que es la virtud. «Virtud es amar, disfrutar u odiar de manera correcta». ¿Qué es lo correcto? Aquello que es conforme a la evidencia. ¿En qué consiste la moralidad pública, entonces? En educar el corazón de la ciudadanía para que sienta como evidentes determinadas verdades. Qué frágil es esto, no lo niego, pero no hay otra manera. Solo prosperará una civilización, y más en una democracia liberal, en la que según su naturaleza los ciudadanos se obedecen a sí mismos, si los ciudadanos están sentimentalmente bien educados. Un corazón educado sabrá discernir lo correcto.
Entonces, lo ejemplar, la evidencia, la verdad se establecen por consenso, como la belleza…
Y como la literatura y la filosofía. Mi tesis en el libro es que hay una diferencia insuperable entre lo científico y lo literario. Lo científico, por su propia naturaleza, es susceptible de algún tipo de verificación o demostración, pero nunca se ha demostrado o verificado a Homero, ni a Virgilio, ni a Dante, ni a Tolstoi, pero tampoco a Platón, Aristóteles, Descartes, Kant o a Nietzsche, no hay verificación posible en un terreno que no sea estrictamente científico. Entonces, si la verdad o lo correcto de lo científico se basa en alguna forma de verificación, ¿dónde reside lo verdadero o correcto en el terreno literario? La única respuesta es en el consenso que se va trenzando de manera mayoritaria. Nos gusta Platón porque es un grande, porque nos sigue conmoviendo, iluminando a día de hoy. Esto es extensible a lo moral. Aristóteles consideraba que la esclavitud pertenecía de suyo a la naturaleza de las cosas. Hoy, considerar que algunas personas de la especie humana tengan un estatuto parecido al de la cosa o el animal nos parece una aberración contraria a la dignidad. ¿Ha habido demostración sobre la igualdad de los miembros de la especie humana? No, lo que ha ocurrido es que la igualdad estricta de todos los miembros de la especie humana se ha convertido en una evidencia colectiva.
Una de las tachas o deficiencias, mejor dicho, de la filosofía es que ha sido mayormente especulativa, es decir, pensada desde la abstracción, pero no desde la acción. ¿Por qué se daba por hecho que el pensamiento obliga a una acción acorde? ¿Por qué no se dio con esa razón poética de la que hablaba Zambrano, por haber carecido de lo que usted llamada «educación del corazón»?
Te matizaría un poco; para mí, en mi visión de las cosas, el problema no ha sido tanto el divorcio entre lo teórico y la acción, porque Platón tiene muchas indicaciones sobre cómo comportarse, al igual que Aristóteles. A lo largo de la historia, los grandes pensadores han tenido siempre una teoría de la práctica. Lo que en cambio me parece que ha producido no tanto un combate como una mala interpretación, no del todo lejana a la que tú propones, es que en la filosofía han existido dos almas contrapuestas: el alma literaria y el alma científica. Desde el principio, la filosofía, equivocadamente, ha querido ser una ciencia, y se ha presentado, desde los presocráticos, con la pretensión de formular ideas universales, exactas, rigurosas y necesarias como una ley física. Incluso Kant escribió sus Críticas con la aspiración de ser el Newton de la filosofía. La ciencia con Newton había alcanzado una perfección que a muchos les hacía pensar qué papel tenía a filosofía cuando la ciencia podía formular leyes universales capaces de explicar por qué cae una manzana del árbol y por qué se mueven los astros. Mi tesis es que, cada vez que la filosofía ha pretendido ser científica, ha fracasado, porque la filosofía es literatura. Cuando reparas en aquellos momentos de la historia de la filosofía en los que ha pretendido mostrarse como científica, encontramos textos tediosos y fallidos, que hoy nadie lee. ¿Quién lee hoy la Física o la Biología de Aristóteles, o las explicaciones científicas de las cosmologías medievales? Ni siquiera la parte científica de autores como Descartes o Hegel aguantan, porque lo importante en la ciencia es siempre lo último; lo penúltimo o antepenúltimo deja de tener interés. Se convierte en chatarra. En cambio, aquello filósofos que asumen plenamente la condición literaria producen textos que hoy se leen con mucho gusto. Los últimos diálogos de Platón, Parménides, el Político o el Sofista se leen con dificultad, pero el Fedón, Giorgias o El banquete se leen como si fueran El Quijote. Lo literario, cuando se ha llevado a la perfección, disfruta de una eterna primavera, mientras que lo científico depende siempre de la última palabra. La filosofía tiene que reconciliarse con su condición estrictamente literaria, lo suyo es la literatura conceptual. No es ciencia.
