JASON FARANGO / BBC Cuture*
Ella mira hacia la derecha, a media distancia, con la boca cerrada y su delicada nariz dirigida ligeramente hacia abajo.
Su mano derecha descansa sobre una mesa de madera, mientras que su mano izquierda, decorada con un anillo de bodas, sostiene un abanico doblado.
Su cabello está recogido, lejos de sus hombros, que están desnudos salvo por dos tirantes, sosteniendo de manera un tanto poco convincente su vestido negro clásico y ceñido.
En su cabeza tiene una pequeña tiara de diamantes, pero aparte de eso y el anillo, no usa joyas.
Entre su largo cuello y el profundo escote en forma de corazón de su vestido se encuentran centímetros de carne, tan fría y pálida como la leche helada.
Es el retrato de John Singer Sargent de la llamada ‘Madame X’, pintado en 1884 y que desde hace décadas ha atraído y repelido a generaciones de visitantes en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.
El rostro severo de la mujer y el seudónimo de Madame X la han convertido en una figura misteriosa, una Mona Lisa estadounidense de carácter inescrutable.
Pero su misterio, su anonimato, no es el resultado de la pérdida de documentos históricos o del encubrimiento de huellas artísticas.
Madame X, tan seductora y enigmática, fue una vez una auténtica celebridad en París, la ciudad que fue el epicentro de la Belle Époque, esa «época bella» en la que nacerían los impresionistas, los modernistas, los simbolistas y muchos movimientos más.
Aunque luego todo se le derrumbó.
¿Quién era Madame X?
La protagonista del retrato nació como Virginie Amélie Avegno en Nueva Orleans, en el sur de EE.UU., siendo hija de padres criollos blancos.
Su padre murió luchando por la Confederación en la Batalla de Shiloh en 1862. En 1866 su hermano menor también murió de fiebre congestiva.
Su madre, harta de todo, tras pedir préstamos para la plantación familiar, se fue con su hija a París en 1867.
La Ciudad de la Luz debió parecer un sueño después de la devastación de la Guerra Civil estadounidense y los dolores de cabeza de la Reconstrucción recién empezada.
Pero Amélie había sido traída a París por algo más que eso.
Estaba allí para casarse a lo grande, lo que hizo rápidamente, con un banquero que le doblaba la edad, Pierre Gautreau.
Ella era seductora. No era una belleza convencional, pero tenía una figura llamativa con sus labios finos y su extrema palidez.
Según un biógrafo de Sargent, no sólo se cubría con polvos, sino que también consumía arsénico para quitarle el color a su piel (en realidad, lo que tomaba era una sustancia menos tóxica).
“Recuerdo haber visto a Madame de Gautrot [sic], la famosa belleza de la época, y no pude evitar acecharla como se hace con un ciervo”, escribió el artista expatriado estadounidense Edward Simmons.
“Su cabeza y cuello ondulaban como los de una cierva joven…. Todos los artistas querían hacerla en mármol o pintura”.
Pero, a pesar de tener admiradores públicos y dinero, tuvo que luchar para ascender a la cima de la sociedad parisina; las páginas de chismes apenas se fijaban en ella y, por ser criolla, había sido excluida de los niveles más altos del beau monde francés.
Ella y su ambiciosa madre aspiraban a llegar a lo más alto. Y el joven pintor John Singer Sargent, que tenía encargos de otros expatriados pero anhelaba la aceptación francesa, estaba dispuesto también a llegar a la cima.
Así que ahí estaban, la dama y el pintor estadounidenses, ambos de veintitantos años, ambos ansiosos por lograr su gran oportunidad.
Para el retrato fueron necesarias 30 sesiones y, como había hecho a lo largo de su carrera, Sargent eligió el vestido: negro, y quizás no entero sino de dos piezas, con un corpiño brutalmente recogido en la cintura y un escote severo.
