El actual desarrollo arquitectónico y urbanístico de las metrópolis excluye a los menores como agentes activos en su configuración y genera una sobreprotección de los mismos, reduce su autonomía y evita que desarrollen conductas responsables y de pertenencia a una comunidad
ANA CAMARERO / MAMAS & PAPAS
Aproximadamente, 1.000 millones de menores de edad viven en ciudades, según datos de Unicef. Entornos que, pese a las posibilidades de desarrollo y protección que podrían ofrecer a la población infantil, no cumplen con las expectativas puestas en ellas. Así lo traslada el pensador y psicopedagogo Francesco Tonucci cuando asegura que las ciudades están pensadas y proyectadas tomando a los adultos como referencia, quien propone que los menores puedan salir solos a la calle en entornos seguros, porque si esto es así, serán también lugares más seguros para los adultos.
Ante la desconexión existente entre las ciudades y la infancia, son muchos los que consideran necesario lograr de nuevo su unión, desconocedores de en qué momento se perdió el vínculo entre ambos. “Durante mucho tiempo este colectivo [la población infantil] ha permanecido invisible para diversas disciplinas y agentes”, asegura Ana Novella Cámara, coordinadora del Proyecto Europeo IMCITIZEN, un programa que fomenta la identidad de ciudadanía democrática de los niños como miembros activos y comprometidos.
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A partir de la década de los noventa, con la aprobación de la Convención de los Derechos del Niño en noviembre de 1989, se visibilizó la infancia como un sujeto con derechos a promover, garantizar y defender. El movimiento internacional de Ciudades Educadoras, en esa misma década, desencadenó un cambio en la concepción de la ciudad como un agente de formación integral y espacio educativo definido colaborativamente por toda la ciudadanía. Esta modificación del criterio coincidió con la denuncia de Tonucci de la hostilidad de las urbes hacia la infancia en su libro La ciudad de los niños (1996). “El autor apunta directamente a la responsabilidad de políticos y arquitectos de prestar atención a las perspectivas de la infancia al definir los espacios de juego y organizar la ciudad. La premisa fundamental es reconocer a los niños como agentes activos en la planificación urbana y en la configuración de la ciudad, fomentando un enfoque más inclusivo y sensible a sus necesidades”, explica Novella.
El arquitecto Fernando Chueca, en su libroBreve historia del urbanismo, afirmaba que la ciudad es una organización física con alma. “Los ciudadanos tenemos el derecho y el deber de aportar esa alma, alimentada desde la sensibilidad humana. ¿Y la infancia? Su papel en la ideación de la ciudad es muy conveniente, aunque históricamente haya sido menospreciado”, asegura Pablo Campos Calvo-Sotelo, catedrático de Composición Arquitectónica de la Universidad San Pablo-CEU. La participación de los niños y niñas en la configuración de la urbe es imprescindible. “Son usuarios, singulares, pero autorizadísimos, y serán los encargados de vivirla y mejorarla en su madurez”, asegura Campos. Además, según el experto, tienen la capacidad de ofrecer miradas diferentes que inspiren para reinventarla: “Como escenario público, la ciudad es la proyección macroescalar del hogar familiar; por ello, los más jóvenes, con su modo de vivir y percibir psicológicamente el espacio, han de ser escuchados. La ciudad es la metáfora construida de una sociedad que nos acoge a todos”.
El cambio más profundo que ha sufrido la urbe en relación con la presencia de menores en sus espacios es la pérdida de autonomía en el uso y disfrute de sus calles. “Se ha pasado de una infancia visible que formaba parte del paisaje urbano, a una infancia confinada, bien en casa o en espacios acotados y exclusivos, y siempre bajo vigilancia adulta”, apunta Marta Román, geógrafa y fundadora de Gea21, empresa de consultoría ambiental y social. Este proceso silencioso de invisibilización infantil se apoya en “aspectos urbanísticos —dominio del tráfico y explosión de las distancias—; demográficos —bajísimas tasas de natalidad—; y sociales —un cambio profundo en la manera de concebir y tratar a los menores—. La hiperprotección atenta contra sus derechos básicos y está en el origen de muchos de los problemas que asolan a la infancia y a la adolescencia en la actualidad”, sostiene Román.