Lo ejemplar, la dignidad, la libertad, son terrenos sobre los que usted vuelve una y otra vez. Sin embargo, pareciera, en esta sociedad que nos ha tocado en suertes, no solo pensando en el Parlamento, sino en los referentes más populares, que se hubieran hecho carne esos versos de Yeats: «Los mejores no tienen convicción, y los peores rebosan de febril intensidad».
Bueno… recomendaría a quienes así piensen que lean el capítulo de Universal concreto titulado «El ideal en la historia», que tiene el epígrafe «Somos los mejores». Ahí defiendo por qué las sombras que normalmente acompañan al presente no nos permiten con frecuencia mirar nuestra situación con perspectiva, porque cuando lo hacemos no podemos dejar de concluir que vivimos el mejor momento de la historia universal; nuestra sociedad es imperfecta, con la particularidad de que es la menos imperfecta de la historia. No solo en términos materiales sino morales, hemos progresado en esperanza de vida, en sanidad, en comodidades, en tecnología… y, por supuesto, somos la época de la historia donde los valores morales han llegado más lejos. Estoy lejos de todo derrotismo, porque estoy convencido de que «somos los mejores». La cuestión es, si somos los mejores, ¿qué explica nuestro actual descontento? Si somos los mejores, algo que queda fuera de toda duda, ¿por qué no lo vemos? Lo interesante es aun siendo los mejores, nuestro retrato sería incompleto si no añadimos que somos los mejores, pero estamos descontentos y, como estamos descontentos, no acertamos a comprender que somos los mejores.
La ejemplaridad, ¿cómo se lleva con la cólera, con la ira y vergüenza que suscitan algunos acontecimientos que seguimos por los medios de comunicación, que vemos a nuestro alrededor?
Es un tema interesante. Podría decir algunas cosas, por ejemplo, que el siglo XXI es el siglo en el que, al menos en Occidente, más han proliferado las causas sociales, que reivindican y defienden causas honestas y defendibles, de todo género, moral, económico, cívico, político, medioambiental… en ocasiones, esa proliferación de causas confirma ese descontento. Hablas de vergüenza, de ira, de indignación y ¿qué es eso sino manifestaciones del descontento? Esos movimientos sociales canalizan el descontento y tienen algo de acusador, tratan de remover conciencias y señalan a quienes no se movilizan en la dirección que ellos quieren.
«Vive de tal manera –con tal ejemplaridad, con tal dignidad– que tu muerte sea escandalosamente injusta», propone usted. ¿Toda muerte es injusta, por muy inicua que haya sido la vida?
Eso es un grandísimo tema, mencionas un tema capital que tiene que ver con la distinción que hago entre la dignidad ontológica y la dignidad práctica. La ontológica, la dignidad que tú y yo y cualquier persona tiene por el hecho de ser, es inexpropiable, hagas lo que hagas, por muy aberrante e incívico que sea tu comportamiento, la dignidad ontológica es inherente a la condición humana. Fuera de lo que somos, respecto de qué hacer con lo que somos, es posible, en tu comportamiento, obrar a la altura de la dignidad que posees o lo contrario. El gran descubrimiento de la modernidad es la dignidad individual, que trae como lastre la conciencia de la muerte. La muerte es un invento moderno, antes del XVIII como tal no existía, porque la verdad estaba en el todo, en el cosmos, en lo colectivo, lo importante era la totalidad; y cuando uno piensa que la verdad está en el todo, que es lo que ha pasado en la premodernidad, la muerte de un individuo es mala para el individuo y sus familiares, pero para el todo no tiene repercusión o importancia alguna. Pero la Modernidad nace cuando una parte de ese todo, el hombre y la mujer, se desgarra de ese mosaico y se constituye como una totalidad. El yo. La subjetividad moderna, por un lado, está llamada a una dignidad infinita, con una belleza altísima, parecida a la de los ángeles, pero está abocada a la indignidad del sepulcro. Kant distingue entre dignidad y precio, dignidad es aquello que no puede ser sustituido por algo equivalente y precio aquello que sí puede serlo. Lo humano es la dignidad y la cosa, el precio. El cadáver es una cosa, un delito ontológico, el delito de cosificar la dignidad. Que quienes tienen la dignidad parecida a la de un ángel tengan un destino parecido al de una hormiga o al de un insecto es un delito ontológico. Por eso, una de las formulaciones de la ejemplaridad es esa misma: vive con tal ejemplaridad, haciendo con tu vida algo tan noble, de tal nobleza que cuando mueras, cuando se produzca el delito ontológico de tu cosificación, todo el mundo sienta que se ha producido un escándalo. Si te comportas como una rata, aun cuando tengas de origen la dignidad humana, nada escandaloso se produce cuando mueres.
Que ese delito ontológico no sea imputable a nada ni a nadie, ¿alivia o indigna más?
Hay gente que se lo imputa a un dios creador o a la naturaleza, y descreen de ambos; no es mi caso. Lo que ocurre normalmente delante de ese delito ontológico es el sentimiento de indefensión e impotencia, porque evidencia nuestra debilidad. Lo verdaderamente interesante no es la pregunta de Leibniz, que después retoma Heidegger, de por qué existe el ser y no la nada, sino por qué el ser se parece tanto a la nada. Saber que algún día te vas a convertir en cadáver provoca insumisión y rebeldía, y la rebeldía lleva a la dignidad. Para reparar ese delito ontológico, hemos inventado la cultura. El arte supone expresiones de lo humano, instrumentos creados para retrasar y compensar el delito ontológico y que ofrece un mundo que no es hostil a la dignidad, sino que es hospitalario, amistoso a ella.
En el ensayo, no sé si es impresión mía, pero sitúa al mismo nivel la indignación que provoca la injusticia con el mal estético. La belleza, ¿nos hace más ejemplares?
Es una buena pregunta porque la reformulo en el sentido de que la belleza tiene como misión difundir una especie de encantamiento, de hechizo, que alivia la pesadumbre del vivir, igual que el enamoramiento. La percepción de algo bello aligera el peso en que consiste vivir, lo hace más ligero y atractivo, nos ayuda a volar. Tanto la realidad como la convivencia imponen algunas cargas, vivir y envejecer, aceptar las reglas imprescindibles para la convivencia. Esas reglas, tanto de la realidad como de la sociedad, son gravámenes. Es el arte y la belleza quienes suavizan y endulzan esos gravámenes. De ahí que el arte tenga una función civilizatoria de primerísimo orden.
Otra idea que está presente o latente en casi toda su obra, aquí también, es la democracia, la democracia liberal, el punto de llegada. ¿Cree, como afirman algunos, que está en entredicho?
Tucídides, en el famoso Discurso fúnebre de Pericles, se refiere a lo que él denomina «una conquista para siempre». En mi libro, distingo entre visión culta y corazón educado. Ya he explicado qué es el corazón educado. La visión culta es aquella que comprende que no existe una conquista para siempre, que todo lo humano es reversible, que no hay un valor o un progreso que no podamos perder. La democracia se ha convertido en una manifestación extraordinaria de inteligencia colectiva y también de progreso sentimental, equilibrando lo mayoritario y lo minoritario. Pero esa evidencia se puede perder, ya hemos visto regresiones dramáticas en siglos anteriores, desde la caída del Imperio Romano al advenimiento de los nazis. Los peligros de la democracia ya los apuntó Tocqueville, un exceso de individualismo, el atomismo o la anarquía, cuando prevalece lo individual sobre lo colectivo, o su contrario, una prevalencia total de lo colectivo, los autoritarismos colectivistas, como el caso de China. En los últimos años hemos asistido muy de cerca a ambos peligros.
Una virtud es aquella que promueve el progreso moral. ¿El amor es la virtud más genuina?
¿El amor? No es algo que haya tratado tanto en mi libro, porque el amor, como apunta Aristóteles, se puede decir de muchas maneras, el amor puede explicar por qué rotan los planetas o copulan los animales, el amor puede decirse desde el amor a la patria, a la hacienda… es una palabra tan polisémica que es difícil precisar. Te diré que utilizo más el enamoramiento, esa energía carismática que se impone a las rutinas y los gravámenes. El enamoramiento tiene que ver con la dignidad, en tanto que la dignidad fascina, hechiza, quiere ser imitada.