Y, como muestra un boceto preparatorio que se encuentra en la colección de la Tate de Londres, en un principio Madame X aparecía sin uno de los tirantes del vestido.
Ese hombro desnudo, más el anillo de bodas en su mano izquierda, formaban una combinación escandalosa.
Significaba, no muy sutilmente, que esta mujer casada vería con agrado ser presentada a otros hombres.
Sensación y escándalo
El Salón de París, la exposición de arte oficial de la Academia de Bellas Artes de la capital francesa, era en ese entonces el acontecimiento artístico más importante del mundo.
En 1884 Sargent participó en él por sexta vez.
Sabía que el retrato de la señora Gautreau era arriesgado. Pero nunca había tenido críticas tan malas.
Los críticos compararon los tonos de su piel con los de un cadáver. Los periódicos publicaron caricaturas y poesía satírica burlándose tanto del artista como de la modelo.
“Cuando uno se encuentra a 20 metros del cuadro, parece que podría tratarse de algo”, escribió un crítico en L’Événement. «Pero cuando uno se acerca… se da cuenta de que es sólo horror«.
El crítico del New York Times informó sobre el éxito de artistas ahora olvidados como Jean Béraud y Édouard Détaille, y añadió: “Sargent está este año por debajo de su nivel habitual. Su retrato de la llamada bella señora Gauthraut [sic]… es una caricatura. La pose de la figura es absurda y el color azulado, atroz”.
“¡Ma fille est perdue!” (en español: mi hija está perdida), fue el lamento de la madre de Amélie frente a Sargent.
Intentó sacar el cuadro del Salón, sin éxito.
Sin embargo, hay que ver todo esto en contexto.
Era 1884: dos décadas enteras después de que Édouard Manet escandalizara París con «Le Déjeuner sur l’herbe» (que el Salón se negó a mostrar) y «Olimpia».
Aunque había desnudos por todas partes en el Salón, Sargent, con la aprobación de Amélie, se había atrevido a mostrar el atractivo sexual confiado e incluso depredador de una mujer de la alta sociedad, y además casada.
El vestidito negro empeoró las cosas, no las mejoró.
Y había otro problema: gracias al escándalo público, Sargent se dio cuenta de repente de que la familia de Amélie no estaba de humor para comprar el retrato. Después de todo, este no fue un encargo.
La había pintado apostando a que la notoriedad de la exposición del Salón de París le haría lograr un alto precio y más encargos.
Pero perdió esa apuesta.
El fin de los atrevimientos
Sargent se fue a Londres, y nunca volvió a pintar nada tan atrevido, pero pasó a la historia con sus «pinceladas líquidas y deslizantes» que «son una de las glorias del arte mundial», como dice un artículo del Washington Post acerca de la exposición «Fashioned by Sargent”, que se puede ver estos días en el Museo de Bellas Artes de Boston.
Gautreau permaneció en Francia e intentó reinsertarse en la sociedad.
Pero si antes podía contar con políticos de alto rango o titanes de las finanzas para que la acompañaran a la ópera, ahora tenía que ir acompañada de funcionarios mediocres.
Encargó otros dos retratos, los cuales terminaron en el Salón y ninguno tuvo ningún impacto.
Con el paso de los años, y viviendo ya separada de su marido, su existencia empezó a ser un misterio y los detalles se vuelven vagos.
Un biógrafo indicó, un poco románticamente, que en sus últimos años quitó todos los espejos de las paredes de su casa y sólo salía por la noche.
Sargent conservó en privado el retrato hasta 1916, un año después de la muerte de Amélie, cuando se lo vendió al Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.
Escribió a uno de los conservadores del museo, diciendo: “Preferiría, debido a la pelea que tuve con la dama hace años, que el cuadro no llevara su nombre”.
De ahí Madame X: una mujer desconocida, tal vez incognoscible.
Su nombre fue borrado, su vida, sólo podemos conocerla en partes.
Pero su imagen perduró.
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