El cambio de paradigma en relación con el binomio ciudad-infancia ha hecho que la urbe pase de ser un patrimonio común, donde la vecindad contribuía a su cuidado porque poblaban las calles, a convertirse en “un bien privado donde la familia es la única referencia legitimada”, asegura Román. El vaciamiento del espacio público —cada vez con menos actividades y usos—, los modelos de vivienda que dan la espalda a la calle y el predominio de los coches y otros usos privados ocupando el espacio común, “han ido expulsando poco a poco a la infancia y a los jóvenes de las calles”, afirma. Por eso, hay que convertir de nuevo la ciudad en un escenario de convivencia, donde integrar a los niños, como un lugar seguro, “en el que puedan moverse con autonomía y desarrollen conductas responsables y de valores, porque la ciudad también educa”, añade por su parte Campos.
Los progenitores desempeñan un papel crucial para que los niños no se limiten a habitar la ciudad, sino a convivir de forma plena en ella. “Establecer un vínculo corresponsable y emocional con las calles de los municipios se revela como un pilar fundamental para su desarrollo integral, evitando tanto la sobreprotección que limita su presencia en la calle como trasladar nuestros propios miedos e inseguridades con el espacio público”, opina Novella. Para conseguir esa aproximación, la coordinadora del proyecto IMCITIZENaconseja:
- Transmitir emociones y sentimientos positivos en relación con el espacio público.
- Ocupar las calles como espacio de juego y descubrimiento. Usar el espacio de la calle para pasarlo bien con otras niñas y niños.
- Explorar juntos los espacios. Acompañar a nuestras hijas y nuestros hijos mientras exploran los diferentes rincones del barrio, y de forma progresiva retirarnos para fomentar su autonomía, libertad y sensación de seguridad.
- Disfrutar de los espacios públicos como espacios de relación y cultura.
- Participar en espacios comunitarios donde involucrarse en eventos e iniciativas que dinamicen la comunidad.
- Tejer una red de proximidad basada en la confianza. Reconocer y fortalecer la confianza mutua con el entorno y la comunidad.
El barrio y el municipio se configuran así como un elemento esencial en el desarrollo de la niñez. “La infancia que se desarrolla ajena al barrio carece de lazos que contribuyan a establecer una conexión sólida con el entorno”, afirma Novella. Ese distanciamiento puede generar sentimientos de desafección y poco interés por lo que pase en la localidad. Por eso, es esencial tejer los vínculos de pertenencia desde edades tempranas para favorecer el desarrollo de la identidad de manera conectada y activada. Porque, según declara esta experta, que un niño o niña crezca ajeno al espacio en el que vive tiene sus consecuencias:
- Se le priva de oportunidades de vivencias diversas y significativas con la comunidad y con otras infancias.
- Carece de referentes sociales y comunitarios. Es más fácil que tenga dificultades para establecer amistades.
- Aumenta el uso de pantallas y en consecuencia los hábitos sedentarios.
- Desarrolla competencias sociales por debajo de lo óptimo que le disponen a relacionarse con otras personas y a liderar iniciativas comunitarias que dinamicen el entorno.
- Reduce su conocimiento de servicios y entidades del barrio y de las actividades y tradiciones del territorio.
Por el contrario, cuando la infancia vive integrada en el barrio:
- Aumenta su sentido de pertenencia y construcción de identidad cultural arraigados en un entorno.
- Posee un amplio horizonte de oportunidades y experiencias diversas que amplían su autonomía y libertad.
- Desarrolla competencias ciudadanas de alta intensidad que le conectan con otros y lidera iniciativas comunitarias.
- Amplía su círculo social, tejiendo un grupo de amigos y conocidos más amplio con el que poder relacionarse en diversas acciones o actividades.
- Posee una buena autoestima al tener un grupo amplio que le permite hacer cosas juntos por su comunidad.
- Fomenta hábitos saludables, porque se mueve constantemente por el territorio. Disminuye la sensación de soledad y, por ello, puede reducir también los problemas de salud mental.
Otro de los factores que ayudan a que los niños y niñas “experimenten” con su ciudad es el juego. “El componente lúdico debe cobrar protagonismo”, prosigue Campos, “la urbe debe ofrecer al niño diversidad funcional y arquitectónica para que pueda construir, al igual que en el hogar familiar, sentimientos de pertenencia”.